Un estudio mundial les preguntó a hombres y mujeres qué es lo que más temen del sexo opuesto. La mayoría de los hombres respondió que temía que las mujeres se rían de él. Todas las mujeres respondieron que tenían miedo de que las maten.

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Por Mercedes Romero (*)

A los cuatro años, esperando a que me den una vacuna, un nene llora adelante mío y la madre le dice: “Hijo, no seas maricón”. A los cuatro años me pregunto por qué el miedo es un sentimiento reservado a las nenas.

A los cinco años, me quiero hacer mi guardapolvos con canguros. La modista le dice a mamá: “Esos modelitos son para nene. ¿No prefiere estos de flores?”. “Mirá que lindas”, me dice a mí. Yo pienso que sí, pero que no se mueven. Las flores son aburridas, en cambio los canguros saltan y viven en Australia. Lo vi en un documental de Discovery con papá.

A los siete años quiero jugar al fútbol en la clase de gimnasia y la profesora me dice que eso es para los varones, que elija entre handball y volley. Yo le digo que no tengo primas, que tengo siete primos nenes que me mandan al arco y me cagan a pelotazos, pero que me sacaron buena. Ella dice que no, que no es un deporte de nenas. Pienso que la modista y ella deben ser familiares.

A los nueve años mi tía no lo deja a mi primo quedarse en mi casa porque él le contó que jugamos a las Barbies. Ahora mi primo tiene una hija hermosa con la que probablemente se va a cansar de jugar a las muñecas.

A los once años una maestra me dice frente a todo el salón que me enderece, que estoy toda encorvada, que así nunca voy a conseguir novio.

A los trece años me ponen una amonestación por concurrir con el uniforme de gimnasia días sin actividad extracurricular. Le explico a la directora que con pollera tengo frío. Me dice que me compre unas buenas medias de lana.

A los catorce años le cuento a mi abuela que un compañero me carga y me pelea todo el tiempo. Su amiga de la Iglesia me dice: “Es porque le gustás. Si te trata mal, es que le gustás”.

A los quince años hablamos de chicos y besos. Una amiga dice que tenés que esperar a que te busquen, que si vos los buscás sos una puta.

A los diecisiete años me entero de que una amiga fue violada por un primo. La familia no lo denunció. Es más, no hay que decir nada. No sea cosa de que la familia quede mal parada.

A los diecinueve años elijo la orientación de creatividad para la carrera de publicidad. Los profesores dicen que por qué no sigo cuentas, “si sos linda y piola”. Las creativas mujeres la tienen que parir mucho.

A los veinte empiezo a trabajar en mi primera agencia. Soy la única mujer en creativos. Es verdad. La voy a parir.

A los veintidós me preguntan si soy lesbiana porque no quiero jugar a un juego donde tenés que tomar alcohol si perdés. “Si no querés tomar” –aclaran- tenés que meterte un puño en la boca”. Siempre que no respondas al método de conquista más básico y primitivo, serás homologada como lesbiana, así como el hombre que expone su sensibilidad será catalogado de “puto”. Como si eso fuese un insulto.

A los veinticuatro años un tipo se masturba al lado mío en el tren.

A los veinticinco un chico se horroriza porque lo invito a salir.

A los veintiséis le digo a una tía que me pregunta constantemente “para cuándo el novio: “¿Y vos? ¿Para cuándo el jonca?”

A los veintisiete, en unas vacaciones, me entero de que las dos amigas con las que viajé fueron violadas.

A los veintiocho escribo esto esperando que algún día nos demos cuenta de que el sexismo nos hace mierda a todos. No sólo a las mujeres.

(*) Mercedes Romero es autora de Los mil y vos. Escribe en @merconfiltro poesía y textos cortos.