Por Kate Doyle, analista senior y directora del Proyecto de Documentación de Guatemala del Archivo de Seguridad Nacional.-

Cuando terminaron los treinta y seis años de guerra civil en Guatemala, en 1996, el país era una inmensa sepultura sin nombre. Más de 200.000 personas habían muerto o desaparecido en el conflicto, la mayoría de ellos civiles desarmados. Una comisión de la verdad establecida por los acuerdos de paz, la Comisión para el Esclarecimiento Histórico, abrió sus puertas en 1997 y comenzó desenterrando cadáveres por todo el país. Equipos de entrevistadores se repartieron visitando pueblos remotos para recuperar de primera mano hechos de masacres, violaciones, tortura y secuestros.

Las víctimas hablaban y hablaban; el estado permanecía en silencio. La comisión envió cartas a los ministerios de defensa e interior buscando información sobre las operaciones de las fuerzas de seguridad durante la guerra. Querían documentos: planes, órdenes, información de inteligencia, informes de operaciones, memorándum después de la acción. No recibieron casi nada. Los militares y la policía bloquearon las investigaciones y el gobierno les respaldó.

Los funcionarios guatemaltecos, se le dijo a la comisión, no documentaban sus asuntos diarios como los funcionarios en otros países más desarrollados. Resultaba imposible concebir que algún documento generado durante el régimen sobreviviera a la guerra.

¿Y por qué, después de todo, habría registros? En las ciudades, las fuerzas de seguridad habían buscado desmembrar las redes de la guerrilla sin dejar rastros oficiales. Escuadrones de la muerte operaban sin uniforme, en vehículos sin identificar, y los periódicos les hacían el juego reportando cada nuevo cadáver como el trabajo de “hombres sin identificar con ropa de civil”.

Asesinos anónimos despojaban de su identidad a las víctimas, aplastando caras y cortando manos. O les secuestraban y arrojaban los cuerpos al olvido de barrancos, lagos y fosas comunes.

En 2005, sin embargo, el silencio del gobierno se vino abajo. Ese Mayo, residentes de un multitudinario vecindario de clase trabajadora de la Ciudad de Guatemala, enviaron una queja al Procurador de Derechos Humanos del país, Sergio Morales Alvarado, sobre el indebido almacenamiento de explosivos en un puesto local de la policía.

La primera solicitud del Procurador a las autoridades para retirar las granadas, municiones, bombas de mano, proyectiles de mortero y sacos de clorato potásico acumulados durante años de redadas policiales, fue ignorada. Pero después de aparecer en titulares una inesperada explosión en una base militar cercana, unas pocas semanas más tarde, la Policía Nacional Civil estuvo de acuerdo en trasladar las armas a otro lugar.

El 5 de Julio, Morales envió un equipo de inspectores para verificar el traslado y fue durante esa visita cuando dieron con un archivo de la Policía Nacional guatemalteca.

La anterior Policía Nacional, era una institución asociada por entero a las atrocidades de la guerra civil que fue considerada irredimible y se disolvió en 1997. Morales inmediatamente obtuvo una orden del juez garantizándole acceso sin restricciones a los documentos para buscar evidencias de los abusos a los Derechos Humanos.

“El día que fuimos al archivo después de conseguir la orden del juez -dijo Carla Villagrán, una miembro destacada del equipo de la Oficina del Procurador- abrimos uno de los armarios archivadores en la primera habitación que entramos. Y allí había docenas de carpetas marcadas con los nombres de algunos de los más famosos casos de asesinatos políticos en Guatemala”. Entre ellas estaban carpetas con nombres como Mario López Larrave (un abogado laboralista y un popular profesor de derecho en la Universidad Nacional, muerto por el fuego de ametralladora cuando salía de su oficina el 8 de Junio de 1977); Manuel Colom Argueta (uno de los más prometedores opositores políticos, asesinado el 22 de Marzo de 1979, una semana después de registrar su nuevo partido político); y Myrna Mack (una joven antropóloga que trabajó con los mayas supervivientes de la masacre y que fue apuñalada hasta la muerte en el centro de la Ciudad de Guatemala el 11 de Septiembre de 1990).

“Y cuando abrimos las carpetas, encontramos no solo documentos de la rutina policial, sino toda clase de cosas”-nos cuenta Carla-. “Detalles sobre operaciones de vigilancia teniéndoles por objetivo antes de matarles, por ejemplo”.

La carpeta de López Larrave incluía una página escrita a máquina con una lista de doce nombres; el suyo estaba tachado con tinta. De los doce, nueve fueron asesinados o secuestrados durante los 70s por sospechosos de subversión. La aparición del archivo fue un enorme acontecimiento en Guatemala, aunque el gobierno intentara minimizar el descubrimiento.

“Por supuesto que tenemos documentos,” dijo el Ministro del Interior Carlos Vielmann. “¡Somos la policía!”.

Dos años y medio más tarde, la oficina del Procurador de Derechos Humanos está terminando su informe sobre el archivo. La publicación de dicho informe, establecida para el 2008, se realizará justo cuando el nuevo presidente tome posesión, después de una segunda vuelta particularmente tensa.

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