daniel solano

Foto: Jorge Gustavo Silva

Juan Manuel Mannarino. Revista Anfibia-. Sergio Heredia vive en una iglesia de Choele Choel, a dos mil quinientos kilómetros de su estudio. No va al teatro, al cine, ni hace deporte: piensa, todo el día, en cómo demostrar que la desaparición de Daniel Solano, trabajador golondrina desaparecido el 5 de noviembre de 2011, fue un crimen planificado. Su hijo menor le grita por teléfono que defina cuál es su familia verdadera, su ex mujer le pide plata para los gastos del colegio, él dice que está harto, que se quiere volver, pero que no puede dejar que la causa quede impune. Cumple un mandato familiar. “Sos abogado, tenés poder. No te olvides de los pobres”, le dijo su padre antes de morirse.

 La voz de Sergio Heredia, severa y con acento norteño, se escuchó como un estruendo en los televisores del caluroso 7 de diciembre de 2011 en Choele Choel.

—¡Daniel Solano fue asesinado!

Los vecinos de ese pueblo de diez mil habitantes en el Valle Medio de Río Negro se preguntaban quién era ese hombre de traje, corbata roja y anteojos oscuros que le hablaba a la prensa como si fuera un garante de la justicia. Quién era para decir semejante barbaridad, para contradecir la principal hipótesis de la jueza Marisa Bosco, que creía que el joven salteño Daniel Solano, de 26 años, desaparecido hacía un mes del popular boliche Macuba, estaría perdido en alguna ruta rumbo a Neuquén.
Cuando en Choele Choel alguien desaparece suele habérselo llevado el río frondoso y Negro. Las aguas, tarde o temprano, lo devuelven a la orilla. El cuerpo aparece y todo regresa a la normalidad. Pero ese joven no se había bañado en el río. Había ido a bailar a un boliche: a las tres de la mañana se le perdió el rastro.
Nadie renuncia a su vida y viaja dos mil kilómetros hacia un pueblo remoto para descubrir un asesinato. Bueno, en realidad, casi nadie.
Sergio Heredia, el hombre de traje y corbata roja, el defensor de la familia decía que lo habían desaparecido.
A esa persona, decía el ignoto abogado que poco tiempo después dejaría el traje y se mudaría a la parroquia del pueblo, a ese trabajador golondrina.
Gritaba: en un crimen planificado.

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Tartagal es una ciudad petrolera de casi 80 mil habitantes, en el noreste de Salta. En los ´90, tras la privatización de YPF, más de la mitad de la población emigró y la otra sobrevivió de changas y otros oficios menores. No fue el único golpe: entre 2006 y 2009 sufrió varias veces el desborde del río Tartagal, con inundaciones y aludes que la convirtieron en zona del desastre.
A 970 kilómetros al sur de Buenos Aires, Choele Choel, que en mapuche significa espantajo de resaca —y refiere a las formas fantasmales que adoptan los residuos por las crecidas del río—, está ubicado sobre un margen del río Negro. Su isla 92 es el balneario más popular, y a no ser por las ráfagas huracanas de viento y las motos de los jóvenes, es un lugar apacible y silencioso, con vecinos que se saludan de una vereda a otra.
Entre Tartagal y Choele Choel hay 2.400 kilómetros. Una distancia que recorren miles de norteños, la mayoría de las comunidades indígenas, para trabajar en los tres momentos de la fruticultura rionegrina: la poda, el raleo y la cosecha. Quien domina el negocio de la fruta es la multinacional belga Expofrut Argentina S.A. (ex Univeg Expofrut S.A.), que terceriza en empresas como Agrocosecha —ahora llamada Trabajo Argentino— la contratación de los trabajadores.
Conocidos como “trabajadores golondrinas”, son tentados por punteros locales que trabajan para las empresas, viajan en micros de tercera línea anotados como “turistas” y no como obreros, y viven en gamelas, galpones sucios y abandonados, cerca de los campos, donde se apiñan en camas cuchetas, usando letrinas que huelen a pis concentrado, duchas sin agua caliente y cocinas con una sola llama de gas.
Cada año, más de 350 mil trabajadores golondrina recorren el país. A la cosecha de la fruta, entre el Alto y el Valle Medio de Río Negro, viajan cerca de 40 mil.
Daniel Solano era uno de ellos.

 

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