Raquel PeyraubePor Raquel Peyraube / Cosecha Roja.-

¿Cuántas veces le dijo a su hijo que es un drogadicto? ¿Cuántas veces lo menospreciaron con eso de que “la droga te puede” o “la droga puede más que vos”? El mandato simbólico del fracaso no ayuda a una persona que tiene un uso problemático de drogas, lo lleva hacia el siguiente razonamiento: “Fallé de nuevo, no tengo arreglo”. La perspectiva de reducción de daños es una forma de cambiar la estrategia y el cannabis, una de las herramientas.

Mirar al paciente que tiene un consumo problemático a través del cristal de la reducción de daños no es más que es el resultado de la suma de ética y pragmatismo. Es decir, hay que intervenir sobre la realidad de los hechos. Las cosas no son como a uno le gustaría que fueran: son lo que pueden ser. Por eso, aceptarlas nos permite hacer intervenciones más eficaces. Aceptar no es sinónimo de resignación, como a veces se dice, sino que es el primer paso para cambiar lo que se pretende cambiar. Al menos eso es lo que se dice en muchos de los tratamientos de drogas: si no aceptás y reconocés lo que te sucede, no lo podrás cambiar.

Reducir daños no es solamente intervenir sobre los efectos de la sustancia. También es necesario actuar sobre el daño que produce el modo de consumo de esa sustancia (por ejemplo, los labios heridos por fumar paco con una lata y no con boquillas de silicona, compartir las jeringas, conducir bajo los efectos de las sustancias) y los derivados de la respuesta social y política al problema. El estigma que pesa sobre las personas que usan drogas y el hecho de que no haya servicios especializados como tratamientos de basados en la evidencia científica ni programas de reducción de daños como salas de inyección supervisadas no resuelve el consumo problemático. Lo agrava, porque refuerza la exclusión en la medida en que los dispositivos de atención no tienen en cuenta las características y subjetividad de la población con uso problemático. Por lo tanto, la mayoría de ellos no pide ayuda como la población general lo hace para cualquier otra situación de afectación de la salud.

¿Por qué no se ha intervenido en la problemática de las drogas de esta manera? Porque el pensamiento hegemónico sobre las drogas nos hizo romper la relación con lo evidente. En la medida en que podamos reflexionar con más ética humanitaria y pragmatismo, estas cosas no deberían pasar.

La idea que tenemos de las cosas define lo que haremos con ellas. Así, las leyes de un país y las reacciones del entorno son producto de la conceptualización del problema y ha determinado las acciones y reacciones frente a la problemática. Hay tres aspectos que la sociedad, la familia y quienes hacemos tratamientos deberíamos cuidar. El primero es procurar no hacerlos sentir culpables de su problema para evitar agravar el consumo. Las personas con uso problemático de drogas se sienten culpables por su conducta, pero no tienen las herramientas para gestionar el sentimiento de culpa. Para callarlo consumen más: “una dosis para mí, y otra para la culpa”. Ayudarlos a asumir la responsabilidad no es lo mismo que hacerlos sentir culpables, es muy distinto. El segundo es no reforzar la idea de “fracaso”. Las recaídas son parte de la evolución. Marcarlo, es como hacer creer a un alérgico que ha fracasado su tratamiento por haber estado expuesto a un ambiente con polvo. Haciéndoles sentir fracaso, promovemos la idea de que no tienen solución y como consecuencia se abandonan al consumo. El tercero es el de la “no autoeficacia”. No es verdad que “querer es poder”; el mandato moralista y voluntarista no funciona para salir del problema, lo refuerza. Debemos promover en estas personas la autoeficacia proveyendo una caja de herramientas concretas para prevenir la recaída e intervenir en sus conductas de uso. Poder es poder.

En el uso problemático de drogas, el cambio no es una acción puntual. Se trata de un ciclo de cambios progresivos, de una historia de cambios. A veces, cuando la persona recae la familia se siente traicionada pero, en realidad, lo que le falta es información sobre cómo es el proceso adictivo. Con prácticas de reducción de daños, además de evitar los tres sentimientos que agravan el consumo, esa recaída es más breve, tiene menor impacto en la persona y evita que se sienta en “un punto cero”.

Otra cuestión que deberíamos revisar es el uso abusivo de la palabra drogadicto o drogodependiente al referirnos a las personas que usan drogas, pues definimos y fijamos su identidad en torno a la sustancia. Ante todo son personas, personas que tienen una conducta aprendida. Y como todo lo aprendido, puede ser des-aprendido para aprender algo nuevo.

Desde que me recibí hace 28 años trabajo en el uso problemático de drogas. La formación de entonces no incluía esta área de intervención e intuitivamente apliqué lo que la medicina me había enseñado para cualquier otra situación de enfermedad: utilicé técnicas en reducción de daños, que no es más que lo que se conoce como prevención secundaria. En este campo, como en cualquier otro de la medicina, nuestras acciones deben ser éticamente correctas, basadas en el conocimiento científico, demostrablemente eficaces y empáticas con la persona.

Para definir las acciones deberíamos poder pensar con libertad y valores humanitarios. Sin prejuicios ni moralizando la cuestión. Pero también evaluando los resultados de las prácticas dominantes. En realidad son pésimos. El pensamiento médico, para el resto de los problemas de salud, cuando un tratamiento no funciona bien o no arroja los resultados esperados, busca nuevas estrategias, medicamentos, se investiga. Por qué en esta problemática no se actúa igual y se culpa del fracaso a las personas en tratamiento. No será que lo que estamos haciendo no es lo adecuado?

Un ejemplo de esto es lo que comencé a hacer hace 15 años, cuando entendí que las personas que usan drogas rechazan los tratamientos farmacológicos porque las más de las veces los han sobremedicado. Verdaderos chalecos químicos. También vi que sí apelaban a usar cannabis para evitar consumir otras drogas más peligrosas. Entonces decidí con ellos separar los mercados, tal como lo había hecho Holanda con los coffee shops. Decirle a una familia que fuera a comprar marihuana para su hijo sonaba descabellado. Yo les explicaba que, si el joven estaba en un proceso de abstinencia de cocaína (por ejemplo), era mejor que no fuera él a comprar cannabis. Era evidente -y sigue siéndolo- que el mercado clandestino le iba ofrecer cocaína, una droga más lucrativa y que genera más dependencia. Al principio reaccionaban horrorizados. Años después, me lo agradecieron: “Cuando acepté que usted me mandara a comprar la marihuana, me di cuenta de que mi hijo no era un delincuente y pude ayudarlo a salir del problema”.

El mandato ético de los médicos es acompañar a los pacientes en sus situaciones de salud y enfermedad y ayudarlos a mejorar la calidad de vida y la sobrevida en tanto sea posible respetando sus elecciones, lo que no es sinónimo de compartirlas. Si uno aplica la ética médica, la reducción de daños fluye naturalmente, pues sus pilares son los mismos que los de la Salud Pública: primero no dañar y luego hacer el bien, además del respeto por el derecho a la autodeterminación y justicia social. Todos estos valores han sido y siguen siendo vulnerados en la respuesta que la mayoría de los sistemas de tratamiento y los propios médicos han dado al uso problemático de drogas. De hecho, hemos sido parte del problema más que de la solución. Todo lo demás son conceptualizaciones más moralistas que científicas que se han ido elaborando en torno a las drogas y su uso. Bajo esas ideas, los médicos no estaríamos ejerciendo nuestro rol, estaríamos abandonando a los pacientes. A veces las personas con consumo problemático de droga son difíciles, es cierto. A veces mienten, también es cierto. Pero la mentira es dialógica: si lo hacen es porque sienten que uno no toleraría lo que tienen para decir, que no podríamos escuchar. Es a partir de la escucha respetuosa y empática que, juntos, podemos definir la mejor estrategia de intervención.

La “reducción de daños” no es más que la herramienta valiosísima que ha permitido cambiar el curso y pronóstico de muchas enfermedades: la “prevención secundaria”. La intervención se orienta a evitar los daños vinculados a una situación de enfermedad  dada. Y, a partir de allí, incidir en la evolución. Si llega al consultorio un paciente diabético, uno como médico le provee una dieta y una medicación y le explica los efectos secundarios. Si tiene una recaída, uno no lo echa de la consulta o del tratamiento: lo atiende, lo compensa, vuelve a trabajar sobre su situación y continúa con el trabajo de educación sobre su enfermedad. ¿Por qué habríamos de actuar diferente ante una persona con un uso problemático de drogas? Como médica, mi función no es decirle “está mal” sino: “cualquiera sea tu decisión, vamos a trabajarla para que no influya en tu calidad de vida y sobrevida”. Aunque resulte paradójico, en mi experiencia, esta actitud ha ayudado a muchas personas a revisar y cambiar su decisión de usar drogas. Cuando despejamos las variables que generan más dolor, muchas personas que usan drogas quedan más disponibles y accesibles para tomar nuevas y más saludables decisiones.

En Uruguay, a partir de la Ley 19.172 -que reglamentó la producción, distribución y venta de cannabis-, la reducción de daños es uno de los ejes de la política pública. Todavía falta avanzar: se está formando al personal. Los sistemas públicos de salud van a tener que cambiar la cabeza y aprender para educar a las personas de modo que no desarrollen usos problemáticos. Por el momento, los programas de reducción de daño han sido escasos y principalmente orientados al alcohol y al tabaco.

La investigación científica rigurosa va demostrando cómo los cannabinoides tienen algunos efectos que contribuyen a reducir la impulsividad y la compulsión, pues algunos de ellos son ansiolíticos, antidepresivo y antipsicóticos, como es el caso del cannabidiol, que además no tiene efecto psicoactivo. Muchas veces, los usuarios de drogas de mayor potencial adictivo y de daño, cuando notan que pierden el control de esas sustancias, pasan a usar cannabis. Algunos estudios observacionales muestran que más de un 50 por ciento detienen el consumo de la sustancia anterior, o al menos cambian el patrón de uso hacia uno menos problemático para la salud. Ya se ha demostrado lo que era una gran mentira -que la marihuana es una “droga de entrada”-. De hecho, la mayoría de las personas que usan cannabis no consumen otras drogas y ni siquiera las han probado.Por el contrario, en base a los hallazgos científicos, hoy sabemos de que en muchos casos tiene un uso potencial como droga de salida. La puerta de entrada es la superposición de mercados de las drogas.

La mayor parte de las veces, el tratamiento con cannabis no genera dependencia. Sólo ocurre en el 7 a 9 por ciento de los casos según distintos estudios, un porcentaje mucho más bajo que otros medicamentos que usamos en el tratamiento de las adicciones, como la metadona, las anfetaminas de acción prolongada, las benzodiacepinas, entre otras. Además, tienen menos y más leves efectos secundarios. Por otra parte, la generación de una dependencia depende del contexto: cuando se trata de uso médico, la dependencia es muy excepcional. “No lo estoy usando porque me siento mejor”, suelen decir los pacientes.

Invito a mis colegas a que comiencen a pensar con la libertad de la ciencia y no con el prejuicio y la moralina con los que nos han disfrazado el conocimiento científico en este campo. Y recordando que la Medicina es un arte que se nutre del conocimiento científico, no de otra cosa.

Finalmente, quiero dejar unas preguntas y espero que antes de rechazarlas, se den un tiempo para pensar: Si lo hecho hasta el presente no ha dado los resultados deseados, ¿por qué seguir reproduciendo el mismo modelo? Si el problema se ha ido agravando en lugar de mejorar, no será que no es el modelo adecuado? Animarse a dudar en este mundo de certezas catastróficas y buscar nuevas respuestas, puede ser una clave para mejorar el escenario y sobre todo la vida de las personas que usan drogas y sus contextos. ¿No será tiempo de cambiar? ¿Qué nos importa más, tener razón o ser eficaces y tal vez un poco más felices?

* Raquel Peyraube es Doctora en Medicina, consultora en Uso Problemático de Drogas y Políticas Públicas de Drogas, con formación en Toxicología, Psiquiatría y Psicoterapia Psicoanalítica. Es directora Clínica de ICEERS (International Center for Ethnobotanical Education Research & Service). Participó de proceso de elaboración de la ley 19172, y al presente es asesora ad hoc del IRCCA (Instituto de Regulación y Control del Cannabis de Uruguay) de distintos actores políticos en América Latina en el proceso de reforma de las políticas públicas de drogas.

FOTO: Cadena3