Redacción Cosecha Roja.-
Cuando el domingo por la noche Adriana Cruz les pidió permiso para ir al baño, a sus custodios no les resultó extraño. No sólo le dieron el permiso: le dieron el tiempo y la privacidad suficiente para que se sacara la media –o el bretel de su corpiño, hay dos versiones- y se estrangulara. Fue en la Unidad 45 de Melchor Romero, una prisión en las afueras de La Plata, donde la mujer estaba presa desde el 20 de marzo, a punto de ser procesada por el asesinato de Martín Vásquez, su hijo de seis años. Ese día, un guardia del country San Eliseo, una vecina, la empleada doméstica y una de sus hijas entraron a su habitación y vieron una escena dantesca: ella herida, su pequeño hijo ahogado en el jacuzzi y las paredes pintarrajeadas con aerosol maldiciendo a Carlos Vásquez, el padre.

Al día siguiente, cuando la trasladaban a la cárcel, despejó las dudas que quedaban ante un notero de televisión, desde el asiento de atrás del auto: hundirlo en el agua le pareció la mejor manera de “cagar al padre”, vengarse porque hacía unos meses la había dejado y tenía una nueva pareja.

Adriana, nacida en Brasil, no murió por la asfixia, ni por rotura de vértebras, como suele suceder en casos de ahorcamiento. Los penitenciarios intervinieron cuando todavía respiraba, pero agonizó la madrugada del lunes en el hospital de Alejandro Korn. No pudo reponerse de dos paros cardiorrespiratorios y de las lesiones cerebrales “irreversibles” que se había provocado.

El defensor oficial de la mujer, Juan Stassi, consideró que “no se resguardó debidamente” a Cruz y que su tendencia suicida era evidente: por eso había pedido que se la recluyera en una Unidad donde pudiera tener asistencia psiquiátrica para “prevenir cualquier acto de esas características”.

Mariano Castex, el perito de parte de Cruz, había sido muy claro: la mujer exhibía una “personalidad border line o Trastorno de Límite de la Personalidad” –se cumplían del diagnóstico siete de nueve características-, causada por “una sostenida violencia de género de índole manipulatorio y victimizador”, a partir de que “se le derrumba toda esperanza de recuperar una pareja sobreidealizada, conflictiva”. Castex la había entrevistado una vez durante sus días de presa, en la Oficina Pericial de La Plata, y cuando conoció su final llegó a una conclusión lapidaria: “Existe clara conexidad entre el filicidio y la conducta suicida”.

El perito resaltó las previsiones que no se tomaron con Cruz a partir de su ingreso al Sistema Correccional: la negativa al pedido de la defensoría oficial, por ejemplo, de que dos psicólogas que unas horas después del asesinato del niño, habían advertido sobre la “perturbación del juicio de realidad”.

Ahora, la autopsia del cadáver será crucial para saber cuál es la responsabilidad de los hombres que la vigilaban: incluso si confirmara que su muerte fue la consecuencia del intento de suicidio, los penitenciarios que debían cuidarla de sí misma podrían ser procesados por homicidio culposo o abandono de persona.

La velaron el martes por la noche, en un suburbio de La Plata. El miércoles al mediodía la enterraron.

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Carlos Vásquez, el viudo, tenía un buen pasar. Según se supo, era el CEO de la empresa de recolección de basura Covelia, que se le atribuye al jefe de la CGT y líder del sindicato de camioneros Hugo Moyano. El año pasado –de acuerdo a una investigación de un periodista de Mendoza Online-, había sacado a nombre de la compañía un Mercedes Benz 600, valuado en el mercado en unos 130.000 dólares.

Cuando los conflictos matrimoniales se agravaron –dicen que tenía una amante-, Vásquez pidió el divorcio. Pero la furia de Cruz no fue desatada sólo por el desamor. El abogado del hombre le propuso una división de bienes fundada en la parte declarada. Se supone que la mujer conocía que el circulante que corría en negro por las manos de su esposo era mucho más jugoso. La estabilidad emocional de Adriana se fue volviendo frágil y fue internada dos veces en una clínica psiquiátrica. Dicen en su entorno que no era la primera vez que amenazaba con lastimar a sus hijos.

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Aunque para Mariano Castex, el perito que la entrevistó la semana pasada, “la decisión de autoeliminarse era previa y fijada sólidamente en su patología”, que Adriana Cruz se quitara la vida en una cárcel bonaerense –por lo que se conoce hasta ahora-, está lejos de ser una rareza. Los presidios y comisarías son instituciones con una larga y cada vez más robusta tradición en suicidios y falsos suicidos. Según registra el Comité Contra la Tortura de la provincia de Buenos Aires, las prisiones provinciales fueron en 2009 el escenario de nueve, en 2010 la cifra trepó a quince, y hasta octubre de 2011 –todavía no se publicó el último informe anual- ya sumaban trece. Más de uno por mes.

Las condiciones de vida intramuros suelen facilitar esos desenlaces: se detectó que una gran porción de ellos son reclusos bajo tratamiento psiquiátrico, a los que el Servicio Penitenciario traslada y deja de proveerles la medicina. Pero otros finales son incluso más dudosos. “Generalmente estos suicidios provocan dudas en cuanto a cómo se produjeron y las motivaciones de la víctima”, advierte el último informe del Comité.

Como el de Mariano Pavón Gutiérrez. Murió el 1 de diciembre de 2010, en una cárcel de Mercedes, en el interior de la provincia. El Servicio Penitenciario informó que fue un suicidio. Los presos contaron otra cosa: que tuvo una discusión con otro detenido, que entraron los guardiacárceles y lo “molieron a palos delante de todos”. Después lo llevaron a la guardia armada, donde apareció ahorcado. Pero ese lugar es una celda individual donde los reos no tienen sus cosas, sólo tiene un camastro y el techo tiene casi tres metros de altura.

Ejemplos sobran, también en las cárceles federales: Gonzalo Rojas Paz, detenido por liderar una banda que falsificaba marcas de ropa deportiva en La Salada –la feria informal más grande del continente-, se ahorcó de una ventana de su celda individual. Con una notable dificultad práctica: Paz medía 20 centímetros más que la ventana donde se colgó.

En las comisarías, espacios mucho más pequeños y vigilados, también está lleno de ahorcados. Uno célebre es Martín Saldaña, el ladrón de bancos que había protagonizado la Masacre de Ramallo, una salidera que terminó con un tiroteo en el que las fuerzas de seguridad mataron delincuentes y rehenes para ocultar las conexiones policiales y políticas que tenía la banda. Saldaña fue capturado vivo de adentro del banco, y encontrado muerto al día siguiente, ahorcado en una celda de la comisaría 2 de Villa Ramallo. Se dijo que se había colgado usando el forro de un colchón, pero una pericia de la Suprema Corte de Justicia bonaerense, franqueó que Saldaña había sido golpeado en la cabeza hasta quedar inconsciente . Luego, se habría ahorcado con un nudo de gran complejidad.

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