Cuando le dije “¿vamos?” y Menta, mi perrita enérgica y hermosa, no salió corriendo como un trompo hacia la puerta, me di cuenta que algo le pasaba. Así que la llevé al veterinario. Salía de ahí, guardando la factura de la consulta en la cartera y sentí que el celular vibraba en mi bolsillo. Lali había escrito al grupo de whatsapp de “Hijas e hijos del exilio” el siguiente mensaje: “Apareció el nieto 121. Es el primo de mi compañero”. Lo leí y empecé a temblar. Torpemente, pues tengo un celular nuevo que aun no domino, intenté llamarla para saber si la noticia que esperábamos hace tantos años era cierta. Como sucede casi siempre que necesitás establecer una comunicación con alguna urgencia, no fue posible. Entonces aligeré el paso, alentando a Menta para que caminara un poco más rápido. Quería llegar a casa cuanto antes, llamar a mis hermanas, ver si encontraba más información en internet.
Mientras cruzaba la esquina de México y Piedras, mi celular volvió a vibrar. “¡Sí Sara, apareció, apareció!” me respondía Lali, llorando a los gritos como yo cuando le preguntaba si era verdad. No supe más que repetir “¡Por fin llegó este día!, ¡Por fin llegó este día!”. Corté y caminé los 40 metros que faltaban hasta la puerta de mi edificio llorando a mares, sin importarme que el chico de la verdulería de enfrente asomara la cabeza entre los cajones para mirar qué pasaba. Estaba a punto de entrar cuando un viejito con tonada del interior me tocó el hombro para preguntarme si necesitaba que rezara por alguien. “No señor, muchas gracias, lloro de alegría”, le contesté conmovida también por su gesto. “Me alegro entonces”, dijo y me sonrió.
El nieto 121 que las Abuelas acaban de recuperar, es el hijo de Ana María Lanzillotto, una de las dos hermanas desaparecidas de la Nena Lanzillotto. Y la Nena, para mí, es parte de mi familia. Fue la profesora de Literatura de mi mamá, en La Rioja. Más tarde compartieron un espacio de militancia cristiana junto a Monseñor Angelelli. Y cuando llegó el golpe, su familia y la nuestra consiguieron escapar a Madrid, ciudad donde atravesamos juntos el exilio. Desde que tengo memoria, la Nena ha estado cerca.
Quien tenga el privilegio de conocerla sabe que es un ser humano fuera de serie. Tiene 88 años repletos de una vitalidad envidiable. Mantiene intacto el acento esdrújulo de su ciudad natal –que también es la mía–, aunque haya pasado cerca de 40 años viviendo lejos de allí. Es sencilla y profunda. Practica la solidaridad y el compromiso a diario. Como muestra basta un botón. En el invierno de 2005, el Movimiento Nacional de los Chicos del Pueblo realizaba, por tercera vez, una marcha nacional cuya consigna era: “El hambre es un crimen”. Una tarde mi vieja me llamó al trabajo para contarme la idea que habían tenido con la Nena: juntar plata entre los amigos para comprar caramelos, chupetines y chocolates y entregarlos en la Marcha. “Porque esos chicos también necesitan recuperar su infancia”, me explicaba mi mamá del otro lado de la línea. Querían pedirme que me encargara de hacer las compras en algún mayorista del Once. Así que el día que la movilización llegaba a Buenos Aires, nos citamos cerca del mediodía, en el bar de la esquina de Hipólito Yrigoyen y Entre Ríos: allí debía acercarles el cargamento de dulzura.
Las encontré paradas en la vereda, tomadas del brazo, abrigadas, parlanchinas y risueñas, como siempre. Hacía frío pero brillaba el sol. Caminamos hasta el otro lado de la Plaza Congreso a la espera de las primeras columnas de chicos que llegaban desde el oeste avanzando por la avenida Rivadavia. Aquel día regresé a mi trabajo con el pecho repleto de orgullo por esas dos mujeres que, como si se sintieran las abuelas de los chicos del pueblo, repartieron además de golosinas, algunos besos y caricias en el pelo.
Ayer, una hora después de enterarme de la gran noticia logré comunicarme con ella. Apenas podía hablar, y entre sollozos le dije que la queríamos mucho y que estábamos muy felices. “Yo sé, yo sé”, me dijo serena, mucho más serena que de costumbre.
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