Por Gabriela Wiener – New York Times en Español
El día en que me rebelé caminaba sola del colegio a casa, como otras veces. Tenía 13 años y me gustaba usar la falda del horrible uniforme único peruano por encima de las rodillas. Me encantaban mis piernas y hacía poco me las había depilado por primera vez. Era la Lima de los años noventa y yo atravesaba una calle cualquiera, esquivando los carros mal estacionados que brillaban bajo los precarios rayos de sol. Ni siquiera lo vi venir. Solo sentí como una ráfaga de incomodidad, un latigazo de vergüenza. Duró unos segundos. Como cada vez que sufría una “metida de mano” —toda una institución local del acoso perfectamente normalizada—, me quedé tiesa y murmurando un agónico grito.
Debería haber seguido mi camino, arrastrando mi impotencia como cualquier mujer tocada contra su voluntad en la calle, pero decidí reaccionar. Era un hombre mayor, calvo, que después de haber perpetrado su “picardía” se alejaba tranquilamente sin mirarme. No lo pensé mucho: corrí detrás de él y levanté con mis dos manos mi enorme mochila llena de cuadernos y se la estrellé en la cabeza con todas mis fuerzas de 13 años. Escapé de ahí a toda velocidad, aullando al cielo mi humilde venganza.
Una niña peruana es una caperucita roja a tiempo completo. Muy pronto aprende que tiene que ir por ese camino y no por otro, que siempre debe cuidar sus espaldas, hacer como que no escuchó que le gritaron algo sobre su vagina.
Cualquier hombre solo, al final de la calle, es un lobo feroz en potencia. Un taxi: el último viaje. Beber en las fiestas: jugarte la vida. Desear: ser puta. Cuando escribí un libro sobre sexo me llovieron comentarios de hombres amenazándome con violarme para que aprendiera. Y era un blog literario. Una vez mi superjefa entró a la oficina con el ojo morado. A mí un exnovio me rompió la nariz porque me vio besándome con una amiga. La pared azul de mi habitación de niña se llenó de gotitas de sangre. Tuvieron que operarme la nariz.
Una mujer peruana no tiene muchas oportunidades de reaccionar porque defenderse para una mujer es a veces sinónimo de violación y muerte. La justicia la trata exactamente como el violador: su minifalda es mencionada para justificar el crimen. Es como ser ultrajada dos veces.
El estigma, la culpa, el miedo son reales y se padecen por largas temporadas, o son heridas que nunca se curan.
En Perú, hay lobos disfrazados de congresistas que sacan la cruz para legislar sobre el cuerpo de las mujeres. Aquí el aborto es ilegal incluso en caso de violación; decenas de mujeres mueren al año en consultorios donde se practican abortos clandestinos. También hay lobos con sotana. El arzobispo de Lima, Juan Luis Cipriani , dijo hace poco que los abortos “no se deben a que han abusado de las niñas, sino que la mujer se pone, como en un escaparate, provocando”. No renunció, aunque se lo pedimos.
Una encuesta de la Universidad Católica arrojó que el 24,9 por ciento de los peruanos cree que la mujer “provoca” la violación. Si eres transexual pueden matarte por ello. No existe una ley de identidad de género ni matrimonio igualitario, ni siquiera unión civil. Este es el país donde cerca de 300 mil mujeres fueron esterilizadas a la fuerza durante la dictadura de Alberto Fujimori. Y se acaba de archivar el caso.
De cada diez mujeres peruanas, siete han sufrido alguna vez violencia de género. Según el Registro de Feminicidios del Ministerio de la Mujer, durante el 2015 hubo 95 mujeres asesinadas. Y en lo que va del año ya hay 54 muertas, solo por ser mujeres. Somos el segundo país, después de Bolivia, con la tasa más alta de violaciones en la región, según el Observatorio de Seguridad Ciudadana de la OEA. Como dijo la congresista Indira Huilca, “el Perú es un país de violadores”.
Pero llega un día en que la caperucita se rebela y no hay vuelta atrás. Esto, a gran escala, es lo que ha ocurrido en Perú en las últimas tres semanas. Las mujeres hemos tomado esa especie de mochila en la que cargábamos con muchos años de violencia machista —la del hogar, la de la calle, la de la Iglesia, la del Estado— y se la hemos tirado a la sociedad por la cabeza.
El día en que nos rebelamos era un día normal, con sus mujeres golpeadas y muertas. Nos dolía en especial el caso de Lady Guillén, desfigurada a golpes por su novio, que se libró de la cárcel. Pero el detonante fue el video de Arlette Contreras, arrastrada de los pelos por los pasillos de un hostal por su pareja, borracho y completamente desnudo.
Por fin se veía con crudeza lo que todas y todos sabíamos que pasaba detrás de las puertas.
La indignación se trasladó a un grupo de Facebook, #NiUnaMenos. La meta era articular una gran movilización este 13 de agosto en las calles limeñas y replicar el impacto que tuvo la protesta ciudadana en Buenos Aires o en Ciudad de México. Pasó algo sorprendente: miles de mujeres con sus nombres y apellidos se volcaron espontáneamente a compartir sus testimonios de violencia. Subieron al grupo las fotos de sus moretones, sus cicatrices, sus ojos inyectados de sangre y lágrimas. Los nombres de sus victimarios. Es histórico, es doloroso, es esperanzador cómo miles de mujeres peruanas perdieron el miedo y decidieron abrazarse.
Los medios no pudieron ignorar este movimiento y llevaron el tema a sus portadas. Inspirado por la movilización, el gobierno de Ollanta Humala, que hizo tan poco por las mujeres, decidió aprobar el Plan Nacional contra la Violencia de Género antes de irse. El nuevo gobierno tiene la responsabilidad de implementarlo.
¿A dónde nos va a llevar la indignación? El expresidente del poder judicial, César San Martín, hizo hace un tiempo una revelación: aproximadamente el 90 por ciento de las denuncias por violación son archivadas. Además, pasa algo extrañísimo: mientras que la violación de menores de edad se castiga con cadena perpetua, la de las mujeres adultas con una pena no mayor de 8 años. En este país no es que no haya leyes, es que no se cumplen. Solo el cinco por ciento denuncia porque no se confía en la ley.
La clave para revertir este panorama está en un nuevo código penal y en mejorar el nivel de respuesta del sistema judicial. De ahí que sea clamorosa la necesidad de formar a los funcionarios públicos en el enfoque de género, de aumentar el presupuesto de protección, y de crear un Observatorio de Violencia Contra la Mujer y centros de atención de emergencia, como lo ha recomendado la organización civil Demus. Ya han anunciado la creación de una Comisión de Justicia de Género en la Corte Suprema para asegurar el trato no discriminatorio. Se demanda, además, una campaña nacional para atacar las causas de la violencia.
¿Ha cambiado algo #NiUnaMenos? Sí, todo. El proceso que se abrió es inédito y tendrá alcances sociales que solo podemos sospechar, pero desde que las mujeres del Perú hemos nombrado el maltrato en comunidad, como se pronuncia un conjuro, creemos que hemos alejado un poco más el mal, para que no haya ni una menos.
*Con la colaboración, información y análisis de Jeannette Llaja y María Ysabel Cedano, asociadas de la organización civil Demus.
**Gabriela Wiener es escritora y periodista peruana. Es autora de los libros “Sexografías”, “Nueve lunas” y “Llamada perdida”.
Foto: Ernesto Arias/European Pressphoto Agency
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