*Un poco menos a las abogadas

martillo juez degradado

Las generalizaciones traen aparejada la posibilidad de cometer injusticias, incluir en un paquete a todos por igual, sin contemplar las diversidades. Algo así como afirmar que “la gente” quiere tal o cual cosa, como si se tratara de un todo homogéneo, que de ninguna manera funciona de esa forma. Afortunadamente. Pero voy a correr el riesgo de cometer esa injusticia, de meter a todos los abogados en la misma bolsa, ya que creo que el título tiene la suficiente potencia comunicativa como para llamar la atención y generar alguna polémica y reflexión, que es lo que en definitiva pretendo. Pero dejo a salvo que hay abogados (y abogadas) que hacen honor a la profesión y la ejercen de manera digna y abnegada. Tal el caso de mis compañeras y compañeros de la Asociación Pensamiento Penal, que es lo que más conozco.

Amo la abogacía, que es la profesión que abracé hace más de 40 años, tras la loca idea de contribuir a una sociedad más justa (que son las ideas que solemos tener cuando tenemos 17 años) y, de paso, ganarme la vida. Tengo mis dudas de si logré hacer algún aporte para la primera empresa, un tanto grandilocuente por cierto. Pero sí alcancé la segunda meta. La abogacía me permitió ganar el dinero necesario para atender mis necesidades y las de mi familia. Ello hasta tal punto que pude constituir no una, sino dos familias, separación mediante, con numerosa descendencia. Durante 20 años me desempeñé como abogado de la matrícula y hace otros 20 años que trabajo como juez. Trayectoria que me ha permitido tener una cosmovisión bastante completa (la mía) sobre la profesión de abogado.

Amo la abogacía porque es una profesión con vocación universalista que, en la medida de nuestras inquietudes, nos da acceso a una cultura y conocimientos generales. También porque es un saber con pretensiones de un mundo mejor, donde las cosas deberían funcionar sobre la base de ciertas lógicas coherentes, pese a que la realidad suele ser bastante rebelde a ese deseo de domesticación.

Hasta ahí, todo bien. Sin embargo tengo algunas diferencias con el modo que veo se ejerce la abogacía, y aquí ingreso en el terreno de las discrecionalidades.

La República Argentina es un país que ha sido institucionalmente construido a imagen y semejanza de la abogacía. Somos los abogados los que diseñamos las leyes encargadas de regular la vida en sociedad (si el legislador no es abogado, seguro que tiene un asesor abogado que le aconsejará sobre la corrección o incorrección de los textos legales). Salvo excepciones, como la actual, los abogados hemos estado al frente del Poder Ejecutivo la más de las veces en los últimos años. Ni que hablar de la colonización que hemos hecho del Poder Judicial.

El panorama precedente me permite sacar dos conclusiones preliminares: 1) que los abogados tenemos una enorme vocación de poder, y 2) que los abogados no podemos desentendernos de la suerte de este país en lo que al funcionamiento de sus instituciones se refiere, y en lo atinente al modo en que la ciudadanía dirime sus conflictos.

Y hablo de abogados, en masculino, ya que creo que los abogados varones (blancos y pudientes, agregaría) somos los principales involucrados en esta cuestión. Luego haré alguna reflexión respecto de las abogadas mujeres.

Hace años que vengo reclamando que la abogacía tendría que hacer una introspección sobre sus aportes a la convivencia y la paz social. Asignaturas en las que, me parece, tenemos algunas cuentas pendientes.

En primer lugar, veo abogados poco propensos a la empatía, a ponerse en el lugar del otro y tratar de buscar soluciones a los conflictos que llegan a sus manos. La cultura inculcada desde la universidad, y hasta del estereotipo del abogado, de lo que se supone debe ser y actuar un abogado, se encuentra claramente orientado a la confrontación, al pleito y el litigio. Y, lo que es más triste, es que en esta batalla el cliente suele convertirse en un medio o herramienta de la confrontación, donde sus verdaderos intereses terminan importando poco o nada. Los años que demanda tramitar cuestiones de una relativa sencillez hablan a las claras de esa afirmación.

Desde esta plataforma del saber supuestamente ilustrado que brinda el conocimiento de las leyes, se desprende un proceder un tanto elitista para el ejercicio de la profesión. Una superioridad que se expresa de diversas maneras, simbólicas y gestuales, hasta expresas y explícitas. La dificultad para escuchar al resto de las personas, la tendencia gregaria y endogámica, la propensión a seguir a la manada, la resistencia a los cambios, la defensa de un cierto status quo y muchos otros etcéteras que nos caracterizan como especie.

Un párrafo aparte para quienes  integramos el Poder Judicial y, particularmente jueces (primero) y juezas. Categoría que, a mi criterio, constituye la expresión superior de la abogacía, en lo que a sus peores facetas se refiere.

Una verdadera casta, ensimismada, paranoica, abstraída del concepto integral de los funcionarios públicos, remisa a vincularse con el resto de la sociedad, caracterizada por la inseguridad. Cada una de estas ideas ameritaría un desarrollo y justificación que me impiden las características de una simple columna de opinión.

Los años que llevo en esta actividad (juez penal) me han mostrado la propensión a una enfermedad profesional: la enfermedad del ejercicio del poder. El ejercicio de ese poder (disponer sobre la vida y la fortuna de otras personas) acarrea una cierta omnipotencia personal. Con el solo acto de estampar una firma en un papel privamos de la libertad a un semejante o cambiamos de manos ciertos bienes. El ejercicio de ese poder bastante omnímodo convierte a quienes lo ostentamos en desconfiados y cautelosos, desarrollando rasgos paranoicos: todos nos persiguen, nadie nos comprende, poderes ocultos conspiran contra nosotros. Esta notoria desconfianza a nuestro entorno nos impide comunicarnos con el resto de la sociedad y, principalmente, con los medios de comunicación que, hoy por hoy, es la única forma de hacer conocer nuestros puntos de vista de un modo masivo. Es recurrente la queja del periodismo sobre la virtual imposibilidad de obtener declaraciones de jueces y juezas para conocer el estado de una causa o las razones (traducidas) que los llevaron a tomar una decisión. Lo que abre paso a la inventiva periodística, de la que luego nos quejamos.

Por último, la manifiesta inseguridad de jueces y juezas, que nos llevan a infectar nuestras resoluciones con citas de autoridad (doctrina y jurisprudencia sobre el tema que se trata), al punto de dificultar el reconocimiento de lo que opina el juez o jueza sobre la cuestión que decide, además de tornar los textos inaccesibles por su innecesaria extensión.

Podríamos seguir hablando largo y tendido sobre este tema, pero solamente lo dejaré insinuado, sin pretensión de ser novedoso.

Un párrafo final para las abogadas. En el título digo que las odio un poco menos que a los abogados varones, y en mi cuenta personal han hecho méritos para que sea de ese modo. Las mujeres abogadas han tenido mucho más coraje que los abogados varones para remover estructuras y promover cambios necesarios. Por ejemplo, la denuncia sobre los desequilibrios en la composición del Poder Judicial, donde las principales responsabilidades son cubiertas por hombres. Otro tanto en lo relativo a la incorporación de la perspectiva de género para analizar distintas problemáticas que llegan a nuestras manos.

En resumidas cuentas, desde mi perspectiva la abogacía se debe un debate profundo acerca de su rol en la sociedad contemporánea y sus aportes (o la falta de ellos) para contribuir a la convivencia y la pacificación, críticas de las que, por supuesto, no me considero exento.