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Con el éxito de audiencia de la serie sobre Pablo Escobar, se abren varias polémicas. ¿Terminará el narcotraficante con más ‘glamour’ que condena y qué tanto ha cambiado Colombia 20 años después de la muerte del capo?

“Quien no conoce su historia está condenado a repetirla”. Ominosa y sobre un fondo negro, esta frase original del filósofo George Santayana ha aparecido en el pantallazo inicial de los primeros capítulos de la serie Escobar: el patrón del mal de Caracol Televisión. Además, los episodios concluyeron con una secuencia de imágenes reales de archivo que documentan el terror que el protagonista desató sobre Colombia. La intención de los realizadores de recordar al televidente que detrás del personaje de ficción se encuentra una dolorosa realidad aún tangible para miles de víctimas es muy palpable.

Cuando no han transcurrido más de dos décadas de la muerte del máximo jefe del cartel de Medellín, muchas heridas generadas por sus actos de barbarie siguen abiertas. Aunque para las nuevas generaciones de colombianos Pablo Emilio Escobar Gaviria sea una figura fantasmal o un ícono para estampar en camisetas, los mayores de 25 años alcanzan a recordar la zozobra de las bombas, el miedo a los atentados y los magnicidios de los mejores colombianos. Por ende, emitir una serie de televisión en horario triple A que cuente la vida del más poderoso y desalmado narcotraficante de la historia del país disparará no solo las audiencias para el Canal Caracol, sino también no pocas polémicas.

En una semana de estar al aire y tras una ambiciosa campaña de expectativa, Escobar: el patrón del mal encendió tanto televisores –el primer capítulo más visto de la televisión nacional– como debates. Para unos no es más que la continuación del exitoso formato de ‘narconovelas’ como El Capo que termina dibujando el crimen como una opción atractiva y glamorosa. Para otros, constituye una buena oportunidad para recrear y contextualizar unos de los periodos más convulsionados de la historia de Colombia. Otras voces, como las del exalcalde de Medellín Juan Gómez Martínez, se preocupan por las consecuencias sobre la capital antioqueña: “Volver sobre estos hechos recordará elementos que hemos trabajado por superar”.

En reciente entrevista con SEMANA, los creadores de la serie, Juana Uribe y Camilo Cano, reconocieron que “queremos que se dé un debate sobre el pasado: no revivirlo por revivirlo”. Para Camilo, hijo de Guillermo Cano, director de El Espectador, asesinado por sicarios de Escobar en 1986, “se debe mostrar lo que pasó para nunca volver atrás”. Uribe, por su parte, hija de Maruja Pachón, secuestrada por el capo, y sobrina del inmolado Luis Carlos Galán, afirma “una de las cosas más impresionantes de la serie es ver esos 20 años en su conjunto…¿Cómo logramos sobrevivir?”.

Reflejar episodios de la historia nacional y recrear graves problemas sociales no ha sido ajeno a la televisión colombiana, desde el propio narcotráfico como en la telenovela Amar y Vivir a finales de los años ochenta hasta la violencia intrafamiliar en la más reciente El último matrimonio feliz. Las grandes producciones de la pantalla chica han tocado desde la historia de los ingenios en Azúcar, la colonización antioqueña en La casa de las dos palmas o los medios de comunicación en La alternativa del Escorpión. Dentro del subgénero del melodrama ‘narco’, las historias han girado en torno a sicarios (Rosario Tijeras), la lucha interna de los traficantes (El cartel de los sapos) y los impactos sociales de la cultura mafiosa (Sin tetas no hay paraíso).

La diferencia es que Escobar: el patrón del mal no solo está basada en una seria investigación periodística, La parábola de Pablo de Alonso Salazar, sino también incluirá con nombre propio algunos mártires que se enfrentaron al poder del cartel de Medellín como Luis Carlos Galán, el exministro Rodrigo Lara y el periodista Guillermo Cano. Los familiares de estas víctimas no solo aceptaron el uso de los nombres en la serie, sino también asistieron a la premier de la semana pasada. Pasar de un producto de pura ficción a un libreto que retratará a figuras históricas contemporáneas es un desafío delicado para los creadores, el libretista, los directores y hasta para los actores.

Una cosa es tomar algunas libertades narrativas para pintar un personaje de la época de la Independencia como Policarpa Salavarrieta, importante pero lejana, que construir para televisión una representación de Luis Carlos Galán, un ícono tangible de la política. En términos dramatúrgicos, ¿los personajes ‘buenos’ tendrán la misma fuerza que el famoso villano? ¿El Estado será, como en las ‘narconovelas’ anteriores, débil y corrupto? ¿Será capaz la serie de contar la evolución ideológica de Galán o el compromiso con la libertad de prensa de Cano con la misma atracción que el macabro ingenio empresarial de Escobar? ¿Serán los discursos galanistas, el desempeño ministerial de Lara y los editoriales de Cano tan impactantes y atractivos como los embarques, las fiestas, los atentados y las mujeres de los narcos?

Basándose solo en los primeros episodios, no es fácil emitir una opinión. Los hechos han estado exclusivamente centrados en los inicios de la carrera delincuencial del jefe del cartel de Medellín sin mayor aparición de los otros personajes con nombre propio. Sin embargo, cabe recordar que en ese mismo momento cronológico Luis Carlos Galán acababa de desempeñarse como uno de los ministros más jóvenes de la historia y Guillermo Cano llevaba varias décadas de ejercicio periodístico en El Espectador. Más que registrar el punto de vista de las víctimas, el complicado reto para los realizadores al incluir a Galán, Lara y Cano es lograr que no terminen reducidos a buenos ‘personajes de reparto’. Solo con el transcurrir de los episodios se podrá saber.

La creciente preocupación por la apología a uno de los delincuentes más famosos de Colombia y del mundo tiene fundamento. No solo como eje central de la producción, sino también por la fortaleza del personaje, Escobar seguramente se tragará la historia. La atracción que genera el capo antioqueño es tan grande que ha sido protagonista de sendas obras de los dos artistas más importantes del país: el escritor Gabriel García Márquez y el pintor Fernando Botero. De hecho, junto con el Nobel de Aracataca, Escobar es lamentablemente el colombiano más reconocido allende las fronteras.

A esto hay que sumarle las calidades actorales de Andrés Parra, quien da vida al narcotraficante. Su parecido físico y lo que va de su interpretación le han ganado aplausos y han generado empatía con el público. Para el crítico de televisión Ómar Rincón, “se ha vendido que en la historia Escobar va a quedar como el villano que fue y hasta ahora es la de un joven que con ingenio, viveza y seducción típicos colombianos sale de la pobreza. Los sentimientos que se despiertan en los primeros capítulos son los que el televidente mantiene durante toda la serie”.

Que Pablo Escobar termine convertido en un símbolo de cultura pop como Betty, la Fea, en un malo de caricatura como Guadaña o en un villano ‘complejo’ como Tony Soprano o el doctor House, no es el único de los escenarios que deje la emisión de esta serie que rompe récords desde su primer capítulo. Otro es el inevitable paralelo entre la sociedad colombiana de los años ochenta, que la pantalla mostrará noche tras noche, y los tiempos actuales.

Con más impacto que una película de cine, las series de televisión, por su formato y duración, constituyen el espacio propicio para retratar con lujo de detalles épocas difíciles y periodos de cambios. Dos ejemplos recientes se encuentran en España y en Estados Unidos. Cuéntame cómo pasó, de Televisión Española, estrenada en 2001, muestra las vivencias de una familia ibérica de clase media en los años de transición de la dictadura de Francisco Franco a la democracia. Mad men de 2007 aprovecha una agencia de publicidad para reflejar las transformaciones sociales, políticas y económicas que atravesó la sociedad estadounidense durante la década de los sesenta. Esta serie norteamericana ha servido de excusa para debatir desde el racismo y la entrada de la mujer al mercado laboral hasta el consumo de cigarrillo y el alcoholismo. Otro caso, ya en clave de comedia familiar, es el clásico Los Años Maravillosos y la pubertad del entrañable Kevin.

Un debate de esta naturaleza podría ser generado por Escobar. Aunque a primera vista, el narcotráfico, el Estado débil, la corrupción, el dinero fácil y la violencia son protagonistas en la serie y continúan hoy día, no se trata de fenómenos idénticos. En algunos aspectos Colombia ha experimentado avances y se ha fortalecido como sociedad, mientras que tristemente en otros los tiempos del cartel de Medellín abrieron la puerta a peores dinámicas.
Un cuarto de siglo después de la guerra contra Escobar y sus secuaces, el Estado no es tan débil ni tan poco preparado como se viene mostrando en los primeros capítulos. A nivel central, el aparato gubernamental se ha fortalecido en su lucha contra el tráfico de drogas así como el entrenamiento de los organismos de seguridad. Mientras la Policía Nacional es hoy un referente mundial en combate contra este crimen transnacional, la infiltración del narco en las cúpulas de los poderes públicos es menos descarada y más perseguida. Esto no significa que estas redes delincuenciales hayan dejado de corromper a policías, jueces y fiscales ni que no existan nexos con algunos congresistas. No obstante, hoy es muy difícil que un capo del nivel de Escobar llegue al Capitolio, como seguro se verá en la novela, ni que el aparato estatal sea sobornado tan abiertamente.

En materia de violencia social, las cosas también han cambiado de tenor. Escobar aterrorizó tanto al colombiano del común como a la clase dirigente que se interpuso en su camino. Combinó la más brutal violencia como hacer explotar un avión de Avianca con el asesinato selectivo de sus contradictores como el magnicidio de Galán. Atacó tanto a policías rasos, a quienes puso precio por su cabeza en Medellín, como a dignatarios del Estado como el ministro Lara Bonilla y el procurador Carlos Mauro Hoyos. Construyó un aparato militar capaz de mantenerlo libre del brazo de la ley, de enfrentar de tú a tú al gobierno y de obligarlo a construirle una cárcel propia como La Catedral. A finales de los años ochenta, el Estado colombiano se encontraba arrinconado e incapaz de responder a la amenaza terrorista de los narcos.

Hoy la naturaleza del conflicto interno es muy diferente. Si bien los sucesores y contemporáneos de Escobar le inyectaron a la guerra el más potente de los esteroides, el dinero de la cocaína, la amenaza no se concentra en un solo individuo. De manera sistemática, la fuerza pública ha venido recortando la vida útil de los cabecillas narcos de décadas de dominio a pocos años. A diferencia de la época de los dos grandes carteles, el panorama del narcotráfico modelo 2012 es de muchos más capos, más fragmentados, menos poderosos y que, en vez de intentar arrodillar al Estado, le huyen o tratan de corromper sus mandos medios. La estructura misma del negocio se ha transformado, gracias en parte a la presión de las autoridades colombianas, y las organizaciones locales han cedido protagonismo a sus socios mexicanos. El puesto de Escobar, con similar crueldad pero menos importancia global, sería hoy ocupado por Joaquín ‘El Chapo’ Guzmán del cartel de Sinaloa.

Hasta para Estados Unidos el tráfico de drogas de dejó ser prioridad en su lista de amenazas a la seguridad nacional después del 11 de septiembre de 2001. Mientras Pablo Escobar fundó su banda de Los Extraditables, que preferían “una tumba en Colombia que una cárcel en Estados Unidos”, los capos colombianos hoy negocian penas suaves y tratamientos generosos en las prisiones norteamericanas en vez de entregarse a la Justicia nacional. Aunque diferente en sus impactos, redes y violencias, el narcotráfico continúa hoy como principal protagonista del conflicto interno y como fuente de captura, corrupción y debilitamiento del Estado. De hecho, ese legado corrupto es el cáncer que sigue haciendo metástasis en el país 20 años después de muerto Escobar. Para Enrique Santos Calderón, exdirector de El Tiempo y testigo de primera mano en estos 20 años, “el Estado ha avanzado en su concepción jurídica y política, pero lamentablemente también lo ha hecho en su corrupción interna”.

Igual de agridulce es el balance de la infiltración social de los narcos en la sociedad colombiana. Por un lado, es menor la tolerancia a los dineros de la droga en la actividad política y a la ostentación de la riqueza que caracterizaron los años ochenta. Zoológicos privados, reparticiones de dinero en comunas populares cual Robin Hood –como lo denominó esta revista–, haciendas lujosas y aviones despertarían hoy sospechas. Sin embargo, cuatro décadas de tráfico de drogas han calado en la forma en que muchos colombianos de todas las clases sociales y orígenes ven el trabajo duro, conciben el progreso económico, valoran la honestidad y hasta perciben la belleza de hombres y mujeres.