walter white

La última vez que vi a Rodrigo Pozas Iturbe fue en febrero, en una cafetería de Palermo. Él me había buscado en septiembre del año pasado. “Me enteré de algo que puede interesarte”, me escribió por whatsapp, pero le dije que estaba de viaje.

Pasaron los meses y recordé su mensaje recién a mediados de enero, cuando empecé a escribir la segunda parte de Narcosur. Ahora era yo la que necesitaba hablar, otra vez, con él. Pozas Iturbe es el presunto narcotraficante con quien más he estado. Lo conocí en 2010, el día que terminó el primer juicio de la ruta de la efedrina. Estaba procesado, pero esperaba en libertad el segundo juicio por el tráfico de efedrina en el que se iba a decidir si era inocente o culpable. Nos pasamos los teléfonos y en los meses siguientes nos vimos en varias ocasiones en un Havana de La Recova. Nunca le tuve confianza, pero no era nada personal. No les suelo tener confianza a los políticos ni a los presuntos delincuentes. En ocasiones son lo mismo. Cada vez que pescaba a Pozas Iturbe en una mentira se lo decía y entonces tenía que reacomodar su versión. Un amigo de Interpol ya me había advertido que era mitómano.

En esas charlas, este hombre bajito, regordete y canoso nacido en 1972 en la ciudad de México me contó siempre una versión edulcorada de su arribo a Argentina: era un simple empresario aeronáutico con intenciones de invertir, de armar aquí una nueva vida. Por supuesto, se declaró inocente, víctima de una justicia injusta. Su historia es uno de los capítulos de Narcosur, porque fue exhibido ante la prensa como “el verdadero capo”, el financista del tráfico de efedrina, el jefe de los narcos mexicanos y argentinos. El nexo era su amigo Leopoldo Bina, quien lo había presentado con Sebastián Forza para hacer negocios que nunca quedaron claros. Bina, Forza y Damián Ferrón son las víctimas del triple crimen. Los testigos en contra de Pozas Iturbe se desdijeron durante el juicio. Nosotros nos seguimos viendo en las audiencias, charlábamos a ratos, hasta aquel viernes de agosto de 2012 en que lloró al escuchar que quedaba absuelto por falta de pruebas. Poco antes, su hermano menor, Emiliano, fotógrafo del PRI de Nayarit (estado fronterizo a Sinaloa), había sido asesinado. Pozas Iturbe lo identificaba como una víctima más de la guerra contra el narcotráfico en México.

Después de que terminó el juicio, no volví a verlo hasta febrero. Me citó en un café Martínez a una cuadra de su casa, por eso llegó caminando y no en la Harley Davidson que era su sello de distinción. Elegimos la mesa más alejada del policía que vigilaba el lugar. Con él y con otras fuentes ya me acostumbré a que miren alrededor todo el tiempo mientras hablan, atentos a los que se sientan, a los que se van, a cualquier movimiento. Yo tampoco estoy tranquila en esas citas, así que procuro no alargarlas demasiado. El dato que creyó que podía interesarme y que había motivado su whatsapp era apenas un chisme de juzgados. Luego me dijo que estaba en pareja con una argentina y que ambos manejaban una empresa de soluciones informáticas para empresas, que viajaba seguido a Estados Unidos (pese a sus antecedentes no tuvo ningún problema para obtener su visa) y a otros países. Le conté sobre mi nueva investigación, me respondió las preguntas que le hice y nos despedimos. Era el mismo hombre verborrágico, teatral, megalómano, ansioso y fumador compulsivo que había conocido.

Pasaron sólo dos meses más para que Pozas Iturbe fuera detenido en su casa de Palermo, acusado ahora de formar parte de una banda que enviaba cocaína a Europa. La noticia no me sorprendió, sentí que su nueva captura sólo había sido cuestión de tiempo. Una de las principales pruebas en su contra fue un chat de Skype (que la periodista Virginia Messi publicó en Clarín) en donde el mexicano le cuenta a su ex mujer, que vive en Ecuador:

“Necesito capital de trabajo, el humano lo consigo y me he repetido hasta el cansancio que tengo que ser un absoluto hijo de puta, golpear, amedrentar, ser cruel y despiadado. Técnica de terror, no hay otra. El miedo es lo único que puede en su momento meter orden en lo que quiero hacer… yo quiero traer lo de ‘Breaking Bad’, acá es moda, no se consigue y es carísima. O sea que el kilogramo ya en la calle vale 70 mil dólares”.

Breaking Bad. Qué raro todo. Cuánto impacto tuvo una serie que ya es referencia obligada en el mundo criminal. No son pocos los narcos que quieren ser Walter White/Heisenberg. Pero el narcotráfico no es ficción.  

En el chat, que es de enero de 2014, Pozas Iturbe planea expandir los negocios hasta Brasil, pero necesita más inversiones. Su ex mujer le recomienda: “Más allá del dinero, la gente busca una sola cosa: información. Recuerda que mientras más sepas de los demás (pero poco sepan de ti) más cubierto estás. Acumula favores, que te deban. Aparenta ser amigos de todos, así la gente te cuenta sus cosas. Todo sirve: investiga, aprende”.

Los consejos le sirvieron durante un par de años, hasta que lo detuvieron y lo acusaron de ser distribuidor de drogas ilegales. En lo formal, Pozas Iturbe trabajaba en un restaurante de sushi en Olivos, pero según la investigación del juez Marcelo Aguinsky, el verdadero trabajo del mexicano era viajar a Santa Fe para traer cocaína boliviana que “mulas” con destino a Europa escondían en las suelas de sus zapatos. De regreso, traían drogas de diseño.

Al igual que ocurrió en el caso de la ruta de la efedrina, Pozas Iturbe ya se declaró inocente, pero ahora, a sus 43 años, no será tan fácil que lo dejen salir de prisión. No podrá construir el emporio de metanfetaminas que tanto soñó.