ni una menos mujer
Si existen regiones [del país] donde el número de suicidios es cuatro a seis veces mayor que el de homicidios, si estas muertes que en las estadísticas aparecen registradas como suicidios no corresponden con los modos más habituales de suicidios de mujeres y al mismo tiempo en dicha región las formas equivalentes de homicidios (ahorcamiento, estrangulamiento, sofocación, disparo de arma de fuego) casi no aparecen en su población de homicidios de mujeres, puede conjeturarse que en un número significativo de tales casos se trataría de femicidios encubiertos. (…)  ¿Cómo es posible encubrir estos homicidios? ¿Es tan simple hacer pasar un homicidio de mujer por suicidio? Cuando empezamos a difundir estos hallazgos de la investigación mencionada en los medios académicos, nos escuchaban con bastante incredulidad. No así quienes asisten a víctimas de violencia de género que han comprobado una y otra vez, que en esta temática todo es posible”
Ana María Fernández, 2010, en Femicidios: la ferocidad del patriarcado.

 

Celeste Grippo Martínez apareció muerta en un vestidor de un departamento en Lomas de Zamora.  Eso ocurrió luego de discutir violentamente por última vez con su marido, Víctor, y con el hermano de él.  Todo ocurrió el 29 de mayo de 2017, según contaron ellos mismos ante el fiscal. Es que participan del proceso como testigos.

Digo la última vez porque según la propia causa judicial había habido bastantes otras. Había una denuncia previa en una fiscalía, de 2013, por violencia de género contra Víctor, hubo fotografías del cuerpo con moretones, capturas de pantallas con diálogos de distinto tono, amoroso incluso.

Todos sabemos que las relaciones violentas no son un continuum de tormentas según el eufemismo furor del momento. Las violencias explícitas se trafican en medio de proyectos y planes que también aparecen en esos mensajes, al fin y al cabo se trata de un modo de relación, un tipo de vínculo que se asegura en el amasijo de contradicciones afectivas para nada unidireccionales propias de cualquier vínculo. Que haya mensajes afectuosos y proyectos futuros solo prueba eso, que los hay, pero no debería quitarle ninguna entidad a los otros, los tormentosos.  Sólo quienes sospechan de las víctimas los colocan en relación contradictoria o pretenden que unos neutralizan los otros.

Sigamos con los eufemismos. Las hermanas de Celeste también declararon en la investigación, entre otras cosas, sobre una discusión que presenciaron. Aquel día cuentan que a Víctor se “le fue la mano” -como les gusta decir a los partidarios de ocultar el dolo femicida- y casi la ahorca delante de ellas. Hizo falta la intervención de varias personas para “sacársela”, para que “la soltara”. También han declarado que las violencias eran familiarmente administradas, Víctor contaba con el auxilio de sus hermanos cuando de amedrentar a Celeste se trataba.

¿Qué más se sabe en esa causa? Que el sábado 20 de mayo  por la noche, una semana antes de que aparezca muerta, Celeste había mandado mensajes diciendo que ese día sí, se separaba, que esa vez sí ,era para siempre, después de seis años de relación plagada de malos tratos.

También hay una nota de tono suicida que no fue recolectada en una cuidada y aséptica escena del crimen, sino aportada por una hermana de los dos últimos varones que la vieron viva.

Una nota así invariablemente en un proceso limpio debería investigarse. Pero también toda la otra información considerada debería colocarse en perspectiva y el ángulo suficiente lo prevee el hecho de que la víctima es una mujer.  Un punto de partida que cualquiera que quiera rodear de eficacia investigativa su tarea recurriría sin matices a la sospecha de violencia de género, por varias razones sustanciales, lejos del snobismo o el cliché. Incluso para considerar el suicidio: ¿nos suicidamos igual todes?  

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De Tijuana al Beagle: nos son suicidas, son víctimas de femicidas

No podríamos aquí superar sospechas sugestivas acerca de la posibilidad de que Celeste, quien jamás manejó un arma, se dispare con el dedo del pie –así se sugiere en la causa- con una escopeta de caza que no le pertenece y cuyo cañón es casi 7 centímetros más largo que sus propios brazos. Para completar los datos, la escopeta estaba en un departamento del que según cuentan los testigos en la misma investigación, ella no tenía llaves porque Víctor, su pareja, no se las daba habitualmente.

Por una parte, es difícil no leer estos cabos sueltos, así presentados, bajo las nociones, significantes y representaciones de lo que a estas alturas se ha vuelto una rutina femicida. ¿Suena exagerado? Una mujer asesinada cada 30 horas da cuenta de un contexto en el que los femicidios expresan cómo el orden patriarcal de las cosas toma nota y se presenta reactivo,  ya sea reafirmando tradiciones misoginias bajo las retóricas de las pasiones y los arrebatos, o por qué no, disciplinando vía exterminio cuando ejercemos libertades, cuando decidimos sobre nuestras vidas.

Y si alguien objetara los apuntes de esta nota por parciales o sesgados, eso también es responsabilidad de una investigación que a un año del hecho muestra los resultados de no reconocer desde el principio que tratándose de una mujer muerta en este contexto, se sospecha femicidio. Y de ahí se parte. No es sólo curiosidad o morbo, son la legítimas preguntas que las víctimas – madre y hermanas de Celeste- se hacen hasta hoy, por eso importan.  

Esas preguntas existen porque también están pendientes medidas investigativas claves, más de un año después insólitamente pendientes según afirma su familia en un comunicado: una autopsia exhaustiva como no ha habido hasta ahora, de la que puedan participar peritxs de parte y que se aplique protocolo de investigación de femicidios, que se despejen dudas sobre la trayectoria del disparo, que se permita a la querella acceso a materiales a los que aún no se les permite acceder, que se pericie la ropa de Celeste y de los acusados, son algunas de las más acuciantes.

Es responsabilidad del fiscal ser minucioso con las medidas investigativas, lo dicen los tratados y las leyes. Las víctimas tienen derecho a involucrarse en la investigación y a que les rindan cuentas.  

Queda claro que cuando se trata de algunas víctimas, la desidia judicial transforma ese derecho en una carga y la somete a la dinámica del ruego y las pleitecías. Pero la terquedad que pare con las víctimas en América Latina es también muchas veces la única posibilidad de voltear la escena.  Porque acá se sufre, pero más se lucha.

La coartada de las suicidadas también forma parte del kit de impunidades fácilmente digeribles en el marco de los pactos macho–judiciales a escala, forma parte ya de la genealogía femicida continental.

Lo que la familia de Celeste plantea hoy en un comunicado, exigiendo diligencia al poder judicial local, parece el eco horroroso de lo que desde hace ocho años se está discutiendo en el sistema Interamericano de Derechos Humanos. Se trata del caso de Nadia Muciño, llevado ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos para que su muerte sea reconocida como femicidio.

También aquí son su madre, Antonia, y su hermana, Viviana, quienes cargan con el reclamo.

Nadia fue asesinada en febrero de 2004 por su esposo Bernardo López Gutierrez, con auxilio de un hermano, delante de sus tres hijos de cinco, cuatro y dos años. ¿Qué dijeron los hermanos en aquel caso? Que Nadia se había suicidado, ahorcándose. Además de las coincidencias en el hecho, que pueden ser pura casualidad, los motivos de las denuncias familiares también parecen calcados: deficiencias en el levantamiento de la escena del crimen,  con “descuidos” en la producción de prueba, suicidios improbables por las condiciones físicas de las víctimas y finalmente la omisión del historial de violencias previas, nula perspectiva de género. Recién en 2017 Bernardo López Gutiérrez fue condenado pero por homicidio, negando aún el femicidio, y su hermano sigue sin condena.  El Estado mexicano, engrosando la lista de demandas internacionales.

Lo mismo ocurrió en el caso de  Mariana Lima, asesinada por su esposo, ex agente judicial de Chimalhuacán, en México, hace unos años. El caso fue cerrado después de que él como testigo declarara que ella se colgó con un cordón en el cuarto que compartían. Sólo cuando la madre de Mariana, Irene Buendía -de nombre bello en la tradición de otros realismos menos necrológicos que el que nos rodea- insistió en que se reabriera el caso y se esclareciera. 

Lo que los datos dicen sobre cómo nos matamos ¿o nos matan?

Por fuera de la casuística que alguien podría insistir en tildar de azarosa, hay evidencias y recomendaciones de base científica que apuntan a mirar bajo extrema sospecha la invocación de suicidios en estos casos, precisamente, por la identidad de género de las víctimas. Por un lado porque lejos de ser un ejercicio extremo de la autonomía personal pueden estar encubriendo contextos precedentes de violencia que sobredeterminan hasta configurar la instigación al suicidio – que es un delito – o bien porque lisa y llanamente como en los  casos comparados aquí señalados, se utilizan para encubir femicidios.

Ya en 2009, incluso antes de la inclusión de la figura de femicidio en el Código Penal,  se conoció una investigación encargada por el Ministerio de Salud a un grupo de investigadores de universidades y hospitales públicos, dirigida por Ana María Fernández, que tenía por objetivo analizar el impacto de las violencias de género y su relación con los suicidios en nuestro país. Se llamó “Análisis de la mortalidad por causas externas y su relación con la violencia contra las mujeres” y trabajó sobre datos de todo el país de 2005.

Esa investigación mostró entre otras cosas que a diferencia de la regularidad internacional en la tensión suicidios – homicidios, cuando se trataba de mujeres en Argentina, en varios provincias la causal suicidio superaba exageradamente a los homicidios en los registros de muertes violentas. Cuando la media nacional era 2.2 suicidios por cada homicidio, el foco de género mostraba que en algunas provincias esa diferencia se cuadriplicaba cuando las personas muertas eran mujeres.  

En un artículo posterior de Fernández llamado “Femicidio: la ferocidad del patriarcado” ella señala que esa diferencia fue sugerente para pensar esos suicidios así registrados como formas de encubrimiento de casos de femicidios, lo que se explicaría en un entramado de “ferocidades del patriarcado y desamparos del Estado”.  ¿A qué se refiere con eso? A que en términos nacionales se acreditó que “el 35% de los suicidios de mujeres ocurridos ese año, habían sido registrados como lesión autoinfligida intencionalmente por ahorcamiento, estrangulamiento o sofocación en vivienda. También se contabilizó la cantidad de mujeres que murieron de esa misma forma, pero esta vez, catalogada como homicidio. Y se registraron sólo 30 casos, es decir, el 1,5%. Esta gran diferencia entre catalogar 1128 muertes como suicidios y sólo 30 como homicidios, por exactamente la misma modalidad, presenta como mínimo, una fuerte sospecha”

Solo un dato adicional, lo que en los registros de nuestro país funciona como causas regulares de suicidio, ahorcamiento, autolesiones y sofocamiento, no se corresponde tampoco con lo que promediando suelen ser los métodos suicidas más habituales empleados por las mujeres, esto es, ingesta de venenos, saltos al vacío, sobredosis.

Tampoco es habitual el uso de armas de fuego, pero esa investigación mostró que en muchas provincias era una forma de suicidio usada muy por arriba de la media internacional.  Allí también se sugería específicamente “en una casa donde hay una pareja en el cual el varón tiene un arma, es posible que la muerte en domicilio con arma de fuego de mujer esté sugiriendo un proxy para sospechar violencia de género, y no un suicidio ligado a otras causalidades”. Lo cito expresamente para recordar que aquí en el caso de Celeste donde todo está por probarse, se sugiere que disparó con el dedo gordo del pie una escopeta de caza que no le pertenecía.

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Sin investigación eficaz, no hay ni una menos

Mientras asistimos al intrigante final de la impecable serie Luis Miguel, – un poco espoileado por la lucha feminista que hace tiempo donde otros ven intriga o misterios iluminó violencias – podemos pensar la cuestión en clave cinematográfica viendo como transversal e interseccionalmente se baten récords de rating a costa de una historia que muestra la consecuencias biográficas de no poner el foco en las violencias machistas. A lo sumo se la sugiere marginalmente, volviendo objeto de consumo unas violencias que antes no podían ser contadas. 

Algo similar ocurre cuando en los tribunales se obstinan en opacar bajo el eufemismo de la averiguación de todas las causas posibles una muerte, para no investigar las más probables. Averiguación de la causa de la muerte es la carátula que lleva como nombre orientativo la investigación del caso de Celeste, ya transcurrido hace más de un año.

El hándicap criminal femicida al que nos referimos antes no se mantiene a puras determinaciones individuales. La indiferencia judicial asegura opacidad a la violencia en forma de dogmática, interpretaciones perversas y carátulas anodinas.  

No se trata solo de una cuestión de modales, corrección o lenguaje género sensitivo. La noción de femicidio fue, antes que una categoría legal, una noción feminista aportada por la experiencia y la reflexión académica. De hecho el primer uso ligado al concepto -hoy incorporado como figura penal- es del año 1974. Y se trataba ya entonces de la necesidad de nombrar para hacer visible esa especificidad cuando se mata al amparo o en resguardo de las asimetrías de género.

De acuerdo con las nociones criminalísticas, los instrumentos internacionales, las recomendaciones del Sistema Interamericano de Derechos Humanos, acerca de cómo desarrollar una investigación eficaz, ya es indiscutible que la hipótesis de femicidio en circunstancias como las aquí narradas debiera ser el epicentro y no una más entre otras posibilidades con el fin de evitar “omisiones irreparables”.  

Se llama Principio de Exhaustividad, según el flamante Protocolo de Investigación de femicidios elaborado por la Procuración General de la Nación que, aunque  regula la actividad de los fiscales federales, no está prohibido utiilizarlo en otras provincias. Y aunque lo llamamos flamante, ese principio recoge y traduce experiencias de años de diligencia que los fiscales deben mostrar cuando llevan adelante investigaciones en los que hay víctimas mujeres.

No se trata de un trato nobiliario o privilegios en razón de género. Son herramientas construidas para responder a la obviedad de una realidad en la que la “neutralidad” judicial y fiscal frente a la identidad sexual o de género del cadáver se vuelve una de las columnas vertebrales de la impunidad misógina que nos rodea.

Pero, además, también en casos como el de Celeste donde el suicidio aparece en escena  existen recomendaciones específicas porque la experiencia indica, que precisamente esa suele ser una escena fraguada, una hipótesis habitualmente malversada. Es apta para funciones multipropósito además: se puede ser piadoso mientras repiten “pobrecita estaba enferma”, se puede reforzar el mito del desborde – “siempre lo dijimos estaba loca, obsesionada”-  y así engrosar la historia de patologizaciones que carga sobre las víctimas todas las responsabilidades.

Según el Protocolo de Investigaciones de Muertes Violentas de Mujeres elaborado por Naciones Unidas los suicidios también deben investigarse bajo sus directrices porque “son una forma habitual de ocultar un homicidio(…) Finalmente pueden ser un argumento usado por las personas a cargo de la investigación criminal para no investigar el caso y archivarlo como suicidio”.

De eso se trata, de hacer bien el trabajo, de hacerse las preguntas correctas. Los dos protocolos mencionados, las incluyen.  Para eso están, para vencer la inercia patriarcal, introduciendo las preguntas que por la maña, la fuerza o la indiferencia quedan relegadas por los dictados de guiones androcéntricos, generando la posibilidad de mirar de otro modo, para empezar a ver.

El orden de los factores aquí es clave. Omitir en los momentos iniciales la hipótesis de femicidio puede hacer fracasar una investigación. La situación inversa no daña a nadie: esclarece para todos. ¿De qué se alimenta la obstinación judicial frente a estas recomendaciones? No estamos inventando complicidades, que podría haberlas, lo que urge es el fin de las indiferencias.