En 2015 Pirucha y Olinda sufrieron un asalto en General Belgrano, el pueblo donde vivieron toda su vida. La mayor de ellas, de 94 años, murió como resultado de los golpes. Por el caso hay tres acusados, dos de ellos detenidos. Después de postergarlo durante varios meses, hoy comienza el juicio oral por homicidio en ocasión de robo. El debate oral será en los Tribunales de Dolores. En memoria de nuestro colega Sergio Dima, publicamos el texto que escribió sobre el asalto, publicado originalmente en el diario Clarín.
Pirucha y Olinda en la puerta de su casa

Pirucha y Olinda en la puerta de su casa

 

Por Sergio Dima.-

“El médico dice que ya no hay mucho por hacer, puede que no pase de esta noche”, había dicho mi mamá el día anterior. La primera imagen que tuve entonces fue la de un cuento de un tío mío (Miguel Briante, escritor y periodista), un relato titulado “Capítulo Primero”, en el que escribe sobre su padre. El texto navega entre lo verídico y lo ficticio, pero tiene un arranque contundente y desgarrador: “No había esperanzas”. La tarde en que llamó para contarme que mi tía estaba muriendo, mi mamá tenía en su voz ese mismo tono lapidario.

Nélida Briante era una viejita de 94 años, una mujer lúcida y memoriosa, conocida como “Pirucha” en ese pueblo acordonado por el río Salado que es General Belgrano. El forense concluyó neumonía, pero también dejó en claro cada uno de los golpes que tenía en el cuerpo: fue inevitable vincular su muerte a la paliza que le habían dado cuando entraron a robarle en su casa, ubicada en uno de esos parajes bonaerenses en los que pareciera que nunca sucede nada, que se aquieta con la siesta, como si también quisiera dormir.

“Pirucha” estuvo trece días internada en la cama de un hospital y de a poco se fue apagando. Nos preguntaba por su hermana, Olinda, que también estaba durante el asalto que tuvieron que padecer en la vieja casona en la que convivían. Ninguna de las dos se casó ni tuvo hijos. Y por alguna razón que no sé, habían decidido ir envejeciendo juntas. Creo que así fueron felices, nunca las escuché decir otra cosa.

A Olinda, de 80 años, habían tenido que llevarla de urgencia a una clínica en Ensenada. Anoche, después de 21 días, recién iban a poder trasladarla otra vez al pueblo. Todavía no recuerda qué pasó. Ella cree que se cayó y se golpeó, que fue un accidente. Habrá que decirle en algún momento que su hermana terminó muriéndose: no lo sabe.

El robo fue el 18 de junio. Hace varias noches ya que busco reconstruir la secuencia. Deben ser las nueve, es una mañana fría. Mi prima Marita pasa por el frente de la casa, está todo cerrado, se mete por el patio y entra por una puerta trasera que había quedado entreabierta. Lo primero que imagina al ver ropa en el piso es que las tías se pusieron a ordenar un poco. Y les grita: “¿Qué pasa acá, están haciendo limpieza?”. Hay olor a sopa, o a puchero. A “Pirucha” se la encuentra primero, tirada en la cocina. La tía intenta hablar, se atraganta con las palabras: dice que les robaron, que les pegaron, pregunta desesperada por su hermana. Marita corre, aterrada, buscándola.

La casa está dada vuelta. Hay ropa tirada, cosas desparramadas, sangre. Olinda está inconsciente, con la mitad de su cuerpo en la puerta del dormitorio que era de sus padres. La pieza está a oscuras. Todavía cuelga en la pared un retrato enorme de mis bisabuelos del día en que se casaron. Los listones de madera crujen, están vencidos. La cama matrimonial, enorme, alta, domina la habitación como si el tiempo nunca hubiera pasado. Hay un viejo crucifijo sobre la cabecera, que parece querer vigilarlo todo.

Olinda tiene los pies atados, el cuerpo rojo, la cabeza hinchada. Agoniza, podría estar muerta. Hay un rastro de sangre que atraviesa el salón principal: a ella la habrían atacado primero, en el negocio que da a la calle, una mercería de pueblo. Le pegan una bruta trompada, ella cae, golpea contra el mostrador y la cabeza le estalla en sangre. Luego la arrastran como si fuera un escobillón y la meten en la casa. Le atan los pies y empiezan a revisar roperos y cajones con prisa. A Olinda tienen que haberle pegado algunos golpes más para que dijese dónde estaba la plata, si la tenía.

La noche que la vi en el hospital, “Pirucha” decía: “Deben haberme dado algo de tomar, porque no me acuerdo de nada”. Estaba triste, algo rabiosa, nunca la había visto tan chiquita. “Mirá cómo me dejaron, pero parece que a Olinda le pegaron más”, decía, con sarcasmo.

–Pero si estás hermosa…–, le respondí. Ella parecía haber salido un poco más entera de la paliza, pero se fue. El 30 de junio murió sin haber podido reencontrarse con su hermana. Le dijimos que Olinda estaba internada, castigada, pero viva: no sé si llegó a creernos.