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El femicida Ricardo Barreda volvió a la casa en la que el 15 de noviembre de 1992 asesinó a su esposa, sus dos hijas y su suegra a escopetazos. La recorrió con autorización de la Corte Suprema de la provincia para un documental sobre el cuádruple femicidio.

En noviembre de 2012 el Senado de la provincia de Buenos Aires la expropió para convertirla en el refugio contra la violencia machista. El proyecto se votó, pero la transformación nunca se volvió realidad. La propiedad está envuelta en una disputa judicial -incluso parte de la familia del femicida quiere recuperarla-  y mientras tanto se derrumba. Esta semana las fotos del interior saltaron a la tapa de los portales: el living lleno de basura, los muebles rotos, los autos tomados por los yuyos. Los únicos cambios son los que produjo el tiempo: casi 26 años de encierro.

Barreda es noticia cada tanto. Porque estuvo de novio, porque amenazó a su nueva pareja, porque apareció en un cacerolazo o porque lo vieron perdido, durmiendo en un hospital. En tiempos de #NiUnaMenos los medios empezaron a entender que se trataba de un femicida, pero no detuvieron su fascinación por su figura bizarra.

En esta mismas páginas Marina Guerrier escribió:

“Los diarios reprodujeron lo que el dentista contó acerca de la convivencia con las víctimas y, basados en sus dichos, construyeron antagónicamente la imagen del asesino como un hombre agobiado, al que ellas sometían e incluso llegaron a golpear. El de Barreda fue para el periodismo un episodio de locura súbita y el criminal, un sujeto enajenado que obró bajo el flujo de la emotividad de manera incontrolable. ¿El detonante? Su esposa le había dicho: ¡Andá Conchita, y arreglá la parra, y ojalá te caigas y te mates!  El resultado no podría haber sido otro: una escopeta, nueve tiros, cuatro mujeres muertas”.

“El periodismo fue benévolo con Barreda. En las crónicas policiales siempre se lo presentó como un integrado a la sociedad: profesional, proveniente de un sector acomodado de la clase media, jefe de familia, con un trabajo honesto. Incluso cuando él mismo confesó haber cometido los crímenes, la prensa insistió en denominarlo por su profesión, el odontólogo Barreda. Al referirse a alguien por su función simultáneamente se lo reviste con una carga de honestidad por el sentido positivo que se suele dar al trabajador, y más aún por el respeto que implica la actividad que Barreda realizaba como profesional de la salud. La elección de los términos no resultó fortuita”.

Esa especie de identificación machista con el ‘hombre hostigado’ y la fascinación por su figura cada vez más decadente -decadencia narrada con maestría en el libro “Conchita” por el escritor Rodolfo Palacios– alcanzó a la escena del crimen.

Cuando se votó la expropiación, el periodista Ulises Rodríguez publicó este texto en Cosecha Roja:

“En la década del ’90 una de las bromas más pesadas de los “niños bien” platenses era meterse en la casa del cuádruple crimen. La hazaña consistía en recorrerla con una linterna y llevarse trofeos: un zapato, un cuadrito o una insignificante cuchara.

(…) Hasta ese momento el único conocido que se había animado era uno de los chicos del San Luis: Nico. Un mes antes, este rugbier se había metido por los techos con la ayuda de sus amigos: le hicieron pie para que trepara. Decían que estuvo unos nueve minutos recorriendo la cocina con una linterna, que había visto manchas de sangre en la pared, que una canilla goteaba y retumbaba y que había cucarachas y un olor a humedad horrible.

Nico volvió con un zapato de mujer en las pelotas. Estaba pálido y al tirarse desde el techo otra vez a la calle se dobló el tobillo. Salió rengueando y vomitó. Les tiró en la cara el zapato negro manchado de hongos de humedad a sus amigos y se sentó en el cordón a tomar aire. El corazón le latía a mil. Hizo arcadas y volvió a vomitar”.

Esta semana, cuando se publicaron las fotos y se reprodujeron  volvimos a recordar aquella escena. Lo que Nico encontró del otro lado, lo que le dio asco, fueron los rastros de la muerte. Detrás del polvo y la humedad la verdad sigue viviendo allí: ese fue el escenario de un cuádruple femicidio.  

La demora en convertirla en un refugio para víctimas, y que se siga usando como atracción no solo es una metáfora.  Es un signo de época.