maldonado-giuffra

Ilustración: Maria Giuffra

El 21 de setiembre de 1983 era miércoles, había sol y yo había cumplido años hacía poquito. Militaba en Humanismo y Liberación, era miembro de la Comisión de DDHH del Centro de Estudiantes de Psicología, trabajaba en Parker, estaba en pareja con Gustavo y vivía en Billinghurst y Santa Fe.

Seguramente debía rendir algún parcial de algo porque no fui a trabajar ni miércoles ni jueves: hacía semanas que nos preparábamos para prestar un cuerpo. Nuestro cuerpo.
Pertenezco a una generación que vió en vivo y en directo la conferencia de Videla en cadena nacional.

“Frente al desaparecido en cuanto permanezca como tal es una incógnita …no tiene entidad, no está ni muerto ni vivo”.

Lo dijo un jueves 13 de diciembre de 1979. Yo era una estudiante de secundario, y lo ví en blanco y negro: en mi casa la tele a color se compró recién para el mundial de 1982. Al otro día en el colegio intentaba que alguien me explique cómo era posible no estar muerto ni estar vivo.

Debe haber sido una de las primeras veces que me dí cuenta que el cuerpo era un lugar. Que además de ser un sostén de jeans y camperas, algo que bramaba por momentos y se caía por otros, un depositario de calenturas sin cauce aún, un cuerpo era un territorio. Y cuando faltaba, faltaba todo: el beso que le daba a mi papá al levantarme a la mañana, la borrachera que nos habíamos agarrado con mis amigas un viernes que conseguimos un departamento para nosotras solas y jugamos TEG y tomamos cerveza y un poco de whisky (cuya botella rellenamos con agua para que no se den cuenta) , las navidades y la incógnita si nuevamente me regalarían esa horrenda bombacha rosa tradicional, la profesora de historia de 90 años que nos hablaba de “usted” y nos decía “señorita”, las manos que sostenían los libros de memorias de Simone de Beauvoir, el culo que apoyábamos en tardes interminables en la plaza de Barrancas de Belgrano.

Algunos años después, con la dictadura cayéndose a pedazos, miles de personas nos agrupábamos en Plaza de Mayo, el Obelisco y donde hubiera algo de asfalto para extender unos papeles afiches enormes de color blanco a los que les íbamos a “prestar” un cuerpo para presentificar la ausencia.

Fue de una tarde/noche de mucha risa: la situación era tan macabra que nos defendimos como pudimos. En mi caso las bromas giraban a averiguar el nombre de desaparecidas de baja estatura, mientras algunxs me remarcaban el contorno con unos marcadores gordos que manchaban bastante. Otra de mis compañeras se puso una mochila en la panza como símbolo de embarazo, al lado mío se acostó un amigo que medía 1.90 “porque petisas y altos suelen atraerse”, y así entre risas y llantos –porque de veras era siniestro- se empapeló todo plaza de mayo, alrededores y donde pudiéramos pegotear las siluetas que llevaban un nombre y apellido, y la fecha de desaparición.

Luego vino el ritual de pasar la noche en vela en la plaza, comer pizza y tomar litros de mate, darnos unos besos, saludar a una multitud que iba llegando y marchar.

Años después se denominó a esa intervención Siluetazo. Yo no recuerdo –pude haberlo reprimido- ese término: la convocatoria era a la Marcha de las Siluetas, y yo escribí en un cuaderno: “Vamos a prestar un cuerpo, así ya no son más desaparecidos”. También lo escribí en la puerta del baño de la facu, que era como nuestro Facebook que leíamos desde el inodoro.

Los organismos de DDHH habían hecho un gran trabajo: mediante fotos amorosas –bodas, panzas, festejos de cumpleaños, bebés- las pancartas nos recordaban que no, que un desaparecido no era un “ni”, como pretendía Videla. Que eran una falta porque no estaban a la hora de cenar o de dar un examen, que no tomaban café por la mañana ni fichaban en las fábricas, que no iban al odontólogo o al ginecólogo, pero que se los habían llevado con vida. Y así los reclamábamos: vivos. Con un cuerpo territorio, de pie, con bigotes o pelo lacio, con sus panzas y pantalones Oxford, con las carteras multicolores, con los dientes intactos.

No lo conseguimos, pero si pudimos armar una historia con ellxs y darles a muchxs una tumba con nombre y apellido, baldosas que recuerden donde vivieron, padres y madres que los buscaron, huesos que fueron removidos del anonimato para tener un sitio donde alojarlos.

Faltan muchos aún, lo mismo que sus hijxs nacidos en cautiverio, apropiados, con cuerpo pero sin nombre y apellido propios.

Y desde hace 38 días el que nos falta es Santiago Maldonado.

De pocas personas supimos tan poco: en unos días era hippie, artesano, viajero, tatuador, hijo menor, atacante de puesteros de estancia, militante en la clandestinidad, viajero en Misiones, Paraguay o Brasil, guerrillero, propiciador de una nación “separatista” (financiado por Venezuela, o los kurdos, o una secta de alienígenas), anarquista, sucio, hermano menor.

De pocas personas supimos tanto: lo presentificamos en las universidades y colegios, en las redes, en marchas, en grito, en llanto, en pedidos, en videos, en canciones.

Ojalá pudiéramos ir los 250.000 que fuimos a la marcha a darle un abrazo a la mamá, que espera desconsolada un llamado, una señal, para volver a prepararle milanesas y mate.

Ojalá pudiéramos creer que ir a una marcha –aunque repriman, aunque haya corridas- no puede poner en juego una vida.

Ya sabemos la mugre que encubre la muerte en estos tiempos: leímos de Lucía Perez, de Micaela, de Araceli. De otras leímos también pero nos costó más ensuciar su memoria: Angeles Rawson, Lola, Chiara.

Lo que venimos escuchando de Santiago Maldonado hace 39 días es un enchastre.

Todxs tenemos alguna teoría al respecto, pero nadie lo busca seriamente. El gobierno no lo busca seriamente, para ser más concreta.

Se nombra a Santiago en todas partes, porque por más mugre y tierra que quisieron echarle encima hay una posición familiar sólida que logró empatizar en millones de personas. Una persona no puede desaparecer, insisto, luego de ir a una marcha. No puede desaparecer por hippie, artesano, mochilero, por apoyar una causa o aunque –no es el caso, pero aunque- tirara una bomba: para eso existe la justicia.

Una persona no puede volver a ser definido como “ni”.

Nosotrxs estamos buscando a Santiago Maldonado.

No hay ningún motivo para que no aparezca ya con vida.

Ni uno solo.

¿Puede la memoria ser un cuerpo?

En esta etapa, yo creo que sí.

Videla, ya sabemos, murió en la cárcel.

Alguién que dió ordenes y ejecutó planes que nos privaron de 30.000 personas murió en la cárcel.

Videla murió en la cárcel: nadie lo golpeó hasta matarlo, ni le pegó un tiro en la cabeza, ni lo tiró de un avión, ni lo enterró en algún sitio desconocido.

¿Pueden leer la diferencia?