Susana GuznerCosecha Roja.-

– ¡El chorro se la pasó a esa mina! – gritó uno.

Los que venían detrás la presumieron culpable y arrancaron la paliza: le patearon las canillas, le dieron un puñetazo en el brazo, la pellizcaron, le gritaron, le pidieron la cartera ininterrumpidamente. Chorra, puta, chorra de mierda, hija de puta. Todo eso le dijeron, mientras la molían a palos, a la escritora y militante feminista de 68 años Susana Guzner.

Mientras Susana sentía en cámara lenta cada uno de los golpes, hacía un esfuerzo por organizar las ideas en su cabeza de modo de armar una trama coherente que explicara tal paliza. Pero no. ¿Qué había hecho? ¿Cómo era posible? ¿Nadie pensaba defenderla? Recordó que, minutos antes, caminaba hacia la parada del bondi sobre la calle 60, en La Plata. Y se acordó también de una imagen a la que no le había prestado atención: había pasado un pibe corriendo y le había rozado el brazo. “Que alguien corra no significa que sea un ladrón, estos sujetos hicieron una concatenación de asociaciones, una pirueta semántica paranoica”, dijo Guzner a Cosecha Roja.

El ínfimo encuentro de microsegundos de su cuerpo con el de un supuesto ladrón alcanzó para convertirla en culpable y merecedora de un ajusticiamiento a las piñas. “Ojo por ojo”, dice Susana que escuchó. “Esto no es la Ley del Talión, no funciona así”, dijo.

– ¡Danos la cartera o te reventamos!- le seguían gritando.

Los siete hombres y la mujer que le pegaban se habían convencido de que el ladrón le había pasado lo robado a la cartera a Susana. “Era alucinante, una película de terror, eran los buenos burgueses, los amantes del Papa Francisco fuera de sí, fogoneados por los medios de comunicación”, cuenta a Cosecha Roja Susana, que en ningún momento soltó su cartera, no quería entregarla como botín, no era ella la que tenía que demostrar su inocencia.

– ¡Ladrona, mierda, vieja, sorete! – decían y la empujaban contra la pared.

Susana no podía llamar al 911 porque cuando pensaba en sacar el celular del bolsillo, automáticamente se imaginaba a los vecinos desahuciados acusándola de haberlo robado. También se imaginaba el teléfono volando por los aires y sabía que, cuando la policía llegara, ellos ya estarían en sus casas, tras sus rejas, regando las plantas. La escritora volvió hace siete años de España, donde se había exiliado tras el asesinato de su hermana por la Triple A (Alianza Anticomunista Argentina). Desde entonces, Susana no vivió ningún episodio de inseguridad: “No van a meterme en la cabeza el pensamiento único sobre la inseguridad. Los burgueses están tan rabiosos que se muerden entre sí: yo genotípicamente soy igual a ellos, soy rubia”

– Suéltenla. ¿Están locos? ¿A dónde vamos a parar? – la defendió con mucha autoridad una vecina que intervino.

Se detuvieron casi todos menos uno, que le tiró un escupitajo final en el ojo. Después se dispersaron y volvieron a agruparse en la esquina a observarla. La miraron sin parar mientras la vecina le ofrecía un vaso de agua, mientras Susana se prendía un cigarrillo y caminaba -ahora sí- hasta la parada de colectivo. No se movieron mientras esperó el colectivo y cuando llegó y se subió, la que los perdió de vista fue ella.

“Tres veces me ametrallaron desde los Falcon Triple A por la calle y me salvé tirándome cuerpo a tierra, en España me he defendido cuando me quisieron robar, pero frente a una piara enloquecida, no hay nada que hacer. Me preocupa, me entristece, si me da algo de miedo de salir a la calle, es por estos  ‘buenos vecinos’”, dijo Susana.