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La salvaje muerte de una pequeña de 12 años en Boyacá obliga al país a tomar medidas urgentes para ponerle fin a la escalofriante ola de infanticidios.
Hay cinco días en la vida de Andrea Marcela García Buitrago que solo su asesino conoce. Van desde el lunes primero de octubre, cuando desapareció, hasta el sábado 6, cuando su cuerpo fue hallado en la margen de la carretera que conduce de Tunja a Villa de Leyva, entre una tierra abrasada y agrietada por el sol. “Estamos trabajando muy duro para tratar de establecer qué pasó con esta criatura en ese lapso”, dice un miembro de la comisión interdisciplinaria (Fiscalía, Sijin y CTI) creada en Boyacá para aclarar su crimen.
A pesar de que se trata de investigadores endurecidos por su trabajo, se les humedecen los ojos cuando relatan cómo murió la niña: le amputaron una pierna y le quemaron gran parte de su piel, tal vez para borrar su identidad. “Solo una bestia pudo haberle hecho algo así, -dice uno de los peritos-. Es igual o peor que lo que le hicieron a Rosa Elvira Cely en el Parque Nacional de Bogotá”.
Su madre la vio por última vez a las 8:25 de la mañana de ese día de comienzo de semana. Se sentía indispuesta y le encargó a la niña que llamara a la casa donde hacía labores de aseo y advirtiera que no podía ir. Como la humilde vivienda del barrio El Milagro, al oriente de Tunja, no tiene teléfono, la pequeña, delgada, de tez morena y ojos grandes, fue a una tienda cercana donde hizo la llamada. Salió del local y se esfumó.
De 12 años, era la mayor de tres hermanos en el hogar de Alberto García y su esposa María. Estudiaba quinto grado en la jornada de la tarde en el Instituto Técnico Gonzalo Suárez Rendón, un colegio oficial. Además de sus clases, sus padres procuraban inscribirla en el centro comunal del barrio cuando ofrecían talleres de danza y música. El informe de Medicina Legal señala que el deceso se produjo horas antes de su hallazgo, a las cinco de la tarde. “¡Esto no puede ser!”, gritó él papá cuando llegó al reconocimiento del cadáver, “era un angelito, ¿cómo pudieron hacerle eso?”, exclamó antes de caer desmayado.
En las horas previas, él y su esposa habían recibido enormes muestras de solidaridad en todo el departamento. Cuando vieron que Andrea Marcela no llegaba a casa, comenzaron a buscarla en los lugares más cercanos: el colegio y la iglesia del barrio. Su ruego tuvo eco en los medios de comunicación. El periódico Boyacá 7 Días puso su foto en primera página y muchos ciudadanos anónimos la pegaron en postes, en los paraderos de buses, en la plaza de mercado. El clamor pasó a las redes sociales, donde se decía que a una chiquita así no se la podía tragar la tierra.
En estos cinco días Alberto y María contaban a todos, una y otra vez, cómo era ella, cuándo había nacido, su primera infancia, su ingreso al colegio, no olvidaron ningún detalle de los 12 años de vida. Nada era marginal en esta búsqueda frenética. Por eso, en este departamento hoy la vida de Andrea Marcela corre de boca en boca, como una letanía de dolor.
Pero ese trágico 6 de octubre tenía reservados aún más horrores para el país. Ese mismo día Wilson y Tatiana Echeverri, hermanos de 12 y 10 años, fueron asesinados a golpes en la vereda Ajizal de Itagüí. Su padre, Wilson Alberto, no sabe porqué los mataron y menos aún porqué lo hicieron con semejante crueldad. Anda absorto, distante y solo quiere hablar de los mejores recuerdos. “No tenemos alas para ir al cielo, pero sí palabras para decirte que te amamos”, le escribieron sus hijos en la tarjeta que le hicieron para celebrar su último cumpleaños. La muestra con un orgullo que solo hace más dolorosa su desesperación.
En cualquier parte asesinatos como los de esa fecha negra hubieran paralizado al país, pero en Colombia apenas adquirieron alguna resonancia. Y lo que es más grave aún, no han sido los únicos. “En 2011 hubo 1.056 casos de homicidios en menores de edad”, dice Diego Molano Aponte, director del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar, ICBF. Al revisar las causas aparece un panorama de los múltiples problemas de la sociedad colombiana, desde el narcotráfico hasta la ignorancia extrema de quienes creen que la mejor manera de corregir a los niños es a golpes. En cuanto a lo primero, Molano anota que “la tasa más alta de víctimas está entre los 15 y los 17 años, debido a las redes de microtráfico, procesos de reclutamiento de grupos ilegales y los nuevos fenómenos de violencia urbanos”. Y sobre lo segundo, ¿puede haber algo más estremecedor que alguien que emprende a patadas a su hijastro de dos años porque hizo sus necesidades sin avisarle? Pero esa fue la razón por la cual el lunes 8, el Juzgado Primero Penal del Circuito de Bucaramanga condenó a 19 años de cárcel a un hombre de 43 años. “Mi intención no fue matarlo sino reprenderlo”, dijo el criminal para tratar de defenderse.
La reacción popular contra la infamia del infanticidio muestra a una sociedad que parece despertar ante este horror. Para Molano “en los últimos años ha habido un incremento notorio del número de denuncias”. Por eso, él rescata del hecho de que “puede que el número no sea mayor, lo que pasa es que la sociedad cada vez es menos tolerante con el maltrato y la violación de los derechos infantiles”. Y argumenta: “En 2011, por ejemplo, se incrementó en un 11 por ciento el número de denuncias contra la violencia infantil, ha crecido la conciencia ciudadana”.
Aunque Colombia ha avanzado significativamente en cuanto a las herramientas legales para proteger a los menores, estudiosos del tema se muestran escépticos. Por ejemplo, la congresista del Partido Verde Ángela Robledo dice que una cosa es la letra de las normas y otra la dura realidad. “La violencia contra los niños tiene causas estructurales y no todas las políticas se cumplen, a pesar de que en Colombia tenemos el código de infancia y adolescencia y desde 1989 todos los países, a excepción de Estados Unidos y Somalia, suscribieron a la Convención Internacional de los Niños, donde se los reconoció como sujetos de derecho, y como el bien más preciado de cada país,” dice.
Según la congresista, basta con mirar las cifras para ver que la agresión contra los niños colombianos es cotidiana: “No hay realidad cultural o material que los proteja, cerca del 70 por ciento de los desplazados del país llevan niñas y niños. En total, son un 85 por ciento de cinco millones y medio de desplazados en Colombia”. Para ella esto es una catástrofe por donde se le mire, pues habituó a la sociedad a pensar que el sufrimiento de los menores es “algo normal” que “forma parte del paisaje”.
En este panorama, llama la atención que rara vez el país se pone de pie en pleno ante la violencia contra los niños. La senadora Gilma Jiménez, también de los Verdes, pone como ejemplo el caso de la niña Andrea Marcela. “La forma como murió fue macabra, pero la reacción se circunscribió a Boyacá”, asegura esta dirigente que promovió el referendo para imponer cadena perpetua a violadores de niños en Colombia. “En cambio con el caso de una adulta como Rosa Elvira Cely el país se movilizó”. Ella tiene un registro de niños que en estos meses han sido asesinados de las peores formas y, señala, no ha observado un solo grito de basta ya. “Creo, asegura, que es un problema estructural de la sociedad que no aprende a respetar los niños y los considera ciudadanos de segunda”.
La publicación de diversos informes el jueves pasado a propósito del Día Internacional de las Niñas, sacó a flote otra tragedia también casi silenciosa y es que en ese horroroso panorama de violencia infantil, las niñas llevan la peor parte. En Colombia, según el informe ‘Forensis 2011’, cada 2 días es asesinada una niña de entre 15 y 17 años; cada cuatro horas una de entre 0 y 4 años es víctima de un delito sexual; y cada 2 horas una niña entre 10 y 14 años es víctima de violencia intrafamiliar.
Ese mismo día en la prensa del mundo era noticia de primera plana el caso de la niña pakistaní Malala Yousafzai, de 14 años, tiroteada por los talibanes por defender el derecho a estudiar. Tras conocer la noticia el primer ministro, Raja Pervez Ashraf, envió un helicóptero para llevarla al hospital militar de Peshawar y salvarle la vida, y se conoció el rechazo de los líderes de varias potencias, entre ellos Barack Obama de Estados Unidos. (Ver artículo en la página 78).
“En Colombia pasan cosas peores y casi nadie reacciona”, dice la senadora Gilma Jiménez. El problema no solo es inmediato sino que tiene profundas consecuencias para el futuro del país. Ángela María Rosales, Directora Nacional de Aldeas Infantiles SOS Colombia, dice que ahora que se habla de paz todos los estamentos de la sociedad deberían aunar esfuerzos para proteger los derechos y la vida de los menores. ¿Qué pasa si casos como el de Andrea Marcela y el de los niños muertos a golpes en Itagüí se suman a una fría estadística más y pronto caen en el olvido? “Perdemos la oportunidad de romper el ciclo de las violencias colombianas”, dice ella. ¿Por qué? “Estos niños, estas familias, tienen probabilidades muy altas de repetir la violencia de la que fueron víctimas. No podemos hablar de paz en el país, si los niños no la encuentran ni siquiera en sus propias casas”.
Todos los entrevistados para este reportaje coinciden en afirmar que proteger a los niños debe ser una cruzada nacional. Que la violencia contra ellos debe detenerse de inmediato y que los casos que ya han sucedido deben ser rigurosamente investigados para descubrir al responsable y aplicarle todo el peso de la ley. Por eso, es urgente que la comisión interdisciplinaria creada en Boyacá tenga éxito. Que logre establecer qué pasó en la vida de Andrea Marcela durante esos cinco días. Porque esto no se puede quedar así.
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