Micaela tenía tres años cuando desapareció su madre. Susana le explicó que se la
habían llevado unos ladrones, y así fue que la niña, todas las noches, empezó a hundirse en horrores aún mayores que el horror de la infancia: quería ir a dar vueltas en auto para ver si la encontraban a Marita, y al momento de dormir, en sueños, le tocaba la cara a su abuela para ver si ella seguía ahí.
Desde el secuestro, Trimarco y Micaela viven juntas. David Catalán, el padre de Micaela, argumenta que él no siempre tiene trabajo y que es mejor que la criatura crezca bajo el ala de alguien que puede darle “todo”.
A veces Trimarco dice que Micaela es su tercera hija.
—Abu, ¿me podés peinar?
Micaela aparece en el comedor de la casa. Es una criatura de piel diáfana, boca pequeña y ojos muy grandes. Su pelo es negro, lacio y espeso; Trimarco lo peina con la mano pesada. Dos días atrás, cuando su abuela la arreglaba para ir a la escuela, Micaela le hizo una pregunta.
—Abu. ¿Mi mamá me va a reconocer cuando vuelva?
Trimarco cuenta que, en ese momento, la cara se le vació de gestos: no supo qué
decir.
—Mi amor, ¿cómo no te va a reconocer? –contestó al fin.
—¿Y cuando la vea qué le digo?
—No le digas nada. Abrazala fuerte y dale muchos besos.
Micaela siempre reacciona como si entendiera. Todos estos años, en realidad, tuvo
que entender cosas que son imposibles de entender por nadie. Trimarco la ha llevado consigo a casi todas partes. Por este tipo de cuestiones, David Catalán dice que su hija queda expuesta a diálogos e imágenes que le pueden hacer daño.
—Susana se pone ciega, irracional, y se larga a hablar: no registra que la nena está cerca -se quejará más adelante-. Por más que Micaela sepa el tema de su madre, tampoco uno le puede estar contando tanto.
Micaela se mueve por la calle con custodia policial. Desde que se abrió la causa, a
Trimarco la amenazan varias veces por semana (principalmente, le dicen que se van a llevar a su nieta) y es así que el mundo, para Micaela, es un lugar que exige estar alerta.
Ahora son las seis de la tarde –el horario de salida del colegio- y la niña viaja en una camioneta oficial, reclinada sobre la luneta de adelante. Tiene el mentón sobre las manos, y mira el paisaje de naranjos como si esa imagen tuviese algo que ver con la paz. Entre los árboles va apareciendo su casa, y en la vereda está su padre. El hombre la saluda con un abrazo y la hace entrar al hogar de Trimarco.
Catalán trabaja como obrero en una construcción y, salvo los días francos, está todo el día fuera de su casa. Él dice que es por eso que ve poco a Micaela. También la ve poco porque sabe que Trimarco no lo aguanta.
—Desde que me conoció me trató de negrito de mierda. Toda la vida ella fue, hablando vulgarmente, la vieja cheta que quería para su hija un cheto. Pero aparecí yo.
Catalán recuerda que su vida con Marita fue feliz. Buscaron un hijo y lo tuvieron. Quisieron una familia y la armaron. Marita era sincera, humilde, luchadora y de gran corazón: “Una verdadera mujer” dice. Una mujer que tenía una madre.
Días después, Catalán sumará un detalle que Trimarco no contó. Cuando compraron el departamento en Las Talitas –con ayuda materna- Trimarco se compró una casa a cien metros.
—Ella siempre estuvo en el medio de nosotros. No teníamos vida independiente. Por ahí ella andaba embroncada con su marido porque toda la vida ellos han peleado, y se la agarraba conmigo. Decía que yo era un vago. Susana siempre tuvo carácter muy fuerte, pero bueno. También gracias a eso se avanzó tanto en la búsqueda de Marita… Yo a Marita la espero. Yo sigo esperando que podamos reconstruir la pareja.
La falta de constancia laboral no es el principal motivo por el que Trimarco, a esta altura, rechaza a su yerno. El verdadero problema es la forma en la que el hombre decidió salvarse: al año y medio de la desaparición de su mujer, abandonó la búsqueda y se alejó, también, de su hija. Catalán ve poco a Micaela, tampoco pasa dinero, y por ende Trimarco vive cada vez con menos plata. Antes de la desaparición de Marita, se ganaba la vida como asesora en temas sociales en la Municipalidad y como vendedora de cosméticos por catálogo. Pero ahora, la causa de su hija arrasó con todo, y Trimarco subsiste como puede: vendió todos sus bienes (ahora vive en la casa de su suegra); los pasajes y los hoteles se los paga el gobierno (Trimarco los exige a las patadas); y diez meses al año cobra 230 dólares del Estado para la manutención de Micaela. Además, está el sueldo de su marido, un hombre que solía ser fuerte hasta que un día se derrumbó por completo.
La cara de Daniel Verón está vencida por la ley de gravedad. Las ojeras, el mentón, la papada y la comisura de los labios se desarman en pliegues que parecen metáforas de algo todavía mayor. Algunos meses atrás, Verón tuvo un derrame cerebral y desde entonces su salud es compleja. No quiere hablar con la prensa, pero principalmente no quiere ver a su mujer. De hecho en abril de este año, como tantas otras veces en las últimas dos décadas, se fue de la casa. El detonante fue una cama.
Durante años, Trimarco dio contención, casa y comida a las decenas de chicas que rescataba de los prostíbulos. Entre esas mujeres estaba Blanca V.: una criatura que sobrevivió a los burdeles, pero no a la adicción a la cocaína. La paciencia de Daniel Verón llegó a su límite cuando Trimarco, al ver que no tenía donde dormir, le regaló a Blanca la cama de su hija, un mueble pintado a mano por la propia Marita. A las dos horas de haber recibido el mueble, Blanca lo vendió a cambio de un polvo. Cuando Verón se enteró de que la cama ya no estaba en casa, no pudo soportarlo y él también se fue.
Hoy, el principal compañero de Trimarco –el hombre con quien pelea y a quien recurre- no es su marido sino el comisario Jorge Tobar.

***

Actual integrante de la División de Inteligencia de la policía tucumana, y amigo de la infancia de Daniel Verón, al tercer día de la desaparición de Marita, Tobar fue buscado por la familia para que los ayudara en forma paralela. Dos meses después de la apertura de la causa, la fiscal vio que la investigación de Tobar iba más rápido que la oficial, y le ofreció hacerse cargo del caso. Desde entonces –y a pesar de las infinitas resistencias que encuentra dentro de la misma Policía- Tobar es la mano ejecutora de todos los allanamientos que exigió Trimarco.
Tobar tiene un gabán beige, anteojos, una cabeza calva, y el aspecto edulcorado de un bancario en horario de almuerzo. Con la voz sedada, metódica, perturbadoramente prolija, él cuenta, sentado en su despacho, cómo es que una chica que sale a comprar pan puede terminar vendida a un proxeneta. Tobar dice que algunas son metidas en un auto de los pelos, pero que otras –muchas otras- llegan engañadas por alguien que las enamoró. Hay hombres que esperan a las chicas a la salida del colegio. Las invitan a tomar café, se ponen de novios, les hablan de un presente perfecto: “Yo tengo –dicen-una empresa en Buenos Aires, y vine a Tucumán a hablar con algunos clientes”. Lentamente, empiezan a trabajar para que la chica llegue tarde a casa, discuta con sus padres, se sienta incomprendida.
—No te hagas problema por lo que te diga tu papá. Si te llega a decir algo te venís
a vivir conmigo.
El hombre les inventa esta historia a varias mujeres a la vez. Cuando las
convence, las chicas se van de su casa por propia voluntad: un argumento que, jurídicamente, equivale a una “fuga del hogar” e impide hablar de secuestro. Una vez que la víctima llega a destino, es vendida a una whiskería por un monto que oscila entre los 700 y los 1000 dólares. Si la chica insiste con querer irse o no querer trabajar, la desnudan, y la llevan a un “chanchito”: un receptáculo donde sólo se puede entrar de pie, y donde las chicas rebeldes son encerradas hasta que entiendan la importancia de ser mansas. A veces, ni siquiera hace falta encerrarlas.
—Si las mujeres tienen hijos, sus captores muchas veces les muestran fotos y videos de los niños –cuenta Tobar-. Les dicen: “Mirá cómo está saliendo del colegio. Mirá a qué hora entra, quién la lleva, quién la trae, cómo juega con la amiguita. Mirálo en la vereda, mirá qué fácil, mirá qué cerca le sacamos la foto”. Así de tremendo. Y yo creo que eso están haciendo con Marita. Por eso ella, si es que está viva, no debe querer ni escaparse.
Tobar cree que hay tres grandes destinos para Marita. Puede estar muerta. Puede estar viva. O puede estar irrecuperable: después de cinco años, especula Tobar, Marita quizás esté psíquicamente doblegada, adicta a las drogas y con la moral tan baja que no pueda enfrentarse a la prensa, a la sociedad y a la idea de que, si ella abre la boca, le puedan hacer algún daño a su hija.
—Hay un gran peso sobre esta chica, y tal vez ella no pueda soportarlo. Es una personita de mucho valor, Marita Verón. Es un símbolo de muchas cosas.
Tobar se queda respirando en silencio, y luego hace una mueca de disgusto. Cuenta, finalmente, que hubo un día en el que Marita casi fue liberada. Pero se le escapó. Tobar había viajado a La Rioja con una orden de allanamiento en la whiskería El Desafío, pero extrañamente, minutos antes de que él llegara, un auto huyó con tres hombres y una chica. Esta fuga es el principal motivo de discusión entre Tobar y Trimarco: ella no le perdona que, habiendo estado él tan cerca, el operativo haya fallado.
—Sacaron a Marita Verón delante de mi nariz. Alguien de la justicia riojana les ha avisado de la orden de allanamiento, y ellos decidieron llevársela- admite Tobar. Y agrega que la mayor complicación que tienen los captores con Marita es que no saben qué hacer con ella. Si la matan, las personas que ya están procesadas en la causa, que son veintisiete, deberían cumplir condena ya no por secuestro, sino por homicidio. Y si la liberan también es un problema.
—Susana ya es conocida en todo el país, la gente confía más en ella que en nosotros, y eso a Marita no sé si la favorece –explica Tobar-. Los captores deben saber que, si la liberan, Marita no se va a quedar callada y va a dar nombres.

***

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