Hace dos semanas publicamos un texto de Martín Dzienczarski donde narraba el abuso que sufrió en manos de un docente cuando tenía diez años. Luego de la publicación  y de la enorme repercusión que tuvo, la escuela de Tucumán donde estudió Martín suspendió al docente e inició una investigación.  Luego llegó la sorpresa: en estos días, más de 300 personas le escribieron, lo pararon por la calle o lo abordaron en los lugares donde suele andar. Muchas de esas personas querían agradecerles por hablar y contarle que habían pasado por situaciones parecidas. 

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Martín Dzienczarski.-

Desde que se publicó “Volví a cruzarme al docente que abusó de mí” me llegaron más de 300 mensajes. Se repitieron tres tipos. Los que remarcaban la valentía de testimoniar, los que cuestionaban por qué no se hizo la denuncia judicial, y los más tristes de todos: los que decían “me pasó lo mismo”. Más de 100 fueron de este grupo: de víctimas de abuso sexual.

“Mi tío me agarró fuerte de la mano. Nos habíamos quedado solos en las vacaciones. Sin sacarme del todo la ropa me violó. Se repitió un montón de veces más, hasta cuando ya habían terminado esos días en Miramar. Al final me quedaba callada, ausente, mientras me violaba”, me dijo llorando una funcionaria estatal. Sus hermanas nunca le creyeron. Todavía lo tenía que ver en los asados de los domingos hasta hace pocos años, cuando dejó de ir a pasar los almuerzos dominicales en familia.

“A mí el cura de la Iglesia del barrio de mis abuelos me invitó para mostrarme la computadora que se compraron. Me comenzó a tocar entre las piernas. Me quedé callado, sin reacción. Alguien entró preguntando por algo y aproveché para irme corriendo”, me contó por mensaje un amigo del secundario. “Nunca le conté a mis hermanos”, se lamentó.
“Mi tío me manoseaba de chico. Fue varias veces, pero por suerte siempre pasaba algo que me salvaba. Ahora cuando lo veo lo quiero matar. Sos la primera persona a la que le cuento”, me explicó un colega mientras tomábamos un café.

“Cuando tenía 15 un primo se dedicaba a tocarme bajo el vestido. Le dije a mi mamá y nos dejamos de ver con esa parte de la familia. Después toda la vida me apoyaron en el colectivo, se masturbaban en las veredas cuando pasaba y me decían que me violarían en cuanto tuvieran chances. Recién ahora sé que eso se llama abuso sexual”, me dijo una profesora de la primaria que me crucé en el super.

Los testimonios de abuso no son sólo de familiares o sacerdotes adorados en los barrios. También están los docentes universitarios. “El primer día de su materia me hizo pasar al frente. Sacó un lápiz y me iba marcando con el borde los labios, las mejillas y el mentón: este punto se llama así, por acá cruza el músculo tal y esta parte -no me lo olvido más-, se llama el arco de cupido, me dijo. Apoyó el lápiz en el borde del labio superior y me abrió con la boca con la parte donde está la goma. Después se lo metió en la boca y me dijo muy de cerquita: rico”, me contó una profesional de la salud.

Los casos se repiten: clase de consulta a las 22, repasos de trabajos prácticos en bares hasta la noche, seguidos del “te llevo a tu casa”. Después vienen los mensajes que en realidad son fotos de los genitales. Odontología, Psicología, Filosofía y Letras, Medicina, Derecho. Tampoco ocurrieron sólo en la Universidad Nacional de Tucumán, también en la Universidad Tecnológica Nacional y en las privadas.

Lo que antes no era, se hizo realidad: hay historias de abusos en todos los grupos. Amigos del secundario, compañeros de trabajo, los del fútbol de los lunes, entre los conocidos que hacen prensa, en la radio, en la facultad. La palabra sana. Esos silencios tristes tienen que dejar de existir. Lo que no decimos no muere, nos mata. Los abusos no deben callarse. Y tampoco debe dudarse de las víctimas. ¿Por qué no nos creemos? ¿Por qué siempre se ponen en duda los relatos de las víctimas de abuso?  Ellas me creyeron primero. Yo también les creo.

 

Esta nota fue escrita en el marco de la Beca Cosecha Roja.-