El periodista argentino  Rodolfo Palacios acaba de dar a luz su nuevo libro, “Adorables criaturas, crónicas grotescas de ladrones y asesinos” (Ross).  Presentamos un adelanto exclusivo:  una crónica del Robo del Siglo, aquel asalto a un banco de Acassuso en el que los ladrones  usaron como cobertura una toma de rehenes mientras saqueaban 145 cajas de seguridad para luego huir por los desagües. Palacios no solo cuenta detalles hasta ahora desconocidos del robo, sino que traza un perfil de los miembros de la banda, de sus ambiciones y debilidades, escritas con una pluma tan precisa como exquisita.

Adorables Criaturas se  presenta en Mar del Plata el  jueves 10 de mayo, a las 18,30 en espacio cultural La Bodeguita, en el marco del Festival Azabache. El lunes 14 se presentará en el Centro Cultural Ross de Rosario y el sábado 19 en el Sindicato de Prensa de Chaco. En junio se hará una presentación en Buenos Aires. Mientras, no dejen de leer. 

Sin armas ni rencores

A Maby, Majo y Lean.

Maloliente mugre enmohece los tesoros ocultos, pero el oro que es usado más oro engendra.

Venus y Adonis, Shakespeare.

En Acassuso, uno de los barrios más pintorescos de San Isidro, situado 20 kilómetros al norte de Buenos Aires, casi todas las casas tienen alarma, cámaras de seguridad o perros guardianes. En las esquinas, hay garitas con custodios privados y los jardineros toman sol después de una mañana agotadora. En una misma manzana, conviven árboles con moras, naranjos o quinotos y parques con rosas blancas. Si se respira profundo, es posible sentir cada fragancia. En las calles Perú y Fernández Espiro, el aroma que predomina es el del tilo. Es un paseo placentero: circulan pocos autos y el canto de los pájaros se oye con nitidez. Pero si se caminan cuatro cuadras hacia el sur, del otro lado de las vías del tren, esa belleza desaparece en forma abrupta: la calle se ensancha y desemboca en un desagüe pluvial. En esas aguas viscosas, de movimiento constante y con un sonido similar al de una pequeña cascada, cientos de bagres esquivan las ramas que flotan sin rumbo y devoran la basura que encuentran a su paso. Una rata del tamaño de un zapato mediano trepa por una pila de escombros. Mientras contemplo la escena desde un pequeño muro de cemento me tapo la nariz.

A Ramiro Villarreal, que está a mi lado, el hedor le trae buenos recuerdos. Por ese desagüe, el 13 de enero de 2006, su padre y otros seis delincuentes huyeron en dos lanchas con 15 millones de dólares que habían robado en un banco cercano. En la frenética huida, los billetes se mojaron y el olor pestilente quedó impregnado en la tinta. Esa noche, Ramiro –que no participó del asalto– ayudó a su padre Carlos a apilarlos sobre la mesa. Le pasaron un secador de pelo, los plancharon y los rociaron con perfume. Pero los billetes aún olían a podrido.

Me imagino cómo será la primera escena de mi película: afuera del banco, sólo habrá caos. Un plano panorámico mostrará policías confundidos, patrulleros, helicópteros, ambulancias y gente desesperada. Luego pasaré a un primer plano para mostrar a los francotiradores ubicados en los edificios más altos–me dice Ramiro mientras nos acercamos al Banco Río de Acassuso, en Perú y Avenida del Libertador, a seis cuadras del desagüe. Mi guía es un joven de 30 años, de mediana estatura, pelo lacio castaño, cara angulosa, nariz pequeña y físico atlético. Desde hace un tiempo, tiene una obsesión. No es buscar el dinero que supuestamente su padre escondió en un lugar inhallable. La misión que lo desvela es filmar la historia del increíble robo. En los últimos dos años, no paró de darle forma a su proyecto: por las mañanas, entrevistó a los cinco ladrones detenidos y condenados, entre ellos a su padre, y por las noches escribió el guión. Trató de aplicar lo que aprendió en sus tres años de estudio cinematográfico en la Escuela Audiovisual de Lomas de Zamora. Es fanático del cine: suele mirar 10 películas por semana; la mayoría son de acción. Para que nadie le gane de mano, registró el título de su obra, consciente de que pecaba de poco original. Decidió llamarla “El robo del siglo”.

Aquella mañana calurosa en que se ejecutó el gran golpe, el cronómetro de su padre Carlos Villarreal, de 53 años, barba rala, calvo y excedido de peso, se puso en marcha a las 10 de la mañana en punto. A esa hora entraron en el banco. Cada uno tenía un rol establecido. El plan, calculado milimétricamente, no podía durar más de dos horas. Eso lo tenía bien claro su compañero Francisco González, que había entrado en el lugar disfrazado de médico y con una peluca rubia que le había prestado su mujer (sus cómplices empezaron a llamarlo Susana por Susana Giménez), cuando les advirtió a los clientes que hacían cola en las cajas de atención al público:

¡Esto es un asalto! ¡Todos al piso!

El resto de la banda ocupó sus lugares.

Los ladrones simularon una toma de rehenes. Pero mientras en la planta baja y en el primer piso parecía desarrollarse la acción central (los delincuentes apuntaban a los rehenes y fingían ser capaces de volarle la cabeza al que no cumpliera sus órdenes), lo más importante ocurría en el subsuelo. Allí, tres de los asaltantes vaciaban 147 cajas de seguridad. Las rompían a mazazos. Estaba todo calculado: la idea era hacer tiempo, lograr que la policía y las víctimas creyeran que los ladrones estaban cercados. La fuga estaba asegurada. Durante un año, los delincuentes habían cavado un túnel para unir una de las alcantarillas del desagüe con un boquete que comunicaba con el depósito de las cajas de seguridad. Mientras hacían el túnel y creaban una represa que mantuviera la profundidad del agua, los ladrones aparecían en el barrio disfrazados de obreros. No llamaron la atención porque en Acassuso hay obras en construcción y muchos vecinos rediseñan sus casas de dos plantas. En esa zona, los albañiles pasan tan inadvertidos como un hombre trajeado con maletín que camina por la peatonal Florida.

La banda tuvo el tiempo a su favor: afuera, en la calle, todos –la Policía, los fiscales, la gente, los periodistas– creían que estaban ante una posible masacre. Por eso, cuando la Policía al final decidió entrar en el banco, siete horas después de la toma, se encontraron con una sorpresa: los ladrones habían desaparecido como por arte de magia, sin disparar. Los clientes y empleados del banco estaban sanos y salvos. Humillados, los detectives descubrieron el boquete y un mensaje escrito por los asaltantes: “En barrio de ricachones, sin armas ni rencores, es sólo plata y no amores”. Los policías, que llevaban metralletas y estaban decididos a enfrentarse a tiros para rescatar a los rehenes y convertirse en héroes, se sintieron estúpidos.

La pasión domada

Ramiro, que no ignoraba a qué se dedicaba su padre, se enteró del robo cuando él lo citó pocas horas después en el Café Central, en Constitución.

Hijo, hice algo grande.

¿Vos estuviste en eso? –le preguntó mientras le señaló con el dedo índice el televisor del lugar, que mostraba las imágenes del golpe.

Sí. En el baúl del auto tengo un regalito para vos. No quiero que alquiles más. Comprate una casa.

Ramiro dice que no llegó a comprar nada porque la plata desapareció “misteriosamente” cuando su padre fue detenido. “No hubiese estado bien usar ese dinero”, se consuela justo cuando estamos frente al banco, un edificio rectangular de cemento. Por dentro, no es tan amplio como imaginaba. ¿Cómo hicieron los siete ladrones para moverse rápidamente con 23 rehenes en ese espacio reducido? Aunque el gran interrogante que dejó el golpe fue otro: ¿más allá de que el objetivo principal era volverse millonarios, el golpe tuvo también un sentido ideológico?

En la Argentina, no son pocos los que piensan que robar un banco sin lastimar a nadie puede llegar a ser un acto de justicia o rebeldía. La repetida frase de Bertolt Brecht (“Es mayor delito fundar un banco que haberlo robado”), tiene sus adeptos. En las cárceles, este tipo de asaltantes gozan del mayor respeto de sus compañeros. Hay grupos de Facebook que elogian a los ladrones: los llaman genios, revolucionarios, émulos de Robin Hood.

Ese sentimiento de resistencia contra los bancos se fortaleció en plena crisis de 2001, cuando el llamado corralito impuesto por el gobierno de Fernando de la Rúa, con el supuesto propósito de evitar un colapso financiero, impidió a los ahorristas sacar su dinero de los bancos. Cuando mejoró la situación económica, los bancos recuperaron su fortaleza, pero miles de personas se quedaron sin su dinero o por la devaluación se tuvieron que conformar con pesos en lugar de los dólares que habían depositado. Hubo jubilados que nunca recuperaron los ahorros de toda su vida y enfermos que murieron sin poder pagar sus tratamientos.

Entre los jubilados que perdieron su plata se encontraba un tío de “el Líder” (será llamado así porque pidió reserva de identidad), el ladrón que planeó el robo. Esa impotencia lo llevó a odiar a los bancos.

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