Nilda Eloy pasó por seis campos de concentración del circuito Camps. Uno de ellos fue el Pozo de Quilmes, cuya fachada era la Brigada de Investigaciones. Nilda estudiaba medicina en La Plata y no tenía militancia previa a su secuestro: “Como militante me hicieron dentro”, ironiza. La secuestraron el 1 de octubre de 1976. La patota había ido a buscar a un ex novio, con quien creían que se había casado. Se la llevaron tabicada de la casa de sus padres. Tenía 19 años.
Llegó al Pozo de Quilmes después de estar tres días en La Cacha, el CCD contiguo al Penal de Olmos. Entre La Plata y Quilmes, a ella y a otros detenidos los hicieron bajar del camión y simularon un fusilamiento. Por el olor a pasto, Nilda creyó que estaba en Parque Pereyra. Los volvieron a subir y llegaron al Pozo de Quilmes. Era el 4 de octubre de 1977.
Casi cuarenta después, ese lugar en el que pasó parte de su secuestro ya no será una dependencia policial de la provincia de Buenos Aires sino un Sitio de la Memoria. Días atrás se aprobó por unanimidad en ambas Cámaras de la Provincia la Ley para su transformación, un trabajo que llevó adelante la Asociación Civil Colectivo Quilmes Memoria, Verdad y Justicia.
El proyecto, presentado a través de la diputada Evangelina Ramírez, fue elaborado de manera conjunta y participativa por los miembros de la Asociación en la que confluyen ex detenidos desaparecidos del Pozo de Quilmes, familiares y organizaciones sociales quilmeñas.
Nilda mira hacia atrás y en un flashback da cuenta del proceso en el que las desapariciones forzadas comenzaron a ser moneda corriente: “En pleno ‘75 si a una persona la levantaban, en general, iba a una Brigada donde iba a ser torturada por miembros de la policía con golpes o picana eléctrica. A los pocos días aparecía el cuerpo, o la largaban, o le aplicaban la 20.840 y quedaba presa. Ya para mediados del 76, el tiempo de las detenciones fue desdibujándose. Empezó a funcionar la imagen de la desaparición: no había ninguna información de los detenidos y con el correr de los meses esos tiempos se fueron prolongando”.
Para agosto del 76, la llegada de prisioneros ilegales al Pozo de Quilmes se masificó y la Brigada se integró al circuito de centros clandestinos que dependían de la Jefatura de la Policía de la provincia de Buenos Aires. Su función específica fue la de depósito de detenidos ilegales. Los prisioneros podían pasar entre algunos días y meses secuestrados. En los momentos de mayor circulación, llegó a haber más de treinta prisioneros en cada piso del edificio de calabozos, un total aproximado de noventa detenidos simultáneamente.
“La estrategia represiva que utilizó Camps fue que las víctimas recorrieran como mínimo tres centros clandestinos de detención” -cuenta Nilda-. Ingresar al circuito Camps era como ir cayendo como en pozos. La sensación que intentaban darte era esa. Perdías el nombre, la identidad, la conexión con el afuera, la relación con el calor, no sabías si era de día o de noche, o si habían pasado dos horas o veinticuatro. Por eso llamaban pozos a esos CCD. Quedabas en el limbo”.
Luego de la conmoción de los primeros días, Nilda empezó a tener registro de lo que estaba pasando. Venía de La Cacha maniatada con cuerdas pero apenas llegó al Pozo de Quilmes le pusieron esposas de hierro. La llevaron a un calabozo donde estuvo sola. Al rato la sacaron y la encerraron en un baño junto a otras personas para que se higienizaran. Les daban unos minutos y luego debían volver a tabicarse para salir. En el baño había tres o cuatro inodoros y una mesada con piletas. De regreso al calabozo donde estaba, Nilda recibió la “visita” de Jorge Antonio Bergés con un pomo de Pancután. Le sacó todo menos el tabique y la manoseó con la crema para quemaduras. Bergés era médico de la Policía Bonaerense, un represor que asistió los partos de mujeres secuestradas cuyos hijos fueron apropiados y participó de sesiones de tortura.
Hoy, la ley que convierte al ex Pozo de Quilmes en un Sitio de Memoria genera un trabajo a futuro que se construye a partir de la diversidad de experiencias. Sobrevivientes, madres y abuelas, padres, hijos, compañeros y compañeras de militancia construyen día a día esa memoria con sus experiencias. Instalarlas en nuestro presente es un compromiso para que los lugares donde funcionaron centros clandestinos de detención, tortura y exterminio sean espacios de pensamiento, comunicación y reflexión.
“En el Pozo de Quilmes usaban el locutorio, un lugar angosto y muy chico, para dejar a los secuestrados que estaban ‘en capilla’”, recuerda Nila. “Estaba muy cerca de la sala de tortura y lo usaban para no andar subiendo y bajando la escalera. A medida que pasaba el tiempo íbamos adquiriendo habilidades”. Así aprendió a desatarse y a volverse a atar las muñecas con cables o sogas. Durmió y “entredurmió” para abstraerse del lugar donde estaba, como una forma de evasión. Lo que más la aterraba era el ruido de las puertas, “un ruido muy particular”. Dos rejas que se abrían y le daban terror. “Ahí tomabas conciencia de que venían y no se sabía para qué”. En sus días de cautiverio, Nilda soñó mil maneras distintas de cómo recuperaría su libertad.
Que el lugar donde su vida -y la de tantxs compañerxs- quedó marcada por la tortura sea un espacio que hable de memoria y futuro abre un camino que profundizará la defensa de los derechos humanos. Para que el olvido no gane la batalla.
Foto: Helen Zout / Serie Desapariciones
* Este texto es un adelanto de un libro sobre el Pozo de Quilmes que está escribiendo la autora.
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