La escena de anoche en el barrio de La Boca es tan previsible como evitable pero para eso nada debería hacerse como se viene haciendo desde diciembre de 2015. La política de seguridad presentada como herramienta bélica es un reaseguro frente a la impronta estructural de desprecio y negación de derechos para cada vez más colectivos de personas –jóvenes, niños, migrantes, docentes militantes, líderes sindicales y sociales— que han dado en llamar “el cambio”.

A horas de que el Presidente de todos los argentinos dijera de manera peyorativa que lo trágico es “caer en la Escuela Pública”, a pocas cuadras de allí, cayó lo que sí cae siempre sobre los mismos de siempre: el estado policial en plan de cacería.

La política de seguridad hoy es, en gran medida, cebar policías mal entrenados, mal pagos, a cuyas conducciones a cambio se les promete rienda suelta, mirar para otro lado. Todos los responsables políticos de la seguridad en la zona metropolitana conducen a sus policías relegitimando la letalidad como recurso privilegiado, amenazan, avisan por la televisión, que van a responder, que no nos quejemos si actúan, que no pequemos de gataflorismo, como si en lugar de disparar armas y dar palazos, repartieran becas escolares, viviendas o planes recreativos.

No se trata de quitar peso a la gravedad de los hechos protagonizados por los policías que hicieron esa incursión desaforada que terminó, a esta hora, con la vida de una mujer de 41 años, con otra internada y con varias personas con heridas de posta de goma. Se trata de señalar que esa escena criminal de anoche, generada por el propio Estado y sus policías, no es nueva, ni excepcional, ni es ajena a la conducción política.

Detrás de cada nueva caída de la policía sobre los sectores populares, con muertos en nombre de la “seguridad”, la investigación seria y responsable sobre cómo fue usada la fuerza, es reemplazada por avales políticos, declaraciones criminalizantes de las verdaderas víctimas y encubridoras de los victimarios.

Eso se hace sin ninguna timidez, ni matices, tal como ocurrió con los escasos dichos y cómplices silencios ofrendados por la Ministra Bullrich a los Gendarmes que hace poco más de un año balearon una murga con niños, por poner un ejemplo.

Hasta tal punto se naturaliza la demonización de algunos territorios y personas que ni la cabeza agujerada por una bala de goma de un niño de ocho años movió el amperímetro del discurso oficial, inconmovible en la negación.

Armo mentalmente una lista de necrológicas producto de “actuaciones policiales” y me pregunto al menos sobre dos:

-¿Qué pasó con los policías que fusilaron a un joven en pleno barrio de once en diciembre de 2016?

-¿Y los que en ese mismo mes acribillaron a un mecánico en plena persecución a los tiros por el barrio de Mataderos?

Probablemente no haya pasado nada, podrían estar de cacería ahora mismo o protagonizar la próxima. Quizás, sospecho que para nada, están sancionados y expulsados. Pero desde diciembre de 2015 el control abuso policial no es noticia oficial, porque políticamente a este Estado le interesa comunicar otra cosa.

Y me temo, lo único que puede alterar coyunturalmente la escena es que se aparezca el caso que sostiene la demagogia del error y el exceso, el que se monta cuando la víctima es equivocada, cuando la policía aparece disparando al blanco, cuando el blanco no es el negro, como lúcidamente lo graficó hace tiempo Esteban Rodríguez Alzueta.

Aquella víctima que obtiene estatus de “inocente”, tal como eran distinguidas en plena dictadura cívico militar, expresión retomada y sobregirada comunicacionalmente durante la furia represiva que ofrecieron dos años de ruckaufismo.

 

Mucha tropa riendo en algunas calles: Una ciudad, muchos territorios

La experiencia muestra que los avances represivos sino no son cuestionados, impugnados, frenados, crecen exponencialmente con vocación de rutina.  La repetición es también una forma de validación, de persistencia en una dinámica que también es sacada del ojo de la tormenta a fuerza de reiteración.

Sólo mirando la escena metropolitana en el último año vemos que el desborde policial no funciona aisladamente. Inauguraron el 2016 con balaceras en el bajo Flores, lo terminaron con fusilamientos en Once y Mataderos en diciembre. A fines de 2015, La Boca fue escenario de despliegue represivo de la policía metropolitana, lo que casi le costó la vida a Lucas Cabello. Ahora La Boca, otra vez en 2017, escenario de una sinergia metropolitana al servicio de la muerte y la violencia que no puede sorprender porque la protagonizan fuerzas policiales entrenadas en tratar a esas zonas como junglas. Imposible en este punto no recordar que a fines de 2016 el Ministro de Seguridad de la provincia de Buenos Aires, Cristian Ritondo, convocaba a los y las jóvenes a sumarse a la Policía Bonaerense con la canción “Welcome to the jungle”, un hit de los ’90, de la banda Guns N’ Roses que dice, cosas más o menos así:

“Bienvenido a la selva se vuelve peor aquí todos los días,

se aprende a vivir como un animal”

Toda una declaración de principios, una propuesta motivacional cuyos ecos aparecen en intervenciones como la de anoche en el barrio de La Boca. Claro que no es tan sencillo. Si sólo fuera un lema musical mal escogido, alcanzaría con pasar a la próxima canción. Sin ir más lejos, en febrero para celebrar un foráneo día de los enamorados ese mismo Ministro publicó un mensaje institucional con la canción Allyouneedislove, en la misma semana en que un integrante de la policía a su cargo protagonizó un raid femicida con múltiples víctimas.

Podría ser anecdótico pero la negligencia, el marketing y la operación comunicacional como todo contenido también son propiciatorias de estos escenarios de muertes selectivas que privilegian territorios empobrecidos, en plan criminalizante.

Esas expresiones de violencia policial no son nuevas pero están adquiriendo regularidad en una escena política en que lo democrático aparece depreciado, -elecciones que son un lío o inconvenientes según la vicepresidenta- en la que el rol estatal es depreciado emparentando lo público con lo berreta, lo vulgar, lo ineficiente, lo sobrante y por traslación, a quienes dependen de esas mediaciones o las defendemos. Finalmente, es la misma escena en la que hace poco el Ministro de Educación hace unos meses invitó a asumir que la incertidumbre es el estado al que muchos deben acostumbrarse, probablemente los mismos que como toda certeza, ven a diario sí caer a la policía sobre sus su programas, sus planes, sobre sus propias vidas.

Nuestra historia reciente -porqué no la historia colonial completa que aún nos atraviesa- muestra hasta qué punto el saqueo, la concentración de la  riqueza, el desmantelamiento de derechos y el descenso en picada de las seguridades en clave social, se apoya en despliegues represivos. No es represión por la represión misma, no se reduce a lo ideológico, es programático e instrumental.

Boaventura de Souza Santos con su claridad habitual identifica formas contemporáneas de fascismo que se caracterizan por considerar superflua la democracia, que se gestan y reproducen con Estados que lejos de desactivar las demandas autoritarias la prohijan, las consienten o las invoca como aval. Una de esas formas de fascismo contemporáneo se despliega territorialmente en las ciudades donde opera un auténtico apartheid Social que permite en tono civilización o barbarie, condenar anticipadamente hasta naturalizar esas intervenciones como las de anoche en nombre de la “seguridad”

La precariedad en estos procesos de relanzamiento neoliberal -según vienen enseñando algunos en otras latitudes pero podemos pensarlo aquí-  también es en sí mismo un programa de gobierno, nuevas formas de aquellas técnicas de gobierno foucaultianas que se asientan en la consolidación de muchas vidas como excedentes que deben ser gestionadas.

Seguridad es la variable que permite articular, en una misma línea, a algunos como precarizados a través del miedo y otros como temibles, no sólo individualmente, sino en el marco de relaciones, modos de ser, modos de estar en el territorio, porciones misma de esos territorios.

En la medida en que la asimetría y la desigualdad son puntos de llegada y no distorsiones o errores de un cierto proyecto político —que al cabo de un año de nuevo gobierno las siete personas más ricas de este país hayan aumentado su riqueza no tiene nada de insólito, como la prensa insiste en hacernos creer— acierta Boaventura cuando señala que cada vez se vuelven más necesarias, más formas de exclusión particularmente severas y potencialmente irreversibles.

Como decía una lúcida consigna en la marcha de la gorra en Córdoba, escrita en primera persona por pibes acosados por la policía “el miedo que les venden, lo pagamos nosotros”. No conformarnos con el parte policial de turno, apostar a la comprensión es urgente porque, salvo un número cada vez más reducido de personas, la inmensa mayoría de nosotros estamos si en riesgo cierto de ser ofrendados para calmar los miedos por fabricar que están bien lejos de caer en la escuela pública pero se vuelven tangibles y letales cuando como anoche, lo que cae, es la policía.