aborto840Por Antonella Romano.-

Ella escucha el sonido de la moto y sale a abrir con el pelo húmedo. Son las seis de la mañana. La costumbre se repite una o dos veces por semana. Se sacan la ropa, ella le practica sexo oral primero, sigue él a ella y después ella termina la serie. Tirados en la cama de una plaza y media, ella le pasa un preservativo, él arranca el plastiquito y se lo pone. Empuja su pelvis contra la de ella y nada. Vuelve a empujar pero solo se aplastan. Es el forro dice él, se lo saca y pasan la media hora que les queda para irse a trabajar en un seguidilla de pedidos sordos.

– Dale, ponete el forro.

– Un poquito sin forro no pasa nada. Te juro que acabo afuera.

– No quiero, dale. Ponete de nuevo.

– Dale, por favor, no me vas a dejar así.

Otra mañana vuelven a tener la misma conversación. Juli duda y él no.

*

Es sábado al mediodía. Juli manda un mensaje al grupo de whatsapp: se hizo una prueba de embarazo y le dio positivo. Al rato agrega una foto del palito con las dos rayitas y un audio.

No puede ser, me acabó afuera. Se los juro. ¿Qué hago? Fue un segundo. No lo puedo creer. ¿A dónde voy?

Son las siete de la tarde y me pide que la acompañe a hacerse un análisis de sangre. El lugar más cercano es privado y no atienden por su obra social. Cuenta la plata pero no le alcanza. Salimos y caminamos hasta el Hospital de Vicente López.

Juli sale del consultorio. Atrás suyo una chica de ambo celeste la supera en velocidad y se acerca a donde estoy sentada.

– Le dije que análisis de sangre no hacemos sin turno. Igual, te repito lo que le dije a ella: cuando una prueba da positivo, da positivo.

– Podría fallar – digo.

– La verdad es que no. ¿No es bien recibida la noticia?

– No.

– Olvidate, quédate tranquila. Ahora parece algo terrible pero después es re lindo. Te lo juro.

*

Nos subimos al bondi en Retiro. Juli está callada. En una carterita con estampado norteño lleva diez mil pesos, las llaves, el celular y un monederito. El día anterior habló con el médico que la va a atender. Se lo recomendó la amiga de una amiga y por teléfono le cayó bien. Dice que el tipo no le explicó mucho. Que en principio todo es una consulta.

Al rato habla un poco del pibe de la moto. Que no, no le pidió guita. Que él le dijo que de última estaba todo bien, que lo tenían. Que la noche anterior lo estuvo esperando hasta las tres de la mañana. Que le había pedido dormir con ella pero nunca apareció.

Llegamos a Avellaneda. Estamos en la puerta de un edificio construido entre los ochentas y noventas. A Juli no le dieron el número de departamento. Esperamos hasta que aparece el portero. Nos dice el piso y subimos.

En el pasillo nos espera el médico. Nos da un beso en el cachete y pide que entremos. El departamento es de tres ambientes: el living amplio amueblado con poco, los dos cuartos con las puertas cerradas. El médico habla.

– Es todo una boludez. Despreocupate ¿Ya sabemos de cuánto estás?

– No.

– Primero tenemos que ver eso. El resto es un trámite. Las pibas caen sin parar. Ahora hay una que acaba de entrar. Vos mirala. Vas a ver. Sale en cinco minutos.

– ¿Y cómo es el procedimiento? – pregunto.

– Es una gilada. Te meten un tubito muy muy finito y se saca todo por succión. Primero tenemos que ver que estés de menos de seis semanas. ¿No sabes? ¿No te acordas? ¿Qué pasó? ¿Se te pinchó el forro?

– Eh, no. No sé de cuánto estoy. Fui hace dos días al hospital pero tardaban mucho.

– ¿Y no das más, no? Te lo queres hacer desaparecer.

– ¿Le ponen anestesia total? –interrumpo.

– Un poquito nomás. Son diez minutos, después salís tranca. Media hora medio volada nomás.

– ¿Y si es alérgica?

-¿Sos alérgica?

– No, no sé.

– Despreocupate. Va a salir todo bien. ¿El pibe qué onda? ¿Un forrito o un copado? ¿Te lo garpa aunque sea?

El médico se va a la cocina antes de recibir la respuesta.

– ¿Estás bien? – Me dice Juli.

– ¿Yo?

Juli mira para abajo. La boca le sonríe pero la totalidad y el resultado del gesto es otro. Como una vergüenza subdividida. Por atras del médico aparece una chica en bata blanca, doblada hacia adelante. Camina muy despacio agarrada de una mujer corpulenta, de brazos anchos, panza abundante y un par de piernas que parecen ser muy débiles para llevar todo eso encima.

La chica avanza, se cuelga de la enfermera y se estira la manga del buzo azul xxl que tiene impreso a Mickey en el centro. Entran al cuarto de la izquierda, el de recuperación, y cierran la puerta.

A paso lento y distraído sale otro hombre del cuarto abortivo. Su forma de caminar me hace acordar a mi abuelo. El médico le pide a Juli que pase al cuarto para hacerse la ecografía. Nos paramos al unísono pero no hay modo. La quieren sola. Juli deja la carterita sobre mis piernas y desaparece detrás del biombo oriental. Adentro no tardan más de dos minutos. Juli sale rápido, decidida.

– Estoy de cinco semanas. Dame la plata.

Saca la cartera de mis piernas para ponerla en mis manos.

– Dale la plata.

– No, pará.

*

El médico observa nuestro intercambio y se acerca cuando tiene la certeza de haber cerrado el negocio. Hasta el momento actuaba como un vendedor ofendido por la posibilidad de que decidamos quedarnos sin su servicio. Ahora se transforma en un ente práctico y ganador. Agarra el fajo y se pasa el dedo gordo por la humedad del labio de abajo y después hace lo mismo con el índice. Cuenta cien billetes de cien pesos haciendo montoncitos de a diez. Los va cruzando mientras los apoya en la mesa. Termina y saca de su bolsillo derecho un recetario. Escribe la primera hoja y me la da.

– ¿Cómo va a ser la primera menstruación después de esto?

– Debería ser todo normal. Quizás se retrase uno o dos meses, o por ahí tenga pérdidas cada dos semanas. O una semana. En cinco minutos sale como si nada. Comprale esto – dice y me da la receta.

–  ¿Le va a doler? La chica que salió recién parecía dolorida.

– Un poquito nomás. Las pibas se van en bondi de acá.

– ¿Y vos le haces un chequeo después? No sé, en un par de semanas para ver cómo está.

– No es necesario. Puede ir a cualquier lugar.

– Pero la atendiste vos. Quizás sea más fácil.

El médico, una vez más, abandona la conversación sin previo aviso, da media vuelta y sale del departamento. Suena el teléfono y de la cocina sale una segunda señora. Todo parece previamente ensayado. Cuando el resto de los actores ya hicieron su parte y descansan detrás de bambalinas, aparece ella para interpretar -por ahora- a la telefonista. Este es su acto.

– ¿Hola? ¿Para cuando? ¿Es la primera vez que venís? Atendemos de once a catorce. Mañana tengo un hueco. ¿Nombre? ¿Sabes de cuánto estás? Quince minutos. No, solo mujeres. Cuando terminas le mandás un mensaje y listo. No, varones no suben. Amiga, mamá, hermana, lo que sea, sólo mujeres.

Corta y resopla. Se suelta el pelo rubio y planchado mientras sostiene la hebilla entre los dientes. Intenta hacerse un rodete pero los mechones se le caen, da un paso para la zona de los cuartos y se acuerda de algo, va a la cocina. Vuelve a aparecer sosteniendo una bandeja de metal con instrumentos médicos. Es entonces, también, la instrumentadora quirúrgica. Encima de la bandeja, amortiguando un poco el choque de los metales, viajan un par de guantes amarillos de cocina. La señora entra al cuarto de la derecha y cierra la puerta.

Se escucha el sonido de la hornalla prendida. Al lado de la persiana semi cerrada un hueco de extractor está cubierto con un bollo de diario. Un triángulo de sol ilumina una revista de chimentos del año pasado, se empieza a sentir olor a té.

*

Ahora es Juli la que camina con el cuerpo caído hacia la izquierda. La enfermera la sostiene y acompaña al cuarto de recuperación. Los pies se le ven desde el living. Reposan en la cama de una plaza, inquietos y lentos. La telefonista instrumentadora quirúrgica camina con una taza de té y dos galletas de vainilla apoyadas sobre el platito.

– Vamos, vamos – dice dando aliento y a los pocos minutos aparece en el living la chica del primer aborto. Sus piernas se mueven despacio pero seguras, el tronco está un poco tieso y la cara mojada por las lágrimas. Se sienta en el sillón de mimbre, mira hacia abajo y espera. Juli abre la puerta del cuarto, toda boleada, con los rulos sobre la cara y los ojos derretidos.

– Me duele, quiero ir al baño.

– Alguien – digo en voz alta mientras el señor parecido a mi abuelo nos mira por encima de los anteojos.

Aparece la telefonista instrumentadora quirúrgica y me corre, pone a Juli en el baño y mientras tanto se mete en el cuarto a hacer las camas. Junta la ropa de Juli y la pone encima de una silla. El té está intacto. Lo traslada a la mesa ratona del living. El picaporte del baño se mueve con suspenso. Juli sale y encara para volver a la cama. La enfermera empieza a aplaudir.

– Vamos mamita. Vamos que tenés que despabilarte. No, no, no. Empezá a caminar. Date unas vueltas por el living. Dale piba que no nos vamos más.

Juli tarda pero se cambia. No puede moverse mucho. Se agarra la zona baja de la panza y se dobla al medio. Cuando habla no se le entiende bien. Las palabras se le patinan.

– Mirá, ella está llorando- dice Juli como si fuese un niño que ve algo por primera vez.

– ¿Te duele? – le pregunto a la chica.

– No.

– Yo no doy más- dice Juli y se acuesta sobre mis piernas.

– Es que yo ya tengo otro hijo, quizás por eso no me duele- y se larga a llorar con más fuerza. – Para mí tengo el útero agrandado, bah, toda la zona más elástica. Es que mi hijo nació con cuatro kilos doscientos.

La telefonista instrumentadora quirúrgica se acerca.

– ¿Y? ¿Te tomaste el té? No duermas. Tenes que tomar el té por favor.

– Le diste solo cinco minutos para recuperarse – digo.

Ellas no miran a los acompañantes. Prefieren limitarse al vínculo con pacientes. La chica que llora se para y dice que alguien la espera abajo. Sale sin saludar.

Vuelven a sonar los aplausos que apuran. La puerta de la cocina está entornada, golpeo y se abre apenas. Las mujeres están cerca una de otra, como quien se cuenta un secreto o habla mal de alguien. Pregunto si pueden llamarme un remis y después les digo que mi amiga quiere más galletitas. Me alcanzan un paquete familiar medio roto y responden que no, como si hubiese preguntado una tontería. Me dan indicaciones para llegar a la remisería. Es a tres cuadras. Miro a Juli y le pregunto si puede. No me dice nada pero se levanta. La agarro del brazo y salimos. Dejamos la puerta del departamento abierta. Abajo esperamos un rato hasta que aparece el portero.

Caminamos lento, hace calor. Cada dos o tres pasos frena. En la remisería hay espera. Pasado el mediodía nos subimos al auto. El remisero mira por el espejo retrovisor a mi amiga que duerme sobre la cuerina. En General Paz hay un embotellamiento.