María Paulina Ortiz. Revista Don Juan.-

Ha sido el caso judicial más apasionante de los últimos años. En él están inmersos los penalistas más importantes de Colombia. Los amigos y no tan amigos de Colmenares se encuentran en la cárcel.

Hay dinero, testimonios en entredicho, trabas al aparato judicial, una mamá desesperada, cien periodistas al acecho. María Paulina Ortiz reconstruye el caso a través de sus protagonistas. Pudo haber ocurrido así…

Sábado, 30 de octubre de 2010. Luis Andrés Colmenares llevó a su papá al aeropuerto, donde iba a tomar un vuelo de negocios a Chile. Antes de despedirse, Luigi, como le decían en la familia, le pidió dinero para una fiesta de Halloween que tendría esa noche. De vuelta a casa, en el barrio Quirinal, occidente de Bogotá, esperó a que Laura Moreno, compañera suya en la Universidad de los Andes y con quien comenzaba un noviazgo, viniera a recogerlo. Entrada la noche, Laura llegó en su carro, un Kia Sportage, y se sumó a ellos Gonzalo Gómez, amigo de barrio de Colmenares. Su primer destino fue un lugar de disfraces de Chapinero, de donde Luis salió vestido de diablo (chaqueta roja sobre camisa negra, corbatín y un par de cuernos rojos) y Laura de diabla, con un vestido rojo y blanco. Después tomaron rumbo hacia la zona rosa bogotana, carrera 13 con 84, la calle donde queda la discoteca Pent-House, sitio de encuentro con otros amigos, entre ellos Jessy Quintero.

Pudo haber sucedido así: Luis y Laura bailaron y compartieron con el grupo. Pero ella lo veía raro por momentos, como ido. Algunos, incluso, los vieron discutiendo. Hacia las dos y media de la mañana deciden irse. En la puerta de la discoteca, mientras esperaban que el valet parking les llevara el carro, Luigi -el Negro, entre sus amigos- dijo que quería comerse un perro caliente. Laura y Jessy lo acompañaron hacia la esquina de la calle 85, a un puesto de comida rápida callejero, mientras los otros amigos esperaban en el carro. En ese momento le entró una llamada a su celular, Luis Andrés habló unos segundos con alguien, en inglés. Luego salió a correr. Jessy no pudo seguirlo: tenía tacones altos que le impedían caminar rápido. Laura se fue detrás, trató de agarrarlo de la mano, pero él se le escapó y se metió por entre las calles del barrio. Laura llamó a Jessy y le dijo lo que estaba pasando. Luigi corrió hasta el caño del Parque El Virrey. No volvió a verse. Laura volvió a llamar a Jessy: “Se cayó al caño”, gritó. En pocos minutos todos llegaron allá. No lo encontraban. Laura alumbraba con su celular. Otros amigos corrieron hasta la autopista siguiendo el caño y gritando su nombre. Buscaron el CAI que queda a unos pocos metros y comentaron lo sucedido. Muchos ya querían irse. La noche había sido larga y suponían que Colmenares se había salido del caño y se había ido para su casa. “Igual, la mierda flota”, dijo uno (y luego dijo que lo dijo en broma). Se quedaron Gonzalo y Laura. Gonzalo llamó a Jorge, hermano menor de Luis Andrés y le preguntó si por casualidad el Negro estaba en su casa. No. Lo siguiente fue avisarle a su mamá, Oneida Escobar, que al poco tiempo llegó al lugar. Policía, Bomberos, familiares, todos buscaron sin respuesta. Oneida recorrió clínicas y hospitales sin recibir ni un dato de su hijo. Ya en la tarde del domingo, desesperada, les pidió a los bomberos que volvieran a bajar al caño. Lo hicieron y, 125 metros más allá de donde supuestamente había caído, estaba su cuerpo. Vino el levantamiento, el traslado del cuerpo al Instituto de Medicina Legal, la autopsia que reconocería un golpe y una razón de muerte indeterminada. Luis Andrés fue enterrado en Villanueva, La Guajira, tierra de sus padres. Se pensó en suicidio.

Pero pudo haber sucedido de otro modo: Luis Andrés acompañó a su papá al aeropuerto y llegó a su casa sin ganas de ir a la fiesta. Algo adentro lo hacía pensar que no era buena idea asistir y se lo dijo a su mamá una y otra vez. Días atrás, su hermano Jorge lo oyó hablar por teléfono con alguien a quien le decía que no quería problemas, que él no arreglaba las cosas a golpes. Luigi también le había mandado a una amiga un mensaje por Facebook en el que le decía que le estaba empezando a gustar Laura Moreno, pero que sabía de sus relaciones anteriores y dudaba de la conveniencia de un noviazgo. Laura acababa de terminar un noviazgo de tres años con Carlos Cárdenas, también estudiante de Los Andes. En el mensaje, Luigi también se refería al gusto que “Valde” (Juan Pablo Valderrama, otro del grupo) sentía por ella. “Catu, tú que me conoces y conoces al ‘Valde’ eres la única que puede aconsejarme”, escribía Luigi. Enredos amorosos de adolescentes, dirían muchos. Nada más. Al correo electrónico de Colmenares le había llegado un mensaje de Laura en el que trataba de quitarle sus reservas sobre ir a la fiesta de disfraces. “Hoy a las 3:24 de la mañana encontré la respuesta a nuestros problemas de Halloween. ¿Puedes creer que una canción de Silvestre Dangond me dio la respuesta? […] Apenas escuché me imaginé bailarla solo contigo e imaginé que no solo quería bailar esa canción contigo, sino muchas más”. Y en otro mensaje también le decía: “Por otra parte me di cuenta de que en medio de todo somos la pareja del momento debido a la cantidad de especulaciones que hay” y lo invitaba a que no le importara lo que pensaran de los dos. “Espero que mis argumentos sean tan buenos como para que cambies de opinión. Te quiero montones, montones”. Colmenares fue a la fiesta. En la fila de entrada a Pent-House vio pasar a Carlos Cárdenas con una amiga. Le avisó a Laura. Se cruzaron sin saludarse. Luis Andrés bailó, tomó algunos tragos de vodka. Todos lo vieron tranquilo. La fiesta se acabó a las 2 y 30 de la mañana. A la salida, ya sin la chaqueta roja, Luigi dijo que quería ir a comer un perro caliente. La llamada que le entró a su celular pudo haber sido la de una amiga, Andrea Archila, que vivía cerca de su casa y no encontraba taxi para devolverse. Le sugirió regresar juntos, pero Luigi le respondió que él todavía no se iba. Y entonces pudo ser que haya salido a correr y que se haya caído por accidente en ese caño, como ha dicho Jessy, que lo conocía desde 2008 y no lo creía capaz de suicidarse. Pero Colmenares conocía esa zona como pocos. Varios de los actos colegiales del Cervantes los hacían en el Parque El Virrey, así que ese lugar, ese caño, era suyo desde la niñez. Un suicidio, no; un accidente, tampoco, repetía la mente de su mamá, que caminaba por su casa como a la espera de su regreso. Una noche soñó que su hijo le decía: “No busques más, la respuesta está en mi cuerpo”. Oneida Escobar no es de las guajiras que creen en los mensajes de los sueños -tradicionales en la cultura wayúu-, pero la frase fue tan contundente que la hizo despertar a medianoche. Al otro día no quiso contársela a su esposo, Luis Alonso. Se la guardó un tiempo hasta hablar con su hermano, que entonces ejercía como abogado del caso. Su cuerpo. Estaba enterrado. La insistencia de la madre, su intuición, hicieron que la familia Colmenares, casi un año después de lo sucedido, reuniera dinero para contratar a investigadores privados y a uno de los mejores forenses del país, Máximo Duque, exdirector de Medicina Legal. Se exhumó el cadáver de Luis Andrés.

Los resultados que obtuvo el análisis de Duque llevaron a pensar que, de nuevo, todo pudo haber sido de otra manera. El cuerpo de Colmenares no tenía una sola herida, sino ocho, algunas de ellas, por sus características, presuntamente cometidas con arma blanca. Y tenía un golpe en su cráneo, definido por el experto como la causa de su muerte: ovalado, con varios cortes, cometido al parecer por la base de una botella. Se dejó de hablar de suicidio para pensar en posible asesinato. La investigación llegó a manos del fiscal 11 de la Unidad de Vida, Antonio Luis González. Laura Moreno y Jessy Quintero fueron llamadas a nuevas entrevistas en el complejo judicial de Paloquemao. Se mantuvieron en lo que habían dicho ya. Pero varias contradicciones -y sobre todo el contenido de llamadas interceptadas a sus celulares durante los meses posteriores a la muerte de Luis Andrés- llenaron de argumentos a González para imputarles cargos de falso testimonio (a ambas) y coautoría en homicidio (a Moreno). “Yo vi las cosas pero no tengo nada que ver”, decía Moreno en una de esas conversaciones. Laura fue detenida cuando iba rumbo a almorzar con Carlos Cárdenas, que ya era de nuevo su novio. Para esos días, ella preparaba un viaje a Canadá. Jessy esperaba una cita médica en la Clínica Colombia. Durante la audiencia, el juez determinó darles casa por cárcel. A partir de ese momento fueron pasando por el despacho del fiscal todos los asistentes a la fiesta de Halloween. González les preguntaba por lo que habían visto y les mostraba las fotografías de Colmenares muerto. Cuando las vio, Guillermo Alfonso Martínez, uno de los que buscó a Luis Andrés esa noche, dijo que sentía que Laura los había “engañado, porque eso no había podido ser un accidente”. Las imágenes muestran golpes en su frente, cortes en sus ojos, heridas en el paladar. Esto llevó a los investigadores a pensar que Luis Andrés había sufrido una muerte violenta imposible de corresponder a una caída en un caño que ni en temporada de invierno supera los cincuenta centímetros de altura en su cauce. Sus rodillas están raspadas, lo que los hizo suponer que su cuerpo había sido arrastrado. Su espalda muestra livideces (señales que deja la sangre al no circular), lo que llevó a los expertos a considerar que, después de muerto, su cuerpo estuvo boca arriba y no boca abajo, como apareció en el caño. Para el forense Duque, Colmenares tuvo una muerte lenta y dolorosa.

Luego de un par de llamados incumplidos, Carlos Cárdenas se presentó a la oficina del fiscal. Afirmó que no había estado con Laura ni con Luis Andrés esa noche. Que no había visto nada. No sabía nada. Sin que hasta el momento su hijo estuviera ni siquiera como indiciado, su mamá, Maria del Pilar Gómez, buscó una abogada para su defensa: Aydé Acevedo. En medio de la investigación, ambas terminaron con un proceso judicial paralelo por intento de obstrucción de la justicia. Se conocieron comunicaciones telefónicas en las que María del Pilar hablaba con Acevedo sobre la búsqueda de cerrar el caso Colmenares y cambiar al fiscal González como titular de la investigación. También se hizo pública una conversación entre Laura y Carlos en la que él le decía que su abogada estaba a punto de lograr cerrar el caso.

Con las dos universitarias en detención domiciliaria, y la voz de fiscales e investigadores advirtiendo sobre otra posible razón de la muerte de Colmenares, la historia tomó otro camino. A cada esquina llegaron los más pesados penalistas del país, Jaime Lombana como abogado de la familia Colmenares, y Jaime Granados, como defensor de Laura Moreno. De Lombana se ha dicho que se unió adhonorem al caso. Granados fue contratado por el papá de Laura, Jorge Moreno. Aunque ha querido mantener un bajo perfil, se ha conocido que Moreno pasó de asistente de soldador en Yopal a poderoso empresario, dueño de Montajes JM, firma especializada en el montaje de estructuras petroleras, con ingresos que pueden rondar los 300.000 millones de pesos por año.
 Moreno, que ha sido víctima de extorsiones, según cuenta su hija, acostumbra andar protegido por escoltas (integradas por un hermano, un concuñado, un compadre y un expolicía). Ese bajo perfil que buscaba no lo ha logrado ni él ni ninguno de los relacionados directa o indirectamente en este caso. Menos cuando, a mediados de junio, apareció la voz de un supuesto testigo que vio lo sucedido la noche de Halloween.
Según Wilmer Ayola, de 33 años y oficio de vigilante, las cosas pudieron haber pasado así: él estaba cerca del Parque El Virrey, en compañía de un amigo, Cristian. Vio a un muchacho (después supo que se llamaba Luis Andrés Colmenares) corriendo. Antes de llegar al caño, se tropezó y cayó bocabajo. Enseguida llegaron las personas que estaban con él, dos hombres y una mujer. Cuando Luis intentó pararse, los hombres comenzaron a darle patadas. La mujer le quitó el celular que él intentaba usar y le dio una cachetada. Colmenares gritaba algo e intentaba ponerse en pie. Muy cerca había una camioneta de la que se bajó un hombre que iba con una botella en la mano. Se acercó, le dijo algo a Luis y le pegó con la botella en la cabeza. Otro de los muchachos le gritó ¡Carlitos!, como advirtiéndole sobre lo que había hecho. Colmenares se desplomó y no volvió a reaccionar. Se miraron entre ellos. Empezaron a moverlo hacia el carro. En ese momento la joven se dio cuenta de la presencia de Ayola -a unos veinticinco metros- y le gritó: “sapo, hijueputa”. Ayola y su amigo salieron corriendo de allá, asustados. En su testimonio, el vigilante identificó a Carlos Cárdenas y Laura Moreno como parte del grupo de personas que estaban esa noche en la escena del parque. De inmediato, sus palabras fueron desvirtuadas por la defensa de Moreno, con el argumento de que, a esa misma hora, Ayola tendría que encontrarse en su puesto de vigilante en un conjunto residencial de Bochica, según constaba en el libro de registros. Ayola señaló que, en efecto, él había firmado el libro pero había abandonado el trabajo para reunirse con su amigo. Sus palabras llevaron a la justicia a dictar medida de aseguramiento en contra de Carlos Cárdenas por el delito de homicidio agravado. Agentes de la Sijín llegaron hasta su casa. Cárdenas y su familia los observaron desde la ventana. María del Pilar hizo una llamada a su abogado. Carlos le dijo que iba a salir porque no tenía nada que temer. Desde entonces pasa sus días y sus noches en una celda de la Modelo, a la espera del desarrollo de la investigación. Después de tres cambios de abogados, la familia contrató al exfiscal Mario Iguarán para llevar su caso.

Los días y las noches son diferentes para todos los relacionados en esta historia. Han pasado los meses y la habitación de Luis Andrés Colmenares sigue intacta. Veo su cama sencilla tendida, con la pijama encima de la almohada. En las paredes, sus fotos de niño, con el uniforme del colegio. Una mochila colgada en una máquina elíptica. El silencio. Cada atardecer, su mamá sigue creyendo que va a recibir su llamada, esa llamada que Luigi solía hacerle anunciándole su llegada o contándole que iba a quedarse un rato en la universidad, con los amigos. “Gordita”, le decía. Era un muchacho alegre, conversador, que no tenía reparos en pasar tardes enteras ayudándoles a sus compañeros en las materias que estaban atrasados. En las noches, en casa, acostumbraba durar unas cuantas horas en la habitación con su mamá, acompañándola a ver las telenovelas que ella seguía. Le gustaba verse bien, arreglado, vestido con alguna prenda de marca. Siempre había querido estudiar en la Universidad de los Andes y, gracias a un crédito que consiguió su mamá, lograron pagar las matrículas. Cursaba dos carreras al mismo tiempo, Ingeniería Industrial y Economía, y le alcanzaba para sacar buenas calificaciones en ambas y ser elegido por los profesores como monitor. De hecho, en esa tarea empezó a conocer a Laura Moreno, como monitor de la cátedra de Dinámica de Sistemas. De Jessy era amigo desde dos años atrás, incluso alguna vez alcanzaron a rozar un noviazgo que nunca se concretó. Con Laura, sin embargo, Luigi sabía que podía llegar a tener algo. Al comienzo era “puro vacilón”, como le contaba a su mamá, pero le gustaba. Tenía con Oneida una comunicación especial. Le hablaba de sus sueños, de graduarse y trabajar y ganar dinero para ayudar en la familia. Ella hoy usa el pelo largo, como le gustaba a su hijo. Cuando Luis tenía cinco años, y Oneida llevaba el pelo corto, el niño se acercó y le dijo: “Quiero que te lo dejes crecer, para que te veas como las mamás de mis amigos”. Y así lo hizo. También hablaban de temas difíciles, a veces. Entre ellos la muerte. Su mamá suponía (por qué no hacerlo), que iba a morir antes que él y le pedía a su hijo: “Que me entierren en Villanueva, no me vayas a dejar en esta ciudad”, refiriéndose a Bogotá. Fue ella quien terminó obligada a llevar a su hijo al cementerio de su tierra. Hoy, Oneida sigue despertándose en las madrugadas, casi siempre a las dos. Cuenta que su hijo, en sueños, le ha dicho mucho más.

Laura Moreno duerme bien. Eso me dijo la noche que la visité en su apartamento, donde pasa obligada -con medida domiciliaria- las veinticuatro horas de cada día. Es un lugar de más de doscientos metros cuadrados, en un conjunto residencial de la zona reservada de Ciudad Salitre. Allá vive con sus papás, Jorge y Consuelo, y su hermano menor, Jorge Andrés. Hay velas prendidas, pero esta noche su luz se pierde entre las bombillas de la televisión. La entrevista se demoró en comenzar porque a Laura le quedaban algunas tomas pendientes con el canal internacional que la visitaba. “Camina hacia la puerta, por favor”, le decía el camarógrafo. Y ella lo hacía. Había empanadas y gaseosa servidas para que soportáramos la espera. Parecía un set. Laura por fin se sentó a conversar, seguramente cansada de repetir lo mismo a uno y otro periodista: que esa noche de Halloween ella siguió a Luis y no vio qué pasó, que desapareció, que no está escondiendo nada, que no tiene por qué hacerlo. Lo primero que me sorprendieron fueron sus ojos. No brindaban ninguna comunicación. Laura me habló de su infancia errante por cuenta del trabajo de su papá, contratista petrolero. Estudió en Yopal hasta tercero de primaria y luego -la familia ya con empresa propia- se trasladó a Bogotá. Desde entonces viven en este apartamento, cercano al colegio que sus papás escogieron para que ella estudiara: el Agustiniano Ciudad Salitre, al que muchas veces llegó cuidada por escoltas debido a las extorsiones que recibía su padre. En el colegio, en quinto de primaria, conoció a Carlos Cárdenas. Siguieron siendo compañeros de clase, pero él tenía su novia y ella su novio. Desde antes de terminar bachillerato, Laura estaba empeñada en entrar a los Andes, pero en el primer intento su Icfes no le alcanzó. Después de unos semestres en Ingeniería Industrial de la Javeriana, insistió en hacer su deseo realidad y se trasladó. En Los Andes se reencontró con Cárdenas y se hicieron novios. A los tres años, dice ella, se cansó de tanta seriedad (“estaba muy joven para una relación tan larga”) y terminaron. Entonces conoció a Luis Andrés Colmenares. Pudo ser como ella dice: que él le gustaba, pero no estaba interesada en tener un noviazgo tan pronto. Pudo ser, también, que esa relación no fuera bien vista en su casa, donde adoraban a Carlos. Laura habla y suena tranquila. Demasiado, para alguien que está inmerso en una investigación por homicidio. Sus amigas van a visitarla. Al día siguiente de nuestra entrevista, volví a hablar con algunas de ellas. Laura, más distendida, me recibió con una sonrisa. Estaban haciendo una cartelera, sentadas en el piso. Después de la muerte de Luis Andrés, según constatan sus amigas íntimas, como Natalia Girón, Laura revivió el noviazgo con Cárdenas. Siguió yendo a las clases, pero el murmullo de los estudiantes, cuando recorría los pasillos, empezó a hacer su efecto. Bajaron las notas. Comenzó a faltar. Vino la idea de irse a Canadá. Pero esta idea se le cruzó con la orden de captura dictada por la Fiscalía. Limitada a estar en su casa -durmiendo más de la cuenta, leyendo libros como Por qué le pasan cosas malas a la gente buena, orando, recibiendo un psicólogo o haciendo collarcitos artesanales-, ha terminado por solo poder salir cuando la citan en la Fiscalía. Le hace falta el aire frío de la ciudad y visitar los pubs adonde solía ir, dice. Y esa calma, para muchos, puede sonar a cinismo. Pero puede ser, también, que Laura Moreno esté tan segura de su inocencia que nada la hace perder la tranquilidad e, incluso, muestre una sonrisa en las audiencias.

En la foto de reseña judicial, el día de su detención, Jessy Quintero aparece con su pelo largo negro recogido en una trenza. Con 20 años, Jessy cursaba octavo semestre de Ingeniería Mecánica en Los Andes. Aunque no era la misma carrera de Colmenares, compartían varias materias. Esa noche de Halloween, ella estaba tan cansada que se fue a su casa a dormir antes que los otros compañeros que siguieron buscando a Luis Andrés. Se acostó a las cinco de la mañana y, apenas cuatro horas más tarde, ya estaba levantada. Llamó a averiguar por su amigo. Cuando supo que no aparecía, intentó buscar información con cadenas telefónicas, con Facebook. Sus amigas cuentan que, tan pronto supo de la muerte, Jessy estuvo inconsolable. Eran de verdad amigos cercanos y por eso la mamá de Colmenares, convencida en su teoría de que a su hijo lo asesinaron, no entiende por qué Quintero ha mantenido el silencio. Pero Jessy insiste en que ha hablado de lo que vio. “Jamás mentiría, y menos tratándose de Luis Andrés”, dice su papá, Orlando Quintero. A Laura no la conocía, vino a verla por primera vez, afirma, la misma noche de la fiesta. Puede ser, entonces, que no haya visto más. O puede ser, como muchos creen, que en ella esté parte de la información necesaria para resolver el caso. Jessy se mantiene en sus palabras iniciales: “Me quedé en la camioneta esperándolos y luego me llamó Laura para decirme que Luis Andrés se había caído al caño”. Estos meses de detención han sido, para ella, un cambio completo en su vida. “Nunca hemos vuelto a tener un día normal”, ha dicho su mamá, Sandra. Acostumbrada a dedicarle casi todas sus horas a la universidad, ahora en su residencia como casa por cárcel se ha dedicado a leer, ver televisión y aprender a tejer, muchas veces encima de su cama cubierta por un edredón de corazones.

Los amigos de Carlos Andrés Cárdenas no dejan de visitar su casa para escribir mensajes de solidaridad en las carteleras pegadas en las paredes de su sala. Su casa es pequeña, dos pisos estrechos, pasillos que casi no separan un espacio de otro. Cárdenas, de 22 años, es de padres bogotanos -Carlos, María del Pilar-, y el menor de tres hijos. Sus dos hermanas mayores lo han consentido siempre. Lo mismo que su mamá. “Nene”, le dicen en la familia, sus amigos lo llaman “Carlitos”. Desde hace trece años la familia Cárdenas Gómez vive en esa casa del barrio Quintaparedes, occidente de Bogotá. Carlos estudió sus primeros años en el Jardín Infantil Usatama y luego se matriculó en el Agustiniano de Ciudad Salitre. Algunos lo recuerdan como un adolescente presumido, buscador de pelea, pero sobre la mesa de la sala sus padres tienen su forma de decir que no fue así: reconocimientos que Carlos obtuvo en el colegio como ejemplo de los valores agustinos. “Mi hijo es una persona que se adapta a toda situación”, dice su mamá, que interrumpe la entrevista porque suena su celular y puede ser él. En efecto, es Carlos, que la llama desde la cárcel. María del Pilar le pregunta cómo está y se sorprende con la respuesta de que ese día su hijo haya almorzado sopa. “Nunca tomaba”, cuenta ella después. A Carlos le ha gustado sentirse mimado, siempre, el centro de atención. Por eso anda pendiente de su imagen. Se peluquea con frecuencia para mantener el corte, manda arreglarse las uñas, se depila las cejas, compra siempre ropa de marca. Ropa que él mismo lava y arregla: no deja que nadie más la toque. Su armario, en una habitación pequeña, es ordenado. Se sabe guapo, cotizado entre las mujeres. “Ha vivido rodeado de amigas que quieren ser su novia”, dice su familia. Asmático, bailador de reguetón, futbolista de fin de semana con un equipo del que también forma parte su papá, Carlos solía ir en su Volkswagen Jetta a la Universidad de los Andes, donde cursaba séptimo semestre de Ingeniería Industrial, carrera que planeó estudiar para trabajar en un futuro en la fábrica de su familia. La empresa se llama Acoples Cárdenas, manejada por sus padres. Puede ser que su postura altiva, esa forma como aparece ante las cámaras, manos en el bolsillo cuando es llevado detenido, eso que le dijo a su mamá respecto a que todo lo que le estaba pasando “hacía su vida más interesante”, sea lo que ha llevado a muchos a pensar que hay cierto descaro en él. Su mamá, que esta actitud se debe a que “Carlos es fuerte y sabe que va a salir libre de esto”. El camino todavía es incierto para todos los implicados en este caso. Pudo haber sucedido que, entre las carreras, los vodkas tomados, la ansiedad, Luis Andrés Colmenares haya caído al caño, la corriente se lo haya llevado y haya muerto así. O que una pelea de muchachos haya subido de tono y provocado su muerte. Pudo haber sucedido tanto, por ahora cada implicado anuncia nuevos testigos, en la calle cada cual tiene su versión, se mencionan guardaespaldas y manos oscuras que lograron hacer desaparecer las grabaciones de las cámaras de seguridad del sector, pudo haber negligencia en la primera necropsia. Pudo haber sido una pesadilla, pero es real: Luis Andrés Colmenares está muerto y todavía nadie sabe qué pasó.