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“La máquina de la inseguridad”, el libro de Esteban Rodríguez Alzueta, se lee y se proyecta. Cada capítulo muestra piezas, engranajes, ensambles aquí, pero también las juntas que no encastran, líneas de fuga posibles, fisuras. El concepto de artefacto es un GPS perfecto para recorrer un texto en el que las más variadas expresiones coyunturales del conflicto asociadas a la seguridad aparecen enlazadas con lo más granado de la teoría social y la filosofía pero también con el refranero popular, el rock y el cine, en parejas que causan sensación. Mis preferidos: Divididos y Albert Einstein; un refrán de su abuela con Mao, un apoyo teórico en Tarrow y Tilly con Buster Keaton.

Visualmente la máquina podría ser un tetris. Del lector dependerá encajar, girar, correr a un lado o al otro, viendo cómo se configura la máquina hasta esclarecernos por qué en toda la democracia las experiencias políticas de gestión en materia de seguridad que se han propuesto encarar cambios con sentido democrático, siempre terminan en game over. Criminalización de la protesta social, patriarcado judicial, espionaje en una base militar, una sensible reflexión sobre la centralidad del consumo en las vidas jóvenes, un planteo sumamente lúcido sobre la sindicalización y la necesaria laborización de lo policial, el encarcelamiento como managment del precariado, son sólo algunos de los temas; piezas de un caleidoscopio que nos deja ver la máquina y sus infinitas configuraciones. Lo principal son las piezas constantes, las invariantes, explicando por izquierda o por derecha, por qué las cosas terminan siempre en el mismo punto, lo policial, lo punitivo.

El texto porta una politicidad refrescante para debates encallados entre el fascismo letal y una izquierda que incluye a todo el progresismo encaprichada en negar la importancia del tema, a las profesiones de fe según quien esté a cargo, o peor aún, apostando a una abolición que no llega y nos tiene eternamente en cuanto peor, peor. La máquina se puede asaltar por capítulos, al calor de las impredecibles vueltas que la agenda de seguridad, siempre en modo montaña rusa, plantee en la militancia territorial, en el debate legislativo, en la discusión mediática y/o en la diatriba académica.

El texto nos propone dar “pequeños pasos sobre el sentido común, buscando construir nuevas expectativas, sacudir los estratos obsoletos de la sociedad, construir clisés a la altura de las grandes audiencias”, algo que logra sin simplificar ni subalternizar, apuesta a la inquietud antes que a la imposición. “Yo escribo pensando en mis tías favoritas (…) imágenes fantásticas de la gente común”, dijo Christhie, a quien el texto reconoce y aunque es más explícitamente gramsciano, este texto logra ese tono. Como bien señaló María Pía López en su presentación del libro, posee musicalidad, tiene ritmo, nos lleva.

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Aproximaciones a la máquina

Domat dijo en el siglo XVIII “sólo porque hubo policía, hubo ciudad. París es la primera ciudad del mundo gracias a la perfección de su policía”. Aquí y ahora Esteban Rodríguez dice: “No imagino una sociedad sin policías”. Y entonces reflexiona y propone sin prejuicios qué hacer con la policía, con los compañeros policías, provocando sin dejar ya margen para hacernos los distraídos. No es canchereada ni cinismo. Del otro lado, queda recoger guantes como ese para apuntar a la construcción de un modo matricialmente distinto de comprender el gobierno de la seguridad en democracia.

La vecinocracia, otra estrella y pieza clave del artefacto, es puesta en evidencia sin demonizar. Por el contrario, explica su constitución y echa luz sobre las distintas posibilidades de malversar como autoritarismo social demandas legítimas, pero también habla de las formas en que nosotros —ineludible el uso inclusivo del plural— cooperamos vehiculizando nuestros propios miedos. Vecinocracia somos todos y todas.

Es una categoría necesaria para comprender la centralidad de lo policial como recurso monocorde de progres y nada progres a la hora de gobernar en nombre de la seguridad. También nos muestra cómo se construye, dejando ver que la máquina también se apoya en piezas con forma de bravata mediática y utiliza como combustible pánicos morales de las formas más diversas. Resultado, siempre sentados en la mesa de una espectacularidad cada vez más violenta, cada vez más llenos de miedo. Ahí, la encrucijada, “cualquier proyecto de reforma deberá medirse no solo con el oportunismo de la oposición, sino con el imaginario conservador de la sociedad”, dice Esteban.

En “Qué hacer con la ley y el orden”, Young y Lea citan una investigación en los años ‘80 en los suburbios de Londres, en particular, una reflexión a partir de un diálogo con Sal, una vecina de aquel lugar: “Que los cuelgen y los flagelen” dice Sal. Se ha hecho conservadora, no por reaccionaria, sino porque es demasiado débil y está terriblemente asustada. Las soluciones que impliquen una mano dura resultan atractivas cuando uno está solo y nadie puede ofrecer otra cosa. Y luego vuelve a Sal que le dice: “La razón por la que quisiera salir de este barrio, es que juro por Dios, me está convirtiendo en fascista. Y yo he sido socialista toda mi vida”.

Evoqué esa anécdota apenas terminé de leer el libro. Siempre creí que el momento en que uno se autopostula a salvo de la ola fascista, las cosas no van bien. No somos tan diferentes a los demás, tarde o temprano, podemos sentir miedo, la capacidad reflexiva no es perenne.

Es una llaga en los procesos de corte popular que han producido redistribución y conquista de derechos y autonomías, que se hayan mantenido y reforzado matrices tan autoritarias y miedo dependientes, profundamente conservadoras cuando se trata de seguridad. Continuar así nos conducirá, como hace tiempo advirtió Alberto Binder, a democracias autoritaria con sociedades castizadas en las que la violencia como contraseña social de la que nos habla Esteban dejará de ser apocalipsis por venir. Al respecto, “Vamos a la guerra” es un excelente capítulo.

¿Hacia dónde ir? Se agradece del texto la insistencia con la militancia, no la de slogans, no la llorona sobre lo derramado, ni la ingenua que asegura impunidad a costa de reconducir todo a la revolución que, por lo pronto, pinta seguir siendo un sueño eterno. Se insiste, con argumentos y propuestas, con una militancia que se tome las cosas en serio, y así como nos dice que no imagina mundo sin polis, de la mano de Balzac, otra vez insistirá en lo central: “los gobiernos pasan, las policías permanecen”.

A muchos, aunque no nos guste el cómo, la máquina aún “nos cuida”. Y esa es parte medular de los problemas enormes que enfrentamos para construir una política de seguridad democrática; que solo puede ser aquella en la que no se necesite construir la seguridad de algunos (cada vez menos) de nosotros, a costa de miles (cada vez más) de otros. Para desmontarla, hay que conocerla. Empezar por leer el libro es un excelente punto de partida.