Cosecha Roja te adelanta el primer capítulo de “Nunca me faltes”, de Ezequiel Dellutri*
El olor a humedad le inundó los pulmones, pero ese era el menor de sus problemas. La vela en el piso apenas iluminaba al hombre que le apuntaba a la cabeza con una vieja Colt 1911. No quiso cerrar los ojos, porque se puede ser hijo de puta y valiente a la vez.
Sin embargo, el hombre no disparó. Bajó el brazo, giró el arma en la mano como un cowboy y después dio dos pasos hacia él, ofreciéndole la culata.
Lo miró, incrédulo. Después, muy despacio, tomó el arma. Se limpió la cara con el dorso de la mano, escupió al suelo y sonrió.
—Nunca me faltes —dijo el hombre mientras se sentaba en la silla con un tono que a él, que ahora le estaba apuntando unos metros más allá, casi le pareció divertido—. Así se llamaba la canción. Nunca me faltes.
El hombre inclinó la cabeza y él no vaciló, porque no había nacido para vacilar.
El estampido resonó en toda la casa.
Primer día: jueves 15 de septiembre
Vuelvo a escribir
Esa primavera, el cementerio estaba más lindo que nunca. Mientras bajaban el cajón, mi abuela sollozaba un poco, solo un poco, como para justificar la presencia.
Por mi parte, opté por clavar la vista en el piso.
Mi abuela habrá pensado que estaba compungido. Pero no. En realidad, había pisado bosta de caballo cuando bajábamos del colectivo, así que estaba tratando de limpiarme la suela de la zapatilla contra el borde de la vereda.
Por fin, taparon la tumba.
—Vamos —dijo mi abuela.
—Pará. Ya que estamos, acompañame que quiero ver a unos amigos —le dije y la llevé unas lápidas más allá, hasta las de una madre y su hijo, sepulturas que me recordaban una triste historia. Robé una flor marchita de una corona cualquiera y la dejé caer sobre la tumba de un chico al que nunca conocí.
—Unos amigos —le repetí a mi abuela, que me miraba sin comprender. Traté de sonreír, pero ya no pude.
Convencí a mi abuela para que pagara un remís de vuelta hasta su casa.
—Hay olor a bosta —dijo en voz alta como para facilitarle un momento de grata incomodidad al remisero.
Mi abuela tiene el don de hacer sentir mal a las personas por el simple hecho de ser personas. Será por eso que evité reconocer que era yo el causante de su disgusto. Como quien no quiere la cosa, inquirí:
—¿Cómo era la historia de la vieja esta?
Me fulminó con la mirada.
—Era joven cuando desapareció —me aclaró, aunque yo sabía que, entonces, la señora tenía más de sesenta. Es sabido: a medida que crecemos, vamos corriendo un poco la línea de la juventud—. Era hermosa, una actriz de cine parecía. Tenía unos rulos negros, enormes, que le caían sobre los hombros y unos ojos muy oscuros, terriblemente seductores. Era el año cincuenta o cincuenta y uno, me acuerdo como si fuera ayer…
Odio esa forma siempre obvia de comenzar una historia que tienen los viejos. Me contó que estaba trabajando en un lavadero del ejército, en Campo de Mayo.
Ahí conoció a Verena Mérez, hija de españoles muy católicos, como debe ser. Era huérfana; sus padres habían muerto en un accidente automovilístico, así que la muchacha vivía sola con su hermano. Con mi abuela, trabajaban en la misma máquina, un aparato al que llamaban “el cilindro” y que, según la descripción de la vieja, se parecía más a un instrumento de tortura que a un secadora de ropa industrial.
—Para recordar de quién era cada prenda se les abrochaba una chapita con el nombre y número de batallón. —Un nuevo dato intrascendente de los muchos que me iba a dar en aquel viaje.
Ahí se conoció con Verena Mérez. Al poco tiempo, su amiga perdería también a su hermano, por lo que ella sola se quedaría a cargo de la casa familiar, apenas a unas cuadras del centro de San Miguel.
—Claro que, en aquel entonces, San Miguel no era lo que es ahora —aclaró.
Vivía sola y lavaba para afuera, porque era lo único que sabía hacer. La casa se venía abajo, pero ella nunca tenía plata para arreglarla, así que ocupaba solo una habitación que hacía a la vez de cocina y dormitorio. Cada tanto alquilaba algunos cuartos, pero sus inquilinos no duraban mucho.
—Para ir al baño tenía que cruzar toda la casa.
Siempre pensé que se iba a morir ahí adentro y que nadie se iba a dar cuenta hasta que sintiera el olor.
Mi abuela la visitaba todas las semanas, con esa fidelidad en la amistad que es materia exclusiva de adolescentes y viejos.
—Me había dado la llave, por si algún día le pasaba algo —me dijo.
Por eso, cuando en agosto de 1994 fue a golpearle la puerta como hacía todos los viernes a eso de las cinco de la tarde, y Verena Mérez no contestó, mi abuela se vio en la obligación de usar la llave por primera vez en treinta y ocho años.
—No podía creer lo que encontré —me dijo.
—¿Y qué encontraste?
—Nada. Absolutamente nada.
Esa parte de la historia ya la conocía: Verena había desaparecido. Se hizo la denuncia; la policía realizó todas las pesquisas y averiguaciones, pero nadie sabía nada.
Eso se mantuvo así hasta que catorce años después, alguien la encontró.
Había sido un descuido. Maximiliano Namuncurá nunca creyó que su perra Dora se escaparía por entre sus piernas cuando conversaba con su novia en una de las anchas veredas de la calle España.
Tal vez no prestó la necesaria atención porque estaba hablando de sus sentimientos hacia su madre, que hacía un año había muerto al caerse por las escaleras de la terraza cuando bajaba un jean de su hijo que estaba tendido en la soga.
—No sé por qué justo le pedí ese pantalón —le dijo a Estefanía Ivaldi casi al borde de unas lágrimas que le impidieron ver que en animal, una beagle a la que su madre cuidaba como si fuerza la hija que nunca tuvo, se dirigía derecho hacia la calle.
El colectivo 176 frontal nunca frenó porque ni siquiera intentó hacerlo. Años arriba de vehículos de cierta envergadura le había enseñado al chofer que lo peor que podía hacer cuando el colectivo estaba cargado era clavar los frenos, así que cerró los ojos y esperó a que el animal fuera la suficientemente inteligente como para permanecer agachado y hacer lo único que podía servir para salvar su vida: rogar al dios de los perros que el colectivo le pasase por arriba si tocarle un pelo.
Pero Dora no estaba acostumbrada a andar libre por el mundo, por lo que, cuando vio que el colectivo se le venía arriba, su herencia genética de perro de caza pudo más; le hizo frente a la bestia, que la arrolló sin permitirle siquiera un gemido.
Así fue como en el plazo de un año, Maximiliano Namuncurá perdió primero a su madre por un pedido caprichoso y, después, a su perra por lamentarse de esa misma circunstancia.
El cuerpo de Dora estaba casi intacto a excepción de un pequeño charco de sangre justo debajo de su hocico. Mientras que su novia detenía el tráfico, Maximiliano levantó el cadáver, seguro de que ya no había nada que hacer más que darle sepultura en el fondo de su casa; se propuso él mismo cavar la tumba, quizá como devaluada penitencia por su descuido.
Pero, como carecía de experiencia en el tema, no sabía exactamente a qué profundidad debía hacer el pozo si quería evitar desagradables olores. Entonces, optó por cavar unos setenta centímetros justo debajo de la higuera, frente al galponcito donde guardaba la máquina de cortar pasto y las viejas cañas de pescar de su padre.
Cuando estaba por llegar a la profundidad adecuada, la pala dio contra lo que creyó una piedra, primero, y un táper gigante, después. Pasó cerca de una hora cavan.do hasta darse cuenta de que se trataba de la tapa de un tonel plástico que estaba enterrado en el fondo de su casa desde hacía quién sabe cuánto tiempo. Lo que nunca imaginó era que, cuando por fin lograra abrirlo, adentro encontraría una momia en perfecto estado de conservación.
—Que era una vieja, eso te lo puedo asegurar por el vestido y el peinado. Parecía chiquitita, pero la policía me explicó que eso era porque había estado mucho tiempo metida ahí adentro y se había secado —me dijo
Maximiliano Namuncurá, que poco y nada tenía de indio, el día que fui a acompañar a mi abuela hasta la casa del joven la mañana anterior al entierro. La policía le había dicho que se diera una vuelta a ver si aquel lugar le sugería algo; ella miró el pozo, frunció la nariz y dijo:
—Algo se está pudriendo por acá.
Claro que, al cadáver de Verena Mérez, ya se lo habían llevado. Además estaba momificado, pero con esas cosas nunca se sabe. Mi abuela había ido a la morgue y reconocido el cadáver.
—Tenía la carita de siempre —me había dicho y yo no entendí muy bien a qué se refería. A Verena Mérez alguien le había pegado cuatro tiros en el pecho y después la había metido en un tonel de plástico en el que había permanecido catorce largos años.
—Lo que no entiendo es cómo no se dieron cuenta antes —le pregunté a Maximiliano Namuncurá cuando nos despedimos.
—No sé. Mi mamá compró la casa en el 96. Antes de eso, había estado abandonada. Supongo que lo habrán hecho antes de que nos mudáramos.
Hice un cálculo rápido que terminó resultando bastante lento, porque no soy bueno con los números:
Verena Mérez había desaparecido en el 94. Habían sido por lo menos doce años de soledad debajo de la tierra.
—¡La tengo! —le dije por teléfono a Maco.
Estaba en mi casa, rodeado por los muebles viejos que fui recolectando a lo largo de los años, cosas que la gente descarta y que yo trasladado a mi mundo privado.
Sin ir más lejos, el teléfono por el que estaba hablando con mi amiga lo había encontrado en la calle. Era uno de esos aparatos enormes y pesados de baquelita negra.
Siempre fantaseaba con la posibilidad de darle a alguien con el tubo en la cabeza solo para saber qué se sentía.
—¿Qué tenés? ¿Sífilis?
—No, la historia. La historia, ¿te acordás?
Como todo escritor que se precie, tengo una amiga con la que converso sobre mis geniales proyectos. Sucede que mi amiga, que es música, no tiene buena memoria, tal vez porque mis proyectos no son tan geniales como creo.
—Ah, sí, la historia. ¿Y de qué carajo se trata?
Le conté lo que me había referido mi abuela: el hallazgo de la mujer momificada y el entierro.
—Tengo todo lo que necesito —le dije.
Había pasado unos meses fatales, porque mi última novela había logrado cierto éxito y ahora el editor me pedía más de lo mismo. Era la primera vez que me sucedía algo así. Mi libro anterior era un policial negro, un relato que había vendido como ficción pero que en verdad, no lo era: casi por casualidad, un 9 de Julio encontré a una familia muerta en una plaza cercana a mi casa, lo que me había llevado a mantener un extraña relación con un detective llamado Jeremías Jeremías.
La cosa había terminado bien para la investigación, pero muy mal entre nosotros. Yo había escrito sobre aquello y, por fin, había vislumbrado cierto éxito, pero lo cierto era que ahora no podía continuar, porque no se me ocurría ninguna idea. Eso fue hasta que apareció la vieja adentro del tonel. Es malsano alegrase por una cosa así, ya lo sé, pero peor ser funebrero.
—Tenés todo lo que necesitás, pero te falta Gillette —me dijo Maco.
Corté. Era cierto: tenía todo lo que necesitaba, menos al hijo de puta de Jeremías Gillette Jeremías.
“Nunca me faltes” está editado por Vestales. Es parte de la colección de Novela Negra junto con “Lima, un sábado más” de Juan Carrá.
** Ezequiel Dellutri es escritor y profesor de Literatura, pero se define como “un simple fabulador”.
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