Por Jorge Fernández Díaz – La Nación.-

Alcira tenía quince años y un hijo de meses llamado Damián cuando a su marido le vaciaron un cargador entero y lo dejaron muerto y torcido en una piecita de Constitución. Hasta ese momento, la mujer pensaba que su marido importaba electrodomésticos de Bolivia. Ella era argentina y vivía en los zócalos de Buenos Aires y también en la ignorancia de una verdad mucho más oscura: su marido formaba parte de una red de narcotraficantes y aquél había sido un clásico ajuste de cuentas.

A partir de esa dolorosa toma de conciencia, cargó con el niño y comenzó a huir. Sobrevivió poco tiempo en un taller textil, donde trabajaba 18 horas seguidas por un sueldo indigno, y se negó a prostituirse, como algunas parientas le sugerían: un tío la había violado de chica en Villa Lugano y le había dejado una herida indeleble en el alma. Un amigo le prestó treinta gramos de cocaína proveniente de Cochabamba y la inició en el asunto. No fue difícil entrar en el negocio. Fue ascendiendo y juntando dinero, y se enamoró de un peruano que resultó un delincuente de armas tomar. Los ladrones y los narcos se odian, injurian y combaten. “Yo soy chorro -le decía él-. No puedo asociarme con una transa asquerosa.”

A ella le parecía que él practicaba un oficio violentísimo y sin códigos. El asaltante es un cruel guerrero que hace culto del coraje; el narco se ve a sí mismo como un simple comerciante que recurre al gatillo únicamente cuando no le queda más alternativa. “Si me querés -le dijo ella-, quereme transa.” Precisamente así se titula un libro inusual, asombroso y perturbador, toda una experiencia de vida que firma Cristian Alarcón, periodista chileno afincado en nuestro país, alumno de Ryszard Kapuscinski, amigo de Jon Lee Anderson, maestro de la Fundación Nuevo Periodismo de Gabriel García Márquez y autor además de otra novela verídica y legendaria que publicó hace siete años.

Alarcón es director académico del proyecto “Narcotráfico, ciudad y violencia en América Latina” para la FNPI y Open Society Institute (fundación de George Soros), y estuvo seis años investigando las cadenas de narcos en la Argentina, revisando 54 causas penales, trazando un mapa de los flujos y la dinámica de los clanes y las masacres, viajando a Lima para encontrar las marcas culturales de la movida peruana y, lo más difícil, logrando la confianza de los traficantes. Su intención no era delatarlos ni estigmatizarlos, sino simplemente entender las lógicas ocultas de ese micromundo que funciona silenciosamente en la Capital y en el conurbano bonaerense.

Cristian conoció a Alcira en el bar La Perla de Once, y tuvo con ella larguísimas conversaciones en inquilinatos donde vivía y trabajaba. “Cuando la conocí me juró que me hablaba del pasado -escribe Alarcón-. Que daba testimonio de su vida como transa, pero que ya no lo era. A los meses la encontré viviendo en piezas nuevas, al fondo del terreno. El excedente de su negocio de drogas le había dado otra vez la oportunidad de capitalizar la ganancia.”

Esa mujer luctuosa y desesperada, que Alarcón convierte en uno de los grandes personajes de la novela moderna argentina, se someterá durante meses y meses a una voluntaria, susurrante y dolorosa ceremonia de confesión con un periodista que jamás la tratará con complacencias ni prevenciones. “Nunca tuve miedo físico -me dice Alarcón ahora que todo terminó y el libro ya está publicado-. Sólo tuve miedo a no comprender. A que el prejuicio me cegara.”

La historia de Alcira sólo es uno de los tres o cuatro relatos que se entrelazan misteriosamente en esta crónica escalofriante. Quedan, al final de leerla, algunas cosas claras: en el país no hay zares millonarios de la droga al estilo México o Colombia, sino pymes ilegales y mutantes manejadas mayormente por emigrantes peruanos y bolivianos, aunque en la provincia operan también algunos clanes argentinos. Un transa se convierte en narco cuando se transforma en mayorista, es decir, cuando comienza a manejar más de 5 kilogramos de cocaína. A pesar de ello, jamás son ostentosos y por lo general se mantienen en el más cerrado anonimato viviendo en la villa o en el conventillo, o a lo sumo en casas medianas de barrios discretos. Alcira descubrió, después de padecer todo tipo de desventuras y sufrimientos, que debía morigerar la ambición para no convertirse en un blanco móvil. La droga, por lo general, no es un fin en sí mismo sino el combustible para montar otra clase de negocios más o menos informales dentro de los rubros textiles, gastronómicos o de transportes: vender ropa en un puesto, hacer y comercializar empanadas, comprar taxis y remises.

Aunque el periplo de Alcira resulta impactante, el corazón me dio un vuelco sólo cuando, al promediar las trescientas páginas que leía, ella le pidió al cronista que fuera el padrino de su nueva boda y luego que apadrinara a su nuevo hijo, Juancito. Del primer acontecimiento social, Cristian logró escapar con artilugios, pero en el segundo fue derrotado: “Quiero que si yo no estoy mi hijo sepa que existe otro tipo de vida que la que yo le puedo dar”, argumentó Alcira. Alarcón no pudo resistir. La descripción de ese bautizo en la clandestinidad, con la ayuda de un sacerdote villero que había sido compañero de Carlos Mugica, es un momento inquietante e incómodo dentro de una sucesión de hechos políticamente incorrectos que el autor no vacila en contar. Alarcón no cae nunca en la tentación de juzgar, ni de configurar juegos de buenos y malos. No trata de demonizar, como exigen las buenas conciencias, ni de santificar héroes impuros que no existen. Ni siquiera posee esa frívola visión condescendiente y progre acerca de la marginalidad que tienen algunos cineastas independientes argentinos desde sus cómodas productoras de Las Cañitas. La posición de Cristian Alarcón, alguien que realmente vio cómo envilece la miseria y a la vez cómo nacen diamantes en el barro, permite precisamente entender el fenómeno narco en su más íntima complejidad y deducir, por ello, que su erradicación será igualmente compleja en América latina y en cualquier otra sociedad de profundas desigualdades.

Alcira fue elegida como una de las protagonistas porque su vida tiene ribetes de tragedia griega. Traicionada por su hermano, había sido detenida por la policía y metida en prisión, donde había peleado a puño limpio por una cama. Al salir en libertad, más pobre que nunca, quiso regenerar a su esposo, que además cometía el peor de los pecados de un transa: consumir la mercadería que vendían. En un extraño y espeluznante acto de amor, ese ladrón profesional le regaló la muerte de aquel tío que la había violado cuando era niña. Después de múltiples avatares y más cárceles y muertes, resolvieron abandonar la ilegalidad y poner un negocio de comidas. Una vida nueva, el amor en estado puro. “Fueron días hermosos -dice ella-. Nunca más volví a sentirme así de libre.”

En la noche de un cumpleaños, cuando ya se habían ido los invitados y estaban a punto de dormirse, unos amigos vinieron a buscar al marido, que salió a la calle distraído y desarmado. Lo asesinaron a balazos en la misma vereda. Alcira lloró a los gritos y más tarde fue con su hijo Damián a la morgue a recuperar el cuerpo. Damián había visto morir, de muy chico, a su padre y ahora estaba presenciando el cadáver cosido de su idolatrado padrastro. Tenía doce años y odiaba aquel vil negocio de su madre: le comunicó que jamás sería narco y que se vengaría de ella. Alcira escapó de la villa y se alquiló un departamento en Barrio Norte, donde vendía “papelitos” a bailanteros y futbolistas. Una noche la mujer estaba en la ruta 3 buscando un paquete de mercadería cuando la rodearon dos autos y una moto. La llevaron a un descampado y le hicieron un simulacro de fusilamiento. Eran competidores. Otro día tres tipos con pasamontañas y armas de fuego se le metieron en la casa y le pidieron “la merca”. “¡Te vamos a matar a los pendejos si no entregás todo!”, le gritaban. Les dio toda la recaudación y casi tres kilos que escondía en un doble fondo de una valija. Unas semanas más tarde alguien le comentó a un vecino la verdad: “Fue su hijo el que la mandó a mejicanear”. Alcira casi cayó de rodillas: “Ay, Dios, mamacita, Diosito mío no me hagas esto, te lo pido por favor, no me hagas odiar a mi propio hijo”.

Almuerzo con Alarcón en el viejo Palermo y recuerdo esas shakespeareanas escenas de su libro. Son apenas instantes sueltos de una investigación mucho más grande y laberíntica. Cambió los nombres y lugares y las coordenadas de tiempo, y protegió las identidades de los testigos de los crímenes. Pero hay tanta verdad en Si me querés, quereme transa que nada de todo eso importa. Cristian ha visto con esos ojos el drama más abyecto. pero curiosamente mantiene la mirada limpia y alegre. Cualquier persona vista de cerca es un monstruo y cualquier monstruo visto de cerca es una persona. Cualquier vida es una novela, y entre el cronista y su testigo suele establecerse un vínculo estrecho, una empatía inexplicable.

Le pregunto, ahora que está tan lejos de las catacumbas transas, si le leyó a Alcira sus propias andanzas antes de publicar esta crónica. Me cuenta que la invitó a su cumpleaños y que vino a su departamento de San Telmo, lleno de amigos artistas, periodistas y poetas, que lo agasajaban con libros y discos. Alcira, en cambio, entró empujando una caja enorme: un televisor. Los que menos tienen son los que más quieren y dan. Hace unos meses ella regresó a esa casa para oír el larguísimo relato de su propia vida, la pecadora que tuvo mucho y que se quedó con casi nada. Y Cristian se lo fue leyendo despacio, durante horas, mientras ella lloraba sin respiro. A las seis de la mañana se quedaron mudos. Alarcón le preguntó entonces qué le parecía este retrato hablado. “Esa que está ahí es más yo… que yo misma”, le respondió Alcira. Y desapareció como una mariposa negra en el frío de la madrugada.