Por Jésica Rivero*
Todas las mañanas María se sienta en avenida Belgrano a metros de la 9 de Julio. Su mano se extiende y pide “una ayuda por favor”. Sobre las piernas duerme Paula, su hija. Desde hace años María y Paula cumplen este ritual.
“Primero de Mayo” le dice el mozo del bar de la esquina, porque salvo que llueva muy fuerte, María está allí todos los días. Si no consigue el monto necesario para pagar la pensión, el destino será un cajero, una plaza o la calle. La opción de dormir en un parador del Gobierno de la Ciudad es la última: ahí no se duerme, dice María. Y encima te roban.
Durante las últimas semanas de julio con ola de frío polar Paula tuvo una bronquitis que sobrellevó en la calle, tomando antibióticos comprados por las vecinas del barrio. A esa bronquitis le siguió una otitis y así continuaron esos días helados.
Paula toma la teta haciendo carpita con las frazadas en capas que las cubren a ella y su mamá. María se ríe: “¡Un día me va a dejar desnuda esta niña!”.
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María y Paula forman parte de las 4394 personas que viven en la calle según los datos del Primer Censo Popular de Personas en Situación de Calle que hicieron más de 40 organizaciones sociales, con el apoyo del ministerio público de la Defensa, la Defensoría del Pueblo y la presidencia de la Auditoría General de la Ciudad. Este informe se distancia de los datos oficiales presentados por el ministerio de Desarrollo Humano y Hábitat porteño que da cuenta de 1091 personas en esta situación y que no contabiliza, además, a quienes pernoctan en los 27 paradores estatales.
Paula tiene dos años y medio y los dientes chiquitos, negros y rotos. Regala sonrisas y le gusta jugar apretada a la teta de la mamá. Se abrazan fuerte en la vereda, sentadas y envueltas en capas de frazadas los días de frío. Le gusta pintar, dice María.
Algunos días de la semana, aquellos en que “duermen” en lugares sin pagar, María usa una parte de lo recaudado para llevarla a ver dibujitos en algún ciber de la zona. La sube a upa y mientras Paula se hipnotiza con Masha y el oso, ella aprovecha y duerme. Duerme sentada pero tranquila, porque cuando habitan la noche en cajeros o plazas, el sueño no abraza. La última vez que se venció al cansancio estando en un cajero automático, se despertó semi desnuda y con varios hombres encima de ella y de Paula.
En la zona donde ellas circulan hay varias iglesias. Iglesias grandes, históricas, grandiosas, visitadas a diario por los turistas que llegan a Buenos Aires. Pero de todos los lugares en los que María relata haber estado amparada, nunca mencionó alguna de ellas.
Hasta hace algunos años, María vivía en Bahía Blanca con su familia. Allí conoció al padre de Paula. Fueron novios unos meses y un día él le propuso venir a Buenos Aires a probar suerte. Ella sólo quería venir unas semanas, pero esas semanas se convirtieron en meses y ante cada reclamo él solía decir “ya vamos a volver”. En unas fiestas volvieron a Bahía Blanca pero sólo de visita.
En el último regreso al centro porteño María quedó embarazada. “Soy yo o el embarazo”, le dijo su novio y María eligió el embarazo. Se quedó sola, en la calle, porque el que alquilaba la pensión era él. Sin contacto con la familia, sin sus números telefónicos -en una de las actividades para sobrevivir el muchacho le vendió el celular- y sin dinero para volver, habitó la calle como pudo. “Pero no me importó”, recuerda. Fue empleada doméstica, mesera, vendedora ambulante y bachera.
María trabajó hasta el momento del parto. Con sus ingresos sostenía apenas el pago de una pensión y los alimentos. Del padre no supo nada más hasta hace algunos meses, que se lo cruzó en una plaza donde a veces “duermen” con Paula. “Seguro que te conseguiste un amorcito, vos”, le dijo él. “Si”, lo desafió María. “Acá está. Tiene dos años y medio y es tu hija”. Él las insultó y acusó a María de no obedecerlo. “Me metió una denuncia para que le haga el ADN el caradura”, dice ella y reconstruye un laberinto de idas y venidas en pasillos judiciales, ayudada por abogadas que trabajan en la zona donde pide, la muestra que le tomaron a Paula, la confirmación de la paternidad de su ex pareja y el maltrato de los jueces que intervenían. “Ahora estoy esperando que me pase plata. Porque hizo tanto lío y al final, desapareció”, cuenta mientras saca la teta y calma el reclamo de Paula.
A María no le llevaron plantas como aseguró el senador Alfredo de Angeli que se hace con quienes paren. Después de parir, sólo tuvo plata para pagar un tiempo más la pensión y de ahí en más sólo se le ofreció la calle.
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Las manos que ayudan, acarician y contienen a María y su hija son de mujeres. Un día, una de ellas se acercó a María y le mostró la foto que circulaba de ella y Paula en un posteo de Facebook que hizo un hombre: “Usa a la hija drogándola para que esté dormida y así conseguir más plata”. Desde ese día, a todas las que se acercan a ofrecer ayuda María les pide “fotos no”.
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La avenida Belgrano es transitada y la vereda es angosta. Muchxs de los que se acercan a María y Paula las saludan, se nota que las conocen. “La gente me ayuda mucho, no me puedo quejar”, dice María. Varias veces quiso anotar a Paula en jardines maternales pero no consigue cupo. Hace changas a veces en la pensión donde suelen dormir y con eso paga la noche. Limpia y pinta paredes, todo con Paula a cuestas. La última vez que le tocó pintar la pared de una habitación, Paula se bañó en látex. “Por suerte era al agua la pintura, sino…”.
La higiene se resuelve depende de dónde estén. En la pensión se bañan y cuando la calle domina la agenda semanal se improvisan duchas bajo la autopista que pasa por Constitución. Hay mujeres que viven ahí, “ranchan” dice María, y la ayudan a lavar un poco a Paula, haciendo carpitas protectoras del viento y las miradas. Se siente protegida por ellas, pero no le gusta ir siempre ahí porque toman mucho alcohol y lxs hijxs de ellas andan pidiendo, golpeando y a los gritos. “A mí no me gusta ese ambiente para ella”, dice, mientras le arregla el pelo duro y opaco a Paula que aprovecha para manotear la teta y darle besitos.
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En la sesión histórica que se dio en la Cámara de Senadores el último 8 de agosto se debatió el proyecto de ley elaborado durante años por la Campaña Nacional por el Derecho al Aborto Legal, Seguro y Gratuito que logró media sanción en diputados y que fue defendido por millones en las calles, los trabajos, las casas y las camas.
“Sin maternidad no hay futuro”, dijo el senador Esteban Bullrich para justificar su voto negativo. Muchas veces se escuchó hablar de “vida” y “maternidad” en estos cinco meses de debate parlamentario, palabras siempre conjugadas con mujer y naturaleza pero esquivas veces atadas a palabras como deseo, dignidad, elección.
A María su elección la empujó a una vulnerabilidad mayor, no la puso en el trono de la madre amada y admirada que los sectores antiderechos enarbolaron como bandera.
Celebraron una victoria finalmente conquistada (“¡Vamos todavía!”) sobre los cuerpos muertos de las mujeres que murieron, mueren y seguirán muriendo por abortos clandestinos. A Paula su progenitor la abortó cuando supo de su gestación y luego la volvió a abortar cuando supo de ella y la despreció. No hay ley que lo haya obligado a hacerlo. Tampoco hay una que lo obligue a garantizarle una calidad de vida digna.
Muchos senadores y senadoras abarrotaron sus bocas de artículos y conceptos pomposos extraídos de convenciones internacionales, pactos históricos y acuerdos globales sobre la protección de la “vida” pero ninguno dijo cómo iban a proteger la vida de los niños y niñas ya nacidos, los que no fueron abortados, los que fueron salvados de la imposibilidad de ser Mozart o Vivaldi. Ninguno habló de Paula.