El día que lo mataron, Julio César Roncal Cocachi, el Coco, había roto con la rutina. La mayoría de los días solía acostarse temprano, pero esa tarde, la tarde del 31 de julio de 2011, sus sobrinos estaban jugando y él se quedó en la puerta de la casa. Había vuelto temprano. Trabajaba como técnico en refrigeración. Era peruano. Tenía 19 años. Vivía en Villa 31.
Los sobrinos los vieron llegar: eran siete tipos enfierrados. Tres de un lado, cuatro de otro. Disparaban al aire. Ellos corrieron. Julio César tenía los auriculares puestos, la música a todo volumen. Había cruzado la calle. Iba al kiosco a comprar chicles. No llegó a reaccionar a tiempo. Lo buscaban a él. Quedó tirado, agonizando en un pasillo del fondo.
Los familiares llamaron a la ambulancia. Llamaron a la policía. Esperaron.
Esa noche en la entrada de la villa, frente a la Terminal, había un corte de calles. Tres o cuatro patrulleros. Cocachi agonizaba a ocho cuadras. Eran las diez de la noche. Los policías no fueron. La ambulancia llegó a las cinco de la mañana.
Una semana después, nadie que viviera afuera de esos terrenos encajonados entre el Puerto de Buenos Aires, la Terminal de ómnibus y las vías del ferrocarril, sabía del asesinato. Los diarios no publicaron una línea, en las radios se habló de otra cosa.
Los vecinos reconocieron a uno de los siete atacantes. Dijeron que era el Loco César. Un peruano llegado a la Argentina alrededor de 2005, había pasado por la villa 1-11-14, del Bajo Flores, tal vez la 20 de Lugano, y ahora tenía su centro de operaciones “al fondo”, en el Barrio Chino de la villa 31 bis, al otro lado de la Autopista Illia. La investigación llevó a otro hombre, un compadre de César que está prófugo. La policía dice que escapó del país. Pero hay quienes creen que sigue pisando la villa.
Para los diarios, César, el Loco, se llama César Humberto García Primo. Para algunos de los entrevistados: César Morán de la Cruz. Para muchos, se había rodeado de un pequeño ejército de paisanos leales que, después de una guerra entre narcos más cruenta, habían escapado de la llegada de Gendarmería a las villas del sur de la Capital.
En la villa, como en todos lados, dicen que dicen que dicen.
Los vecinos dicen que el Loco ya se había cargado a unos cuantos.
Dicen que nadie lo denunció. En el barrio no suele haber denuncias.
A menos que el muerto sea un familiar. A menos que lo que venga no importe.
Cuando muere un hijo, nada importa.
***
Las villas de la ciudad de Buenos Aires tienen elementos comunes al resto de los barrios pobres del continente: el dominio político a través de un sistema de punteros y delegados, referentes que a su vez proyectan hacia sus manzanas, pasillos, sectores, el tan preciado dominio territorial. El narcotráfico y el resto de los negocios ilegales suelen romper esa lógica clientelar: pueden convivir con estos dirigentes barriales porque emplean rutas y clientes distintos. Un mal cálculo puede quebrar ese frágil equilibrio.
— Hace cuatro años degollaron a un delegado en la manzana 100 —dice un referente histórico que atiende un comedor comunitario—. Trató de defender una placita que querían tomar para hacer viviendas.
Otro actor es la policía. Su sombra recorre la villa entre un paternalismo vecinal, y un vínculo con el delito que no busca prevención sino regulación: suele sacar tajada para permitir que funcionen los negocios ilegales del barrio y aquellos que, como los mercados informales, sobreviven en una pseudo legalidad.
La villa de Retiro tiene una zona céntrica, más conocida, que recorren los dirigentes políticos y periodistas de televisión: la villa 31. Comienza en la calle Carlos Perette hasta la intersección con la calle 4 y serpentea la feria principal recorriendo las fachadas coloridas del barrio Güemes, justo frente ala Terminalde colectivos de Retiro.
La 31 es el botín más preciado para funcionarios y punteros: explota la economía de la feria –muy visitada los fines de semana- y el floreciente negocio de los alquileres. Allí se oyen las sierras de construcción emparejando azulejos, los golpeteos regulares de una masa, se ven los volquetes de las mezclas de cemento y los andamios cada vez más altos. En Güemes, una habitación puede alquilarse hasta 340 dólares mensuales. Ahí viven los pobladores más antiguos, que han montado una red vecinal para evitar que los transas vendan droga en sus esquinas y pasillos.
—La última vez, vieron a un viejo, en una esquina de Güemes, vendiendo en una silla de ruedas. Los propios vecinos se lo llevaron y le tiraron la silla de ruedas al basural—, cuenta uno de los referentes más conocidos en ese barrio.
En las partes más nuevas del barrio esto no pasa.
La autopista Illia marca el fin de la 31 y el comienzo de la 31 bis, que creció de golpe promediando la década del ’90. Es la mitad más populosa y postergada, propicia para que los pequeños traficantes ocupen un lugar poco vigilado por la policía, casi sin controles en la entrada y la salida, alejado de los puestos de Gendarmería dela Terminalde buses. Se divide en los barrios Ferroviario, Cristo Obrero, Playón Este y Playón Oeste, más conocido como el Barrio Chino. Es la plaza fuerte de venta de cocaína, paco y marihuana.
Todos los entrevistados ubican allí una zona liberada por la comisaría 46.
Todos cuentan que allí, hace dos años, vieron crecer su pequeño imperio los dealers peruanos que llegaron del Bajo Flores.
***
Cuando algunos testigos identificaron a El Loco César entre los asesinos de Julio César Roncal Cocachi, el padre de la víctima dijo: fue demasiado. Hizo la denuncia. Y en el juzgado criminal descubrieron otras causas en las que era sospechoso. Todos crímenes en el barrio, todos contra peruanos. Según cuenta un familiar de Julio César, los policías le dijeron al padre que las investigaciones no avanzaban porque nadie se animaba a denunciar.
El pariente de Cocachi, que pide estricta reserva, está sentado en una mesa, en una estación de servicio perdida en la provincia de Buenos Aires. Cuando piensa en la última escena de la vida de Julio César, su voz parece tiritar.
—Yo estaba acostado. Escuché una explosión..
Luego de cada frase, un silencio.
— Cuando fui a verlo, estaba en el piso. Tenía el cráneo destrozado.
El Loco César no era un traficante como los que se ven en las películas. Llegado hace unos dos años al barrio, no andaba con custodia. Pero su cara y su nombre, en letras góticas, están pintadas en un paredón del Barrio Chino. Entre las calles 7 y 8.
— Él no era el capo, pero tiraba por la espalda. Por eso, si vos tenías problemas con él, te tenías que plantar —cuenta uno de los delegados más conocidos del barrio Güemes. Se pone serio: —Yo tuve un encontronazo, le dije que no se metiera con mi hijo que yo no me iba a meter en sus negocios. A partir de ese momento, nos saludamos y nada más.
Aunque las peleas entre narcos ya no son frecuentes, los peruanos de César siempre estuvieron enfrentados con los paraguayos. Un ex delegado del Barrio Ferroviario asegura que los peruanos mataron a un paraguayo —“le deben uno”, repite—, y dice que de vez en cuando se genera un tiroteo.
Hay una leyenda que circula por la villa. Un transa desconocido que hace cuatro meses, en el barrio San Martín, enfrentó a César. Nadie sabe el verdadero nombre. Nadie sabe de dónde vino. Le dicen Junior. Es argentino. Los vecinos hablan de él como un ser sobrenatural.
—Junior se le paró él sólo a César, que estaba con toda su banda, y se pararon de esquina a esquina—, cuenta el delegado del barrio Güemes. Levanta el brazo sosteniendo un arma imaginaria, simulando un duelo en el lejano oeste.
— Pum, pum, pum. Se tiraron, uno y otro. A Junior le pegaron un tiro en la pierna: el duelo terminó ahí.
Además del de Julio César Roncal Cocachi, la Justicia le imputa a El Loco César otros cuatro asesinatos. Kenny Marks Mejía León, el 17 de noviembre de 2008. Los de Jean Paul Espinoza Limean y Jhony Goycochea Villalobos, el 4 de enero de 2011. El 27 de abril habría sumado el cuarto: Kevin Antonio Beltrán Goycochea —sobrino de Jhony Goycochea y amigo de Roncal Cocachi— y el intento de homicidio de Cristian, un paraguayo que lo acompañaba.
Dos jóvenes vieron este último crimen. Dicen que Kevin y Cristian paseaban en moto alrededor de una canchita de fútbol. Se detuvieron en un pasillo del barrio y se encontraron con dos pibes. Discutieron. Dicen quienes lo vieron, que César sacó un arma y le disparó a Cristian en el abdomen. La moto cayó y Kevin, de 17 años, intentó levantar el vehículo desde el asiento de atrás. Los testigos dicen que no pudo defenderse. Que vio como el otro se acercaba para matarlo, que recibió un tiro en la cabeza. Que el asesino disparó al aire, extasiado.
Cuando se recuperó del ataque, Cristian volvió a Paraguay.
—Todos esos chicos que fueron matando estaban en una lista en Facebook, donde les advertían que estaban condenados a muerte —dice el familiar de Julio. En el muro decía: “Coco, estás en la lista”. El resto se fue del barrio.
En la villa, la violencia no empieza ni termina con el Loco César. Los muertos suelen no tener lápida ni nombre. Una reconstrucción precaria del último tiempo, preguntando en el barrio, arroja: un chico de 18 años degollado el 6 ó 7 de febrero, un hombre asesinado de un tiro en la cabeza en un pasillo camino a la estación de Retiro; un chico de 22 años, 3 tiros, manzana 101, un domingo de marzo a las 2, en una pelea de bandas; un muchacho, 16 años, tiroteo, fines de marzo en la plaza de María; otros dos, cerca de la manzana 104, al fondo.
El delegado del barrio Güemes vuelve a sonreír. Le atribuye a César más delitos que la Justicia.
—Como mínimo, doce asesinatos.
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— La 1-11-14 (Bajo Flores) siempre fue la falopa, la 21-24 (Zabaleta) siempre fueron las armas, la 31 bis siempre había sido la prostitución y la transa — dice una activista de una organización social, en un bar del subsuelo de la estación de trenes, a metros de la entrada a la villa—. Pero desde hace dos años eso empezó a cambiar.
Más de quince personas (delegados, ex delegados, militantes sociales, jóvenes del barrio, vecinos) coinciden: a partir de la llegada de los narcos peruanos, el delito en Retiro está cambiando.
— La venta de cocaína aumentó mucho. Sobre todo en la 31 bis, al fondo, en el Barrio Chino —dice el hombre, que durante veinte años fue delegado en el barrio YPF.
Algunos peruanos llegaron a Retiro hace unos años desde el Bajo Flores. Se habían establecido frente a la cancha de San Lorenzo de Almagro, en la villa 1-11-14, una de las más grandes de la ciudad promediando la década del ’90. Migraban desde Lima y otras localidades y buscando los favores del dólar barato. Muchos vinieron a trabajar. Otros replicaron la organización mafiosa que traían de los barrios altos limeños. Armaron una estructura piramidal de capos, lugartenientes y soldados. Una banda de narcotráfico sin capacidad de producción, pero con niveles de organización nunca vistos entre los transas locales. La lealtad en la que se basaba esa estructura se rompió varias veces: la ambición por alcanzar la cúspide la quebró como una hoja seca.
En dos emboscadas, en 1996 y 1999, cayeron los jefes Julio Valderrama y Julio Chamorro. Marcos Estrada y Rutilio “Ruti” Alonso asumieron el poder. Luego de una temporada en la cárcel, salieron peleados a muerte.
Marcos conservó el territorio y el negocio. Ruti se sintió humillado y tramó una venganza para recuperarlos. Contrató sicarios que durante la procesión religiosa del Señor de los Milagros (un santo limeño) dispararon contra la multitud. Hubo cinco muertos, ocho malheridos. Al tiempo, los dos volvieron a la cárcel. Ruti fue a parar a una celda en Ezeiza. Marcos cayó en Paraguay.
— Algunos de los secuaces de Ruti se mudaron ala Villa31—, asegura el ex delegado del Barrio Ferroviario que tiene amigos en común con él. Y dice que con la llegada de sus cómplices, la postal de la ilegalidad cambió, se hizo más desvergonzada.
—Nunca había visto los pibes con la 45 en la falda—, cuenta una activista barrial y dice que, sin embargo, para los vecinos lo más grave es la variación en los patrones de consumo.
—Hay un montón de pibitos tirados en la esquina fumando paco—, apunta un ex delegado de la 31 bis.
Esto, coincide el ex delegado del Barrio Ferroviario, puede desatar la violencia en cualquier momento, y hasta muertes.
-Enfrentamientos entre bandas ya casi no hay. Las cosas en el barrio cambiaron. Ahora los pibes, si están dados vuelta, pueden robarle a un vecino. No reconocen a nadie.
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El 2 de marzo, el Loco César fue detenido. Lo capturó la Brigada de Homicidios de la Policía Federal a dos cuadras de su último escondite, una casa alquilada en la localidad bonaerense de La Reja.
Durante siete meses, la policía lo buscaba y César lograba escurrirse cada vez que lo tenían cerca: usaba cinco nombres, más de 10 celulares y cambiaba de casa todo el tiempo. Lo atraparon en el Hospital Fernández. Una de sus amantes había tenido un hijo.
En el certificado de nacimiento escribió su dirección real.
En la emoción por ser padre, el Loco César bajó la guardia.
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— Buenos Aires es un objetivo narco para triangular marihuana procedente de Paraguay hacia Chile, donde se paga el mismo precio que en Europa — dice una fuente que pide estricta reserva y cuenta que, a través del Plan Vigía, en Retiro el Ministerio de Seguridad puso garitas con gendarmes y desde principios de año se usan scaners y control de encomiendas, con la presencia de Policía Aeroportuaria en las plataformas de embarque.
Además, cuenta la fuente, se establecieron mesas de diálogo con vecinos para detectar las zonas más calientes, otro destacamento policial dentro del barrio, y se le quitó jurisdicción a la brigada San Martín de Policía Ferroviaria en la 31 bis, que se le otorgó a la comisaría 46.
Los vecinos coinciden: se ve mucha más policía. Pero a los diez minutos de que pase el patrullero todos vuelven a vender.
—La policía es parte del problema —dice un delegado del barrio ferroviario—. Le cobra al panchero, al que vende ropa, al que vende droga. De eso no hay dudas. Y aunque roten los milicos, el comisario queda.
El grueso de la droga, dice uno de los pocos que se animan a hablar de eso, entra por dos puntos.
— Por la calle 14 del barrio San Martín, en autos, o por atrás, por el Barrio Chino.
— Dos jóvenes agregan: cuando viene la policía, la esconden en la montaña de tierra y arena cerca del playón, por la manzana 99.
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— Si viví más de 35 años acá en la villa y nunca tuve ningún problema, es porque si bien veo todo, escucho mucho, no hablo —dice una delegada de manzana, cuando se le pregunta por el Loco César.
Se queda en silencio.
Después dirá que estaba pensando en la primera vez que vio la barriada. Llegó con su mamá y sus hermanos de una provincia del norte. Dirá que estaba pensando en los tiempos en los que cuando había que hacer algo todos los vecinos ayudaban. Épocas en las que la droga no era tan dura. No había tanto individualismo. Dirá que piensa en sus hijos. En su futuro en el barrio.
— Me gustaría irme. Sé que no es un lugar bueno para vivir. Pero me cuesta. Mi historia está acá,en la villa.
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Por la tormenta del día anterior, en muchas calles se refleja el cielo. Hay que caminar pisando piedras para sortear los charcos, el barrial. En la mayor parte del lugar todavía no hay cloacas ni agua potable.
La 31, donde viven cerca de 40.000 personas, ha sido un bastión esquivo para el alcalde porteño, Mauricio Macri. A diferencia de casi todas las villas dela Ciudad—manejadas por presidentes y juntas vecinales—, la 31 se organiza en delegados: uno cada 150 vecinos. A veces, hasta tres por manzana: 18 por barrio o sector. Cada sector tiene, a su vez, un consejero. El tablero político es complejo. En las últimas elecciones, Macri ganó en la comuna 1 —una zona cara de la ciudad, que contiene a la villa—, pero perdió en el barrio. Su política territorial en el barrio se centró entonces en la intervención del Ministerio de Ambiente y Espacio Público.— Las obras van muy lentas —dice un ex delegado que atiende un comedor comunitario, mientras camina por entre montañas de tierra, en el barrio YPF.
— Este es territorio de Diego Santilli-, suelen decir los vecinos refiriéndose al jefe de ese ministerio. Él es quien maneja el presupuesto dela Ciudaddestinado al mejoramiento dela Villa31 y 31 bis. En 2011 fue de 30 millones de pesos.
La mayoría de ese dinero entra al barrio a través de cooperativas de trabajo dirigidas por punteros ligados al macrismo. Hay unas cinco cooperativas habilitadas -hay quienes dicen más, otro menos-, que se encargan de todos los proyectos de mejoras de la villa. Aída es delegada de manzana, tiene una cooperativa hace dos años, pero no tiene trabajo.
— Se asignan sólo a algunas cooperativas –se queja-. En mi barrio hay trabajos prioritarios, y nunca me dieron ninguna.
Así, algunos delegados comentan que en los últimos tiempos perdieron mucho poder político en manos de las cooperativas que manejan los recursos.
— Perdimos credibilidad- dice una de ellas-. Cada vez nos dan menos bola.
Hay otras cooperativas que responden a movimientos opositores al macrismo, que reciben el financiamiento con la condición de trabajar en la ciudad, fuera de la villa. De esa forma, Santilli se asegura que no le disputen el control territorial del barrio.
—Si vos querías trabajar con tu cooperativa le tenías que pagar una coima de treinta lucas a Rodrigo —asegura una militante que hace trabajo territorial hace más de tres años.
Rodrigo es Rodrigo Farías, quien hasta no hace mucho era el enlace del gobierno municipal con el barrio. Farías y Martín Bochkezamian -quien hacía la campaña electoral del macrismo en la comuna 1- pertenecían al Ministerio de Espacio Público, los hombres de Santilli en el lugar. Ellos dos, menciona un ex legislador porteño que se especializó en viviendas y tierras, eran los recaudadores. Un militante de una organización social opositora, que trabaja en una cooperativa y vive en la villa, también los señala. Habían logrado que la feria, que funcionaba con un permiso vencido en octubre de 2010, siguiera funcionando. Ya no están más. La versión oficial es que se fue a conducir una de las comunas. En la villa circula otra: lo sacaron de ahí porque no hay más plata para las reformas.
—Jala Jala y Chacho Mendoza, dos punteros macristas, instigaron a tomar los terrenos de la feria para presionar a Santilli, que siguiera bajando la guita de las obras— cuenta una militante del barrio. Jala Jala administra los puestos de la feria, una de las atracciones del barrio de jueves a domingo. “Cobra 70 pesos por puesto”, dice un entrevistado. “Diez o quince” difiere otro.
La tomas se replicaron durante toda la segunda semana de marzo. Una versión repetida dice que fue el propio Jala Jala porque la plaza que mandó a construir el municipio fue asignada a otra cooperativa. El viernes 16, en una reunión en el Supermercado Coto, Santilli dio la orden para que la Policía Metropolitana desalojara el lugar. Los vecinos cuentan que los efectivos detuvieron a menores que estaban en una cancha jugando al fútbol. Dicen, además, que le pegaron a una mujer embarazada. La chica habría perdido el bebé.
Durante días, los diarios no publicaron ni una sola línea. Mundo Villa, un portal periodístico de los barrios, publicó los testimonios filmados donde se denunciaba como la Policía Metropolitana reprimió con balas de goma y sin orden judicial. A Jala Jala y a Chacho Mendoza no se los vio durante la avanzada policial.
***
Hace dos años, el 15 de diciembre de 2010, se produjo la toma en los terrenos de los viejos galpones del ferrocarril San Martín, que terminó de reconfigurar la fisonomía de la villa. Las 3.000 personas que lo ocupan piden que se los reconozca como barrio, para poder recibir los servicios básicos.
—Eran personas que estaban alquilando en distintas partes del barrio y se vinieron para acá—, cuenta Carlos, uno de los delegados.
Lo que Carlos prefiere no contar, es que aquella toma -que muchos habitantes de otros barrios de la villa aprovecharon porque pagaban alquileres muy costosos- desató otras formas de codicia en el barrio. Algunos transas del fondo, dicen, se mudaron por su cercanía a la Terminal de ómnibus y la salida rápida y estratégica. Otros, vieron en ese caos una oportunidad para la especulación inmobiliaria. Tomaban parcelas para después vender. Se dieron desalojos forzosos. Por las noches, volvían armados y desalojaban a compradores u ocupantes.
La policía asegura que el Loco César operaba de esa forma. Algunos entrevistados también.
—Se vendían terrenos a 5.000 o 10.000 pesos, pero después, por las noches, aparecían encapuchados con armas a sacar a los más indefensos— dice el ex delegado del Barrio Ferroviario.
Hubo resistencia, y muertos.
Al menos dos, enumera uno de los delegados del barrio Gûemes.
Nadie recuerda los nombres.
Nadie quiere recordarlos.
***
La mujer vino de Perú, cuando descubrió que su esposo la engañaba. Tiene una hija. Va a tener un nieto. El padre de su nieto, dice, es el Loco César.
— Venía y se iba, de vez en cuando, estaba de novio con muchas. Era un picaflor, quizás por eso tenga problemas. Que haya matado, no sé. No me consta.
La mujer dice que todo lo que se dice de César, quizás, sea mentira. Que en la villa los vecinos quieren. Que los policías no lo quieren. Y que lo odian porque se le plantó a Lucas, un agente de la División Ferrocarril San Martín de la Policía Federal que, según dicen en el barrio, a pesar del cambio de jurisdicción, sigue entrando a cobrar coimas de los negocios ilegales en un auto gris con vidrios polarizados, o en una camionetita del mismo color.
— La última vez que lo vi fue hace quince días. Entra y sale. Viene con otros dos de civil, también dela San Martín.Va hasta el fondo y vuelve.
Cobra por todo. Al que vende drogas, al que no vende, al que tiene chucherías, teléfonos, no importa. Lucas se la juró como enemigo al Loco César y le armó mala fama en el barrio. Eso dice. Después dice que lo mejor es que su nombre no aparezca.
— Acá es bien difícil. Acá todos matan —dice casi sin respirar—. Hay demasiados problemas. Hay muchas cosas que solo Dios lo sabe. Cuando tenés enemigos, políticos y de todo tipo, siempre te van a cagar, siempre te van a señalar.
Se queda pensando.
— En el barrio las paredes hablan —dice en voz muy baja.
— La gente, no. En la villa, el que habla hoy mañana está muerto.
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