Románticos capitalistas

El verdadero robo del siglo fue el del corralito. Mucha gente nos quiere y nos aplaude porque la estafa mayor la hizo el Estado. ¿Quién hace más daño: un político corrupto o un ladrón de bancos?–se pregunta Francisco González. Lo conocí hace cuatro años. Por entonces, cada vez que le preguntaba si había sido uno de los ladrones, sonreía y decía:

Los verdaderos chorros están tomando sol en el Caribe.

Pero después de varios encuentros en su casa de Buenos Aires y en la cárcel, González, un hombre de hablar pausado, tranquilo, de ojos azules profundos, se decidió a confesar su participación.

Como meta principal, queríamos salvarnos, pero el golpe tuvo un costado idealista y romántico. Fue atentar contra el capitalismo.

El día del robo despertó confiado. La noche anterior, había repasado en su cabeza los pasos que debía dar cada uno. Lo tranquilizaba lo que para él era una certeza: saldrían de ese banco con varios millones de dólares. En pocas horas, pensaba, sería rico. Podía conocer el mundo, comprar autos y casas. Lo atormentaba un pensamiento: si llovía, el dique por el que pensaban escapar podía desbordarse y ellos morir ahogados durante la fuga. Mientras le apuntaba con un arma a uno de los clientes del banco, pensaba en el dique y cada tanto miraba de reojo hacia fuera: el cielo seguía despejado.

A los rehenes los agarraba así –me dice mientras se abalanza sobre mí, me rodea el cuello con su brazo izquierdo y me clava su índice derecho en los riñones. Estamos en una pequeña sala de la Unidad Penal N° 9 de La Plata, una mole plana de cemento blanco situada a 59 kilómetros de Buenos Aires, donde cumple una condena de 15 años por el famoso robo. En el pabellón que ocupa, un grupo de presos escucha una canción de Yerba Brava, un grupo de cumbia villera. En uno de los patios, otros convictos evangelistas cantan, leen la Biblia y comen guiso de una olla oxidada. El está ajeno a todo eso.

A un tipo, un poquito más gordo que vos, le decía: tranquilito que no te va a pasar nada. El tipo transpiraba como un chancho. Al final me dio lástima y le acaricié la cabeza. Si los tratábamos bien, ellos podían encariñarse con nosotros por eso del Síndrome de Estocolmo–me dice. Aún mantiene el dedo en mis riñones. Luego salimos a un pequeño patio de la cárcel: es una especie de pasillo a cielo abierto de 10 metros de ancho por 30 de largo. Algunos compañeros lo saludan con respeto. La esposa de uno de ellos le pide un autógrafo. “Lo vi en la televisión. Lo felicito”, le dice. Francisco sonríe y se ruboriza. Luce una camisa blanca, jeans y zapatos. Para pasar el rato me propone un ejercicio cotidiano para los presos: caminar ida y vuelta por el pasillo (al detenido le da la sensación de que transita distancias largas), con las manos en los bolsillos y la mirada al frente, mientras charlamos. Vamos uno al lado del otro. Camina a paso ligero y al llegar a una reja da la media vuelta. Lo hace antes que yo, que intento seguirle el ritmo, algo agitado.

Juro que no me quedó nada de plata–dice mientras toma aire.

¿Ni siquiera un departamento ni un auto?–le pregunto a pocos pasos de la reja.

Nada. Una parte lo tiene la cana. La otra, se la quedó mi ex mujer –dice con resignación–. Reconozco que no estuvo bien robar. Pero juro que cuando nos enteramos de que uno de los damnificados guardaba en la caja de seguridad la plata para operar a su hijo, nos juntamos para devolverle la guita. Pero justo nos detuvieron. Volví a ser pobre, pero me queda el placer de haber estado en ese robo. Fuimos como un grupo de actores. Sentíamos eso.

¿Ensayaron cada movimiento?

Sí, hasta los más obvios. Ejecutamos un libreto. Hasta las amenazas eran actuadas. Incluso pedimos pizza para ganar tiempo. No queríamos lastimar a nadie. Era nuestro juramento. Hubo dos policías que me pidieron autógrafos –dice y acelera su andar.

El ejercicio de ir y venir por ese pasillo es agotador. Es la sensación de la bicicleta fija: uno pedalea incansablemente, pero siempre está en el mismo lugar. Por suerte, Francisco orta abruptamente la caminata. Ofrece unos mates dulces y me hace otra confesión:

El arma que usé era de juguete. Era de mi pibe. Y para confundir a los peritos y ganar tiempo, antes de irnos del banco tiramos pelo que compramos en una peluquería y dejamos una granada vacía.

Luego se emociona cuando recuerda a su hijo, que hoy tiene 16 años. Hace cuatro años que no lo ve. Mientras lo acompaño a su celda, me cuenta que cuando su hijo tenía seis años se le cayó un diente y se durmió esperando al Ratón Pérez. Esa noche, su padre robó a punta de pistola la recaudación de un colectivo. A la mañana siguiente, debajo de la almohada de su hijo, escondió una bolsa con 500 pesos en monedas. El niño despertó eufórico, a los gritos: “¡Papá, soy rico!”.

El distanciamiento de su familia generó una fuerte depresión en González. A una psicóloga de la prisión le confesó que ese vacío existencial sólo lograba llenarlo con un robo. La carencia de afecto era reemplazada por la adrenalina de un asalto.

Su exesposa, Alejandra Olivares, se convirtió en su enemiga y no le permite ver a su hijo. Ella lo delató dos días después del asalto, supuestamente despechada porque estaba convencida de que su marido la engañaba con otra. “¿Señora sabe que su esposo le regaló una joya a su amante?”, le dijo uno de los detectives para enfurecerla aún más. Ella contó todo.

Cuando llegué a casa –dice González–, en la televisión todavía transmitían la toma de rehenes. Pensaban que seguíamos ahí adentro. Nadie se imaginaba que los ladrones estábamos cada uno en nuestras casas. Llegué embarrado, con la guita manchada. Una parte la escondí en el horno y la otra en la heladera. Mi exmujer me traicionó.

No está convencido de participar en la película que planea hacer el hijo de su compañero, Ramiro Villarreal. Cree que lo más justo sería que todos escribieran el guión o se pusieran de acuerdo en contarle la historia a un guionista. Es probable que nunca se pongan de acuerdo: pretenden ganar por la película casi el mismo dinero que se llevaron del banco.

Cuando le pregunto a Ramiro si busca volverse millonario con el film, se enoja. “Sólo quiero reconocimiento”, me dice. Luego abre una valija y saca una carpeta con 193 páginas. Es su guión terminado. Sentado en el banco de una plazoleta de Acassuso donde hay un monumento de una bomba de agua que les rinde homenaje a los bomberos voluntarios, leo una escena graciosa:

Interior. Banco. Planta alta. Día.

Uno de los celulares que los ladrones guardaron en una bolsa comienza a sonar. El Líder se impacienta. Revuelve la bolsa, tira los celulares al piso. Los rehenes se miran nerviosos. El Líder levanta el celular.

El Líder:

¿De quién es este aparato?

Nadie responde. El Líder sonríe. De repente, una mujer levanta tímidamente la mano y dice que el celular es suyo.

Mujer:

Me llaman porque es mi cumpleaños.

Los ladrones se ríen. Juntos, le cantan el feliz cumpleaños.

En el guión hay otros detalles relevantes, pero Ramiro me pide discreción.

En la estación subimos al tren que en 20 minutos nos llevará hacia Buenos Aires. Hasta ese momento, ingenuamente, creí que Ramiro era un chico honesto, ajeno a la delincuencia. Además me había dicho que solía posar como modelo de calzoncillos y daba clases de taekwondo. Si bien había ayudado a su padre a secar los billetes, más como una travesura que como un acto consciente, supuse que nunca había cometido un delito. Me equivoqué. Cuando el tren pasaba por el Hipódromo de Palermo, me contó que en ese lugar tenía la entrada prohibida. El motivo era una estafa simple: introducía billetes falsos en las máquinas tragamonedas. Una tarde fue descubierto: irá a juicio oral por falsificación de moneda. Luego me contó que solía pasar billetes falsos en comercios. Ramiro hablaba de sus andanzas delictivas en voz alta. En un momento, una pasajera comenzó a escucharlo. Le pedí que bajara la voz, pero no me hizo caso. En la penúltima estación, subió un policía. Ramiro seguía con la historia de las estafas. Le dije que cambiara de tema. No hubo caso. Antes de que nos bajáramos en Retiro, me hizo otra confesión:

Cada vez que cometía una estafa, miraba una película. Atrápame si puedes, la del estafador que se vuelve millonario, me marcó. Eso del cine como inspiración lo aprendí de un maestro del delito.

Ramiro se refería al Líder, el delincuente que planeó el robo con obsesión. Todo detalle, por más insignificante que fuera, le parecía decisivo. Conocía los movimientos diarios casi de memoria. De a poco, comenzó a reclutar gente: un uruguayo especialista en boquetes que en el robo apareció vestido con traje gris, otro experto en asaltos, un técnico electrónico para desconectar las alarmas y un hombre que estudió ingeniería. En el robo también participaron un ladrón experimentado y un abogado que aún siguen prófugos, probablemente disfrutando sus tajadas fuera del país.

El Líder no dejó nada librado al azar. Mandó a hacer bolsas especiales para que los billetes no se mojaran (aunque el agua logró filtrarse) y llevó las copias de las llaves de la furgoneta en la que escaparon. Su instinto no falló: la llave original se partió cuando quisieron arrancar. Antes, había fallado el motor de una de las lanchas. Pero el Líder volvió a demostrar su astucia: había llevado remos.

Si la idea era simular una toma de rehenes, había que conocer con profundidad cómo actuaba el Grupo Halcón de la Policía Bonaerense, un grupo de elite entrenado para toma de rehenes y secuestros, ante una situación extrema. Por eso leyó un libro policial que indicaba el protocolo que debía seguir una fuerza de seguridad ante una toma. En ese momento descubrió que el golpe tendría un artificio esencial: hacerles creer a los policías que el tiempo estaba a su favor. Mostrarse nerviosos, aunque no lo estuvieran, también sería otro truco valioso. Hacerles creer que eran vulnerables, improvisados, agresivos y torpes, como si las cosas se les estuviesen yendo de las manos, aunque en el fondo, no eran más que un elenco que ejecutaba un guión con precisión y profesionalismo.

Se inspiraron en aquella frase que alguna vez pronunció el legendario ladrón del tren de Glasgow, Ronald Biggs, robo ocurrido en 1963: “Fue un atraco tan bien planeado y concretado que lo ensayamos dos o tres veces como una obra de teatro. Ensayamos el sistema de señales, la fuga, todo”.

Por las noches, el Líder solía pensar en voz alta: si un bailarín ensaya hasta que sus pasos logran una armoniosa perfección, ¿por qué un ladrón de bancos no puede ensayar su golpe y tener la rigurosidad y el empeño de un artista? También podía ser comparado con esos entrenadores de fútbol que les obligan a sus dirigidos ver partidos de fútbol de sus rivales. A veces, sus compañeros pensaban que estaba loco. Cuando él los invitaba a su casa y les hacía ver películas sobre robos a bancos, ellos creían que era una pérdida de tiempo.

Vean los movimientos coordinados. Eso es arte –decía maravillado el Líder cuando repetía varias veces la escena de Casta de malditos, película de Stanley Kubrick, en la que el ladrón roba la recaudación del Hipódromo mientras se corre una carrera. El éxito del plan dependía del tiempo: estaba todo cronometrado. Un segundo de demora tiraba todo por la borda. Al Líder le fascinaba una de las frases de los protagonistas: “Siempre pensé que el mafioso y el artista son similares. Son admirados y venerados, pero siempre hay alguien que quiere verlos destruidos en la cima de su carrera”.

Otra película, basada en el millonario robo al Banco de Niza, le dio una idea: en ese golpe, la banda dejó un mensaje antes de huir: “Sin armas, sin odio, sin violencia”. El Líder pensó en Acassuso como un barrio de ricachones: allí hay casas de dos plantas, circulan autos caros y vive un sector de la clase alta. La frase iba a tener otro mensaje oculto: es sólo plata y no amores.

Con eso, los delincuentes querían darles un mensaje a los clientes: sólo robarían dinero, no objetos con valor objetivo. “Pero uno de nosotros no cumplió con su palabra y metió 40 kilos de joyas en varias bolsas”, cuenta González.

A nadie se le ocurra gastar la plata rápido o hacerse los ricos. Ya habrá tiempo para eso–aconsejó el Líder después de que se repartieron el botín. A cada uno le tocó US$ 1.300.000 y ochokilos de joyas.

Antes del golpe, el Líderhabía leído el informe de un psicólogo que analizó el robo de dos millones de dólares en la empresa Brink, en Boston, ocurrido en 1950. El análisis fue lapidario: un millón de dólares en manos de alguien que nunca tuvo dinero produce el efecto de un martillazo en la cabeza. El efecto psicológico es inevitable: una fortuna repentina en un ladrón genera confusión mental. “Es como cuando el vino se sube a la cabeza: a la larga marea al que no está acostumbrado”, decía el psicólogo. Los ladrones siempre terminan delatándose de modo inconsciente, o gastando el dinero y llamando la atención.

Por eso, el Líder les pidió a sus compañeros que celebraran un pacto: nadie gastaría más de la cuenta. No había que despertar sospechas. Todos aceptaron el acuerdo. Dos días después, tres de ellos violaron el juramento. El vino les había llegado a la cabeza.

De otro modo, no se explica por qué uno de los delincuentes se compró una casa un día después del asalto. Otro de sus compañeros, empeñó sus alhajas en un local de la calle Libertad, en el centro porteño. Uno de ellos compró una camioneta 4×4 en US$ 50.000 y cuando comprobó que uno de sus compañeros aún andaba en bicicleta, le aconsejó comprarse un auto. “No seas tacaño”, le dijo y lo acompañóa la concesionaria. El vendedor se sorprendió cuando los vio entrar con una bolsa llena de dólares. “Tengan cuidado, los pueden asaltar”, les aconsejó. Ellos sonrieron.

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