Un gendarme con casco, guantes, pertrecho y armado priva ilegítimamente de su libertad a una mujer que apenas lleva un vestido y rápidamente es acorralada por muchos otros gendarmes más. Está tirada en suelo, intentando resistir sin más herramientas que una dignidad apabullante, revoleo de piernas y gritos desgarradores.

A estas horas circula un video en el que aparentemente, como si esas maniobras ya no fueran ostensiblemente lascivas, le estaría tocando el culo. Algunos dicen que es un fake, pero cuando la liberaron Damiana lo contó: “Me agarraron, me tiraron contra una camioneta, me manosearon”.


También frente al aparato represivo hay un diferencial de género: poder ser violadas o abusadas se apoya en un disciplinamiento previo que nos obliga a calcular riesgos con la misma frecuencia con la que respiramos. De mínima, vamos a tener que lidiar con el peso de la depredación simbólica a través de la mirada. Que podamos plantar indiferencia, e incluso asumir riesgos, no implica que no lidiemos con el daño macho como posibilidad.

La escena de ciertos cuerpos enfrentado un plus sexualizado en las vejaciones que circulan en las detenciones callejeras, en los calabozos o en las salas de tortura tiene anclaje histórico específico en las dinámicas represivas.  

Como dice la pintada callejera en la ciudad de San Pablo, el sueño de toda mujer es andar tranquila por la calle, mientras luce tachado “casarse y tener hijos”. ¿Qué pasa cuando aparece la policía? El régimen de estatus en razón del género no reconoce fronteras funcionales, al contrario, se refuerza. La presencia policial no funge necesariamente como pase vip a esa tranquilidad para todos quienes no calcemos, estructural u ocasionalmente, en los mandatos del orden binario del género.  

¿Qué sabemos de la relación entre identidades de género no cisheterosexuales y las policías? Aunque la mayor parte de la atención pública sobre la violencia policial visibilizada recae sobre la violencia letal sobre jóvenes varones pobres, esa indiferencia sobre lo que ocurre con las demás personas no equivale a ausencia de violencia. Sabemos bien que en el patrullero circula también el pacto macho, regulando su posición dominante y ofreciendo caras de distinta intensidad violenta. Veamos algunos ejemplos:

El 6 de diciembre, por ejemplo, Ammar CTA presentó los resultados de un relevamiento sobre violencia policial que muestran el contexto de un hostigamiento constante por parte de la policía: el 80 por ciento de las personas denunciaron ser acosadas por las fuerzas de seguridad y un 70 por ciento fueron tratadas de “putas” de modo despectivo. Las personas trans y travestis refirieron mayor ensañamiento en las requisas.

Hace unos años también se condenó a un grupo de policías integrantes de la Policía Federal que se pasaban por whatsapp las fotos de unas niñas en situación de calle de las que abusaban sexualmente, como un delivery para violadores de uniforme. Es tan elocuente como ejemplo del pacto de violación que fue posible desbaratarlo cuando uno de ellos lo denunció. Aún así hubo que superar una nueva valla de impunidad: el primer fiscal desestimó la denuncia afirmando que no había delitos en el hecho de cogerse niñas de 12 y 14 años abusando de la condición policial. Un héroe civil con rango de funcionario judicial al servicio de la cultura pro violación.

Todos asistimos a la represión de una pareja de lesbianas por el hecho de besarse en público en una estación de subte. Sí, Buenos Aires, 2017.

Para terminar con los ejemplos que dan cuenta de esa relación se encuentra pendiente de tratamiento un proyecto de ley bajo el lema “reconocer es reparar” que reclama al Estado que reconozca la obstinación persecutoria y muy variopinta en violencias, particularmente policiales, sobre la comunidad LGBTI.

Una historia gruesa en represiones de todo tipo a la que el movimiento ha respondido con estrategias de visibilización constante, aunque los debates públicos casi nunca reconocen esas luchas como claves para la comprensión de nuestra historia punitiva.

Si además se trata de una intervención de carácter correctivo en un contexto represivo, el temor escala posiciones hacia el terror mismo. Desde hace muy poco las torturas sexuales están siendo visibilizadas en los juicios de lesa humanidad, un plus punitivo ensañado sobre la genitalidad y la diversidad sexual que el aparato bélico policial  -arquetipo de macho si los hay- nunca se ha privado de administrar.

Tal es así, que el Estado mismo en sus regulaciones procesales y en sus protocolos tiene reglas que indican que las detenciones, requisas, cacheos, etc. deben ser realizadas por personas del mismo sexo, en lo posible, o delante de otras que oficien de testigos, respetando el pudor de las personas. Dicho de otro modo, el abuso es una posibilidad asumida explícitamente por la ley.

¿A qué viene todo esto? Es crucial poner este 13 de diciembre en perspectiva histórica, situada, con una consideración de género que no se limite al subrayado de la diferencia en el abuso, que la hay. Las prácticas represivas tienen historicidad, no caen como maná del cielo, no hubo un súbito desborde sobre “la joven” o la “vecina” que venía de “trabajar”. Hay lecciones aprendidas ahí. Que ese cuerpo menos menospreciado por la atención pública que muchos otros como los que mencionamos arriba permita verlo, es una oportunidad.   

No es quitando al gendarme abusivo de la escena como vamos a comprender esa relación entre violencias estatales y géneros. Llegan a esa escena afilados al calor de un acervo ancestral de menosprecios violentos sobre existencias que no concitan, intersecciones múltiples mediantes, idénticas atenciones ni solidaridades, ya sea porque son presencias politizadas en un espacio público que les es vedado o porque son existencias desmarcadas de estereotipos.

No se trata solo de advertir un matiz, de colocar “perspectiva” para darnos un aire sofisticado, sino de comprender el plus violento que proveemos al aparato represivo cuando insistimos en desestimar el peso específico de la violencia misógina de cada día.  

No es porque algunos cuerpos seamos más “débiles” que el aparato represivo nos cae más duro. Es quizás porque los machos son así de machos que esa violencia es administrada tan distintamente cuando entran otros cuerpos.

La violencia represiva sexualizada existe y es rutina. Aunque ese contacto específico –el de tocarle el culo- no haya existido tal cual, el resto de la escena exuda asimetrías sexualizadas que son eficaces en su capacidad de aterrorizar a Damiana tal como todos vimos y a quienes vemos esas imágenes porque, en definitiva, reconocemos perfectamente lo que es estar acorraladas, simbólica y/o físicamente.

Hay en esa escena ecos de lo que Rita Segato ha llamado violación alegórica. Se define, entre otras cosas, por la manipulación indeseada de otro sobre otra. Y no es cualquier otro, es un macho gendarme, el rostro representativo del Estado macho.

Escenas grandilocuentes en violencias e ilegalidades como las de ayer ponen foco sobre algo que, mantendiéndonos en los confines del siglo XX hasta la actualidad, las travestis, las trabajadoras sexuales, las niñas en situación de calle, las militantes políticas, obreras y guerrilleras en los 70´s, las compañeras reprimidas en las marchas feministas o las estudiantes chilenas en las movilizaciones por el sistema educativo de aquel país en los últimos años, por ponerlo en escala regional, conocen en detalle.

 

Foto: Facundo Nívolo