¿Allí nació la película?

Sí, absolutamente. Antes de conocer a John Roberts ya teníamos la idea de hacer el documental, pero no el acceso necesario a la historia. Luego de hablar con John, nos comprometimos definitivamente con el proyecto y comenzamos a investigar y a llegar al resto de personajes.

El segundo hilo conductor es la violencia, la numerosa cadena de venganzas entre narcotraficantes. Esta parte es narrada y explicada por Jorge Ayala, alias “Rivi”, jefe de sicarios de Griselda Blanco entre 1982 y 1984. Rivi está preso desde entonces. ¿Cómo fue el proceso para entrevistarlo en la cárcel?

Las autoridades de Florida han cooperado mucho. Para entrevistar a un preso, primero debes ser invitado por él mismo. Así que le enviamos una carta y aceptó verse con nosotros. Rivi está en una posición única: tiene un acuerdo con la Fiscalía de Miami que le permite hablar de todos los crímenes que cometió en Florida como forma de colaborar con las investigaciones y la justicia. A cambio, logró que lo condenaran a tres cadenas perpetuas en lugar de la pena de muerte. Por eso habló con nosotros sin temor a consecuencias en su prontuario. Básicamente, no tenía nada qué perder.

La primera vez nos encontramos fuera de cámaras. ¡Qué presencia! Para llevar tanto tiempo en la cárcel, se le veía muy bien: tenía un pulido corte de pelo al estilo de Sean Connery en la película The Hunt for Red October. Calzaba tenis nuevos, blancos. Del cuello le colgaba una cadena de oro y estaba muy bronceado. Supimos que sus amigos colombianos de esa época le decían Riverita porque cuando era más joven su voz era muy alta y aguda. Tanto, que se hizo una cirugía para agravarla. Y esa voz alta y aguda, según ellos, era parecida a la de un cómic colombiano llamado Riverita.

Después, volvimos a la cárcel para entrevistarlo en cámara. Recuerdo que tenía un reloj no muy fino en su muñeca. Lo que me llamaba la atención es que se la pasaba consultando la hora y yo me preguntaba: “¿A dónde tiene que ir que mira tanto su reloj?”. Hablaba con una voz baja y calmada, lo que nos obligaba a acercarnos mucho a él. Su presencia era magnética; era guapo, envolvente, se podía entender por qué había sido tan bueno en su oficio. Todo esto nos desarmó a Alfred y a mí. Tanto que, al escucharlo, teníamos que recordar que estábamos conversando con un asesino.

¿Conversaron con otros sicarios?

Dos más. Un colombiano al que le decían “Cumbamba”, llamado Carlos Arango. Está pagando cadena perpetua en una prisión de Luisiana por el asesinato del narcotraficante e informante de la dea, Barry Seal, en Baton Rouge. Él nos respondió las cartas, pero declinó la entrevista porque su condena había sido por un crimen cometido en Luisiana. No podía hablar de los crímenes cometidos en Florida porque nunca ha sido convicto en este estado. Y acá las causas por asesinatos no prescriben y tenemos pena de muerte. Entonces, si él nos hubiera contado lo que hizo en Florida, se hubiera expuesto a ser juzgado y condenado a pena de muerte. Así que, de manera amable, rechazó la entrevista.

El otro fue Miguel Pérez, alias “Miguelito”. Miguelito había llegado a Miami en los botes que zarparon del puerto de Mariel en 1980. Primero nos invitó a visitarlo sin cámaras. El detective Al Singleton ya nos había dicho que Miguelito era el criminal más aterrador que había conocido en sus 27 años investigando homicidios. Ya te podrás imaginar cómo se veía frente a nosotros, dos blanquitos escuálidos. Me llevaba más de una cabeza de altura. Pero no era solamente su estatura o su corpulencia, simplemente producía miedo. Si un detective de homicidios, que había pasado casi tres décadas trabajando en lo que era una de las ciudades más peligrosas de Estados Unidos, sentía miedo por este tipo, nosotros realmente estábamos asustados.

Al principio Miguelito fue frío, pero poco a poco entró en confianza hasta que finalmente accedió a darnos una entrevista en cámara. Hicimos los acuerdos con la prisión y regresamos con todo nuestro equipo varias semanas después. Esa prisión queda en el noroeste de Florida. Para llegar, volamos a Tallahassee y de allí conducimos por horas hasta la prisión. Otra parte de la producción debió viajar en carro desde Miami, entre ocho y diez horas de camino.

Nos tomó mucho tiempo entrar porque nos revisaron los equipos varias veces. Ya adentro, tardamos unas dos horas instalando cámaras, luces y sonido. Una vez todo listo, los guardias trajeron a Miguelito, quien solo en ese momento nos dijo que no podía darnos la entrevista. Le faltaban pocos años para quedar en libertad y su abogado le recomendó no hacer cosas que pudieran retrasar su salida. Fue frustrante, claro. Teníamos muy poco dinero, y el alquiler de los equipos más el pago a la gente nos había costado mucho. Pero su decisión era comprensible.

En el documental queda claro que muchos de los crímenes fueron por orden de Griselda Blanco. Y como todos hablan de ella pero su testimonio no aparece, queda la sensación de que es una protagonista ausente. ¿Trataron de entrevistarla?

Le escribimos pero nunca respondió. Nos comunicamos con su abogado muchas veces y nunca quiso responder una entrevista ni sobre su actividad ni sobre ella.

¿Fue distinto el acercamiento a los agentes de policía, en ese momento activos, hoy retirados?

A personajes como Rivi o John Roberts no les queda mucho más que su historia. No tienen dinero. Y en el caso de Rivi, tampoco libertad. Por eso, lo único que pueden compartir es su historia. En cambio, el agente de homicidios Al Singleton, luego de una carrera de 27 años en la fuerza pública de Miami, no tuvo tanto reconocimiento ni recibió mucho agradecimiento por su participación extraordinaria en esta época. Yo creo que él y los demás policías a los que entrevistamos estuvieron entusiasmados al compartir sus recuerdos, que son como de guerra y de mucho riesgo, pero hoy les hacen sentir cierta nostalgia.

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