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Ilustración: Ricardo Atl

Carlos Sánchez. Spleen Journal.-

México, DF.- La cárcel es un tatuaje en la mirada. Un rencor permanente en las entrañas. La alegría de saber que dentro de una celda se duerme en paz. En ocasiones el insomnio eterno.

Javier Pérez Navarro habita, desde hace catorce años, ocho meses, en el Reclusorio Norte: edificio D, pabellón seis, pasillo tres, celda nueve.

Come del rancho tres veces al día, a veces camina los páramos internos, allá donde religiosamente una parvada de pájaros le significan la dulce crueldad de la libertad. “Parecería que los pinchis pájaros nomás vienen a torearme, a burlarse de mi encierro, pero total, me lo merezco, ¿no?”.

De cuando en cuando visita la biblioteca del Centro Escolar. Hace unos días le dio por anotarse en un curso de Escritura Creativa, “Nomás para ver qué sale, para ver si aprendo algo, porque sabes, a mí nunca me gustó la escuela, pero aquí adentro como que uno le agarra sabor”.

Javier tiene la mirada de un niño tristemente travieso, en la cabeza lleva vestigios de que alguna vez tuvo pelo, el vientre pronunciado lo hace sentirse incómodo, como si le estorbara en cada paso que da.

Mira taciturno, como si le costara trabajo levantar los ojos, como si los años preso le hubieran minado de a poco las energías para observar con seguridad.

Pero las palabras fluyen sin límites. Si un compañero de prisión pregunta, Javier responde. Si un favor se requiere, él brinca y adelante con la encomienda. Javier opina de esto y de lo otro, y en el momento en que la conversación sobre su historia de vida ya le ajusta de prestancia, anda las calles de su barrio, los instantes de un arma en sus manos y darle pa’bajo a Juan y Pedro.

Allí en la canchita del Centro Escolar, donde los alumnos del taller de Escritura Creativa toman un receso, Javier dice lo que es.

De niño hice pequeños robos en mi escuela, pero lo que considero mi primer acto delictivo fuerte fue cuando tenía ocho años de edad. Estábamos mi hermano y yo encerrados en una recámara; había una ventana que daba al patio, tenía varillas para que no saliéramos, pero yo cabía por entre las varillas.

Me salí a revisar los departamentos de otro edifico, sabía que tenía poco tiempo para actuar porque la sirvienta tenía instrucciones de mi padre de venir a revisar que no nos saliéramos del cuarto. Subí las escaleras del edificio, no recuerdo cuántos pisos revisé, el caso es que por la ventana de un departamento me asomé y no vi a nadie, empecé a aflojar el pasador agitando la ventana, cuando por fin abrió me metí a la recámara, empecé a buscar en los cajones y encontré un baulito con monedas, las agarré, me salí rápidamente.

No sabía si había personas en las otras habitaciones, me regresé rapidísimo a mi departamento. En el momento en que me estoy metiendo se abre la puerta de la recámara, era la sirvienta, me sorprendió entrando por la ventana, se me ocurrió sobornarla y ofrecerle la mitad del botín, aceptó, contamos el dinero, lo repartimos en dos y me fui a la tienda a comprar chucherías.

Así pasaron los años, un robo aquí, otro allá. Después vino aquel día de junio de mil novecientos ochenta y ocho, miércoles al anochecer. Fui a visitar a mi papá, él me contó que tuvo un sueño y que algo me pasaba, pobrecito, recuerdo cómo me rogó que ya no siguiera robando. Yo en lugar de aceptar su petición alardeé que acababa de comprar un rifle de asalto, que nada me pasaría. Él insistió, me habló de un sueño donde me veía ensangrentado, que algo terrible me pasaba. Yo no hice caso, tomé el dinero que me prestó, me retiré.

Al día siguiente, muy temprano, me levanté para ir a asaltar un banco. Días antes lo había estudiado, ya tenía todo listo: el coche, las armas, los cómplices, aunque mis cómplices no estaban muy listos, nunca habían robado bancos, eran miedosos, y era la primera vez que robarían conmigo. Ellos habían cometido otro tipo de robos, pero un cómplice mío, asaltante de bancos, los convenció para que nos acompañaran.

Nos reunimos en el punto acordado, nos trasladamos a la calle donde se encontraba el banco, no acostumbraba a revelar el lugar del robo hasta el día y hora del asalto. Les expliqué el plan, uno me esperaría en el coche, en una posición estratégica, el otro me esperaría en la puerta del banco y sería mi muro. Llegamos caminando y noté el temor de mi compañero, el que sería mi muro, pues caminaba a mis espaldas buscando salir de mi foco de visión lateral. Al voltear a buscarlo oí su voz que me dijo: Aquí estoy.

Él se quedó en la puerta, yo entré y exigí el dinero de las cajas, me retrasé queriendo abrir las bóvedas, cuando voltee a ver mi muro, no estaba, y había tres patrullas rodeando el banco. Tomé valor para enfrentarlos, porque no quería venir a la cárcel, quería que me mataran. Por mi mente pasó la idea de dispararle a los señores de las cajas, pero dije: mejor a los policías. Disparé hacia abajo de las patrullas y sin proponérmelo herí a un policía al que le rebotaron los proyectiles.

Salí del banco, disparé en ráfaga completa de izquierda a derecha, a las tres patrullas, los policías se parapetaron, pero al vaciarse el cargador de mi cuerno de chivo los policías salieron de sus parapetos que eran sus patrullas. Me dispararon, me pegaron un balazo en la panza, otro en el brazo, uno en la pierna y uno por la espalda, otro en la nalga.

Yo había arrojado el cuerno cuando me quedé sin cartuchos, pero saqué un revolver y le apunté a un policía que medio sacaba su cabeza por encima de la patrulla, al ver mi precisión para apuntar. Tuvo temor, esto pasó en uno o dos segundos, él instintivamente se arrojó hacia atrás, y yo sólo moví el revolver unos centímetros hacia la izquierda. Le disparé a su compañero que estaba a un lado de él, en ese momento recibí un balazo en el pecho, me desplomé.

Se me vinieron encima a golpes, porque había herido a un comandante, me doblaron el brazo baleado, me azotaron la cabeza contra el asfalto, me preguntaban los nombres de mis cómplices, los cuales por supuesto no revelé.

Mientras me doblaban el brazo, un policía recargaba su peso en mi espalda, yo sentía las costillas rotas, creo que el policía pretendía que me desangrara. En eso, llegó otro policía y obligó al otro a que dejara que me subieran a la ambulancia, pero yo quería morir y no venir a la cárcel, por eso no me dejaba auxiliar por los paramédicos, ni por el anestesiólogo. Pero viendo que quería morir, los doctores se aferraron a salvarme.

Hay algo importante que se me estaba olvidando: durante los segundos que duró la balacera, tuve una visión no muy clara, como de algo sobre natural de alguien que tenía sus manos en el pecho y oraba como intercediendo por mí, ahora supongo que era una especie de ángel de la guarda y pidió a la vida que me diera otra oportunidad. Fueron uno o dos segundos, no sé bien, porque lo vi no muy claro, y agradezco a Dios la oportunidad de vivir, aunque sea en esta cárcel.

Porque sé que vivir en la cárcel pues es tener también ratos de alegría, de esas veces que viene mi esposa a visitarme, y hacemos el amor, creo que no sólo para un preso, el placer más grande está en hacer el amor con una mujer, en amar y sentirse amado, a veces ese puede ser el único aliciente para vivir.

Ahora estoy enfermo de insuficiencia renal, me sacaron un riñón aquí en la cárcel, no sé bien si fue consecuencia de la balacera, o por pelear aquí en la prisión, o por negligencia médica, pero en cuanto a la pregunta esa que me haces sobre el deseo de vivir, no es fácil responderla, implica muchas cosas. Por un lado, sí me gustaría salir libre, acompañar a mi mujer, cuidar a mi hijo pequeño, pero por otro lado, esas expectativas no se ven nada posibles, y bueno, tal vez el deseo de vivir tenga que ir aunado a la fortaleza espiritual y a caminar cuesta arriba. Creo que por eso deseaba morir en el asalto, no quería enfrentar la cárcel como consecuencias de mis actos.

Pero aquí estoy, sentenciado a veintiséis años de prisión, y vivir preso tiene sus altibajos, te das cuenta de muchos errores, valoras lo que es importante, aprendes demasiado, e irónicamente puedes liberarte de muchas cosas que fuera de este lugar te aprisionaban.

La desventaja de este lugar es la rutina, la falta de libertad, las tensiones, la incertidumbre, la falta de trabajo, no poder ayudar a la familia, sentirse a veces como un vegetal, el convivir con extraños, el pensar que este convivio forzado puede ser para siempre, y que las autoridades no me den una oportunidad. Me puede enloquecer, porque estar preso en anti natural, el alma anhela libertad, y la cárcel de muchas formas la va matando. Para mí es complicado porque mi sentencia en la cárcel es mucho más tiempo que el que me queda de vida.