Redacción Cosecha Roja.-
Hay otras formas de morir en manos del Servicio Penitenciario. Se los llama “coches bomba”. Son los presos que responden a los guardiacárceles y que siempre están dispuestos a cometer atentados contra sus compañeros de encierro.

El 3 de abril por la tarde, Pedro saltó de banco en banco mientras seis internos lo perseguían con lanzas para apuñalarlo. Eran los “limpieza” del pabellón, presos que responden a los penitenciarios, y lo querían matar. Siguió rebotando de mesa en mesa y esquivando puntazos hasta que, después de un rato, los carceleros de la Unidad 48 de San Martín intervinieron para evitar lo que hubiera sido una muerte segura.

Segundos antes, a otros dos presos se los habían llevado a la rastra, heridos, al Hospital Bocalandro, afuera de la cárcel. Uno tenía abierta la cabeza por un elemento metálico -parecía arrancado de una puerta- que le significó seis puntos de sutura. El segundo, tenía un facazo a la altura de la panza.

La pelea entre presos se había desatado por una requisa de celulares en el pabellón 8 de la cárcel. Cada teléfono incautado –la forma más fácil de mantener contacto con la familia- es vuelto a vender por los guardias a los internos por cien pesos. Ese día, los guardias revisaron el pabellón 8, cuando tocaba el pabellón siguiente, volvieron a requisar el 8, que escondía en la heladera los celulares del 9. Se llevaron diez. Los presos se enfurecieron. Un rato después, llegaban los “limpieza” para poner orden. “Si no hubiéramos estado ahí, los mataban a todos”, dice a Cosecha Roja uno de los familiares.

“La revuelta”, como la llama el Servicio, era una réplica de la que se había producido cinco días antes, el 29 de marzo, media hora después que el vicegobernador Gabriel Mariotto terminara su visita al complejo carcelario de San Martín –Unidades 46, 47 y 48-, junto con organismos de derechos humanos, durante la que recibió dos facas de un preso, que habían sido provistas por las autoridades del penal para atacar a otro que había denunciado maltratos. En los cinco días que pasaron entre un motín y otro, habían muerto tres jóvenes más tras sus rejas: Juan Romano Verón durante la “revuelta” de ese 29 de marzo, en San Martín. Dos días después, José Burela Sombra, uno de sus supuestos asesinos, fue trasladado a Melchor Romero. Lo juntaron con presos con los que había tenido problemas. A los 45 minutos estaba muerto. El tercero fue Rodolfo Daniel Martínez: lo apuñalaron en la cárcel de Olmos.

El Servicio Penitenciario de la provincia de Buenos Aires, es un polvorín que aloja a 30.000 presos con una capacidad que se calcula en la tercera parte. En ese contexto, suicidios como el de Adriana Cruz, o los de cualquier joven preso, suelen ser recibidos como un mal menor.