<La nota La Aparecida de Carolina Rojo y Alexis Oliva obtuvo el tercer premio en el Concurso Provincial de Periodismo Rodolfo Walsh del Cispren.>

¿Hasta cuándo se prolonga el daño producido por el terrorismo de Estado? ¿Qué sufrimiento psíquico padecen los familiares de los desaparecidos? ¿Qué fantasmas pueblan las pesadillas de los sobrevivientes? A 40 años del secuestro del joven revolucionario peronista José Alfredo Duarte, su esposa y su hija esperan justicia con la sentencia de la megacausa La Perla – La Ribera. Su historia le pone nombres propios al concepto de “extensión del daño” y muestra la vulnerabilidad de los militantes de extracción popular frente a la represión institucional y sus secuelas.

Por Carolina Rojo y Alexis Oliva

La aparecida

 

Córdoba capital, barrio Ciudadela, 1º de marzo de 1976.

Cercado por la represión, el riocuartense José Alfredo “Peco” Duarte, militante de la Juventud Peronista, ha pedido refugio para él y su familia a Ramón Martínez, padrino de su hija Clarisa. La niña tiene un año y dos meses y su existencia está signada por la huida desesperada de sus padres. Esa noche va en brazos de su madre, Susana Miranda, que camina junto a Peco. De repente, aparecen tres Ford Falcon, sus ocupantes reducen a Duarte y lo suben a uno de los vehículos. A Susana le advierten: “No hagas nada, porque te vamos a buscar”.  

Río Cuarto, barrio General Paz, un anochecer de marzo de 2009.

Susana prepara la cena y llama por teléfono a su hija.

—Tu papá volvió.

—¿Cómo que volvió, mamá?

La joven piensa que es una broma, pero su madre insiste.

—Sí. Recién me llamó y vuelve. Si querés venir a comer esta noche…

Clarisa Duarte corre hacia la casa de su madre. Al llegar, se cruza con su padrastro Héctor. Susana le ha pedido que se vaya porque “vuelve el Peco”. Clarisa entra al comedor y ve tres platos en la mesa.

-Peco me llamó recién del trabajo, ya está por venir. Quedate…

La gringa y el guaso. José Alfredo Duarte nace el 15 de agosto de 1949 en Río Cuarto. Su padre, mecánico de una concesionaria Ford. Su madre, ama de casa. Se cría en el barrio popular Fénix y de chico le dicen “Peco”, porque las pecas resaltan en su tez morocha. Es más bien bajo, hábil wing derecho del Club Alberdi e hincha de Talleres de Córdoba. También es bueno para la guitarra, carismático y ocurrente. “Él trataba a todo el mundo de ‘guaso’. No decía ‘Mario’, ‘Roberto’… ‘Che, guaso’”, cuenta Mario Cattana, su compañero de trabajo en la imprenta de la Universidad Nacional de Río Cuarto (UNRC).

La mayoría de edad le llega a mediados de los 60, en tiempos de crisis económica y prohibición política. “Trató de ingresar, como una manera de aportar un salario para su familia, en la Escuela de Suboficiales del Ejército y luego de la Marina, sin resultados positivos”, reseña el historiador Roberto Baschetti.

Susana Miranda es hermosa, rubia, de tez muy blanca y ojos celestes. Es alegre, solidaria, sociable y caprichosa. Sus padres, Amado y Elia, se conocieron en Huanchilla. Al ingresar él al ferrocarril, se mudaron primero a Laboulaye, donde nacieron Susana y Rubén, y luego a Río Cuarto, donde llegó Francisco.

Susana tiene 14 años y camina con su amiga Graciela tomando un helado. En la vereda de enfrente, Peco Duarte toca la guitarra con otros chicos. Se miran, Graciela los presenta y él invita a Susana a caminar hasta la esquina. Desde entonces, se vuelven inseparables.

Compañero de Peco en el Colegio Nacional, Juan Carlos Giuliani recuerda: “Nos unieron el fútbol y el peronismo, porque nuestros viejos eran peronistas”. Se reencuentran en los 70, hacen trabajo barrial y participan en las campañas por el retorno de Juan Perón, la presidencia de Héctor Cámpora y la gobernación de Ricardo Obregón Cano. Entonces se enrolan en Montoneros. En el barrio de Peco, crean la unidad básica 22 de agosto, en honor a los fusilados en Trelew en 1972.

A comienzos de 1974, durante la gestión del rector Augusto Klappembach, Duarte ingresa a trabajar en la UNRC, primero en el comedor y luego en la imprenta, donde maneja el mimeógrafo. Cattana rescata que a media mañana se juntaban a tomar mate cocido: “Era muy reservado. Si vos te interesabas, él avanzaba. Nos explicaba con mucha paz, como para que no sintiéramos miedo y entendiéramos qué estaba pasando y no nos comiéramos lo que decían en la tele o la radio”.

Muchos destacan su coraje. Luciano Giuliani, miembro de H.I.J.O.S. y de la Comisión Nacional de la Memoria de Río Cuarto, aporta que “Peco fue uno de los militantes que defendieron el Palacio Municipal durante las jornadas del Navarrazo (golpe de Estado policial que derrocó al gobernador Obregón Cano)”, y así evitaron la destitución del intendente peronista Julio Humberto Mugnaini. En esos días posteriores al 28 de febrero del 74, la JP ocupó el primer piso de la Intendencia. Desde la calle, se veían cañones de armas largas apuntar desde las ventanas, pero tres de cada cinco eran palos de escoba.

De la primavera al invierno. Luego de la muerte de Perón el 1º de julio del 74 y la asunción de Oscar Ivanissevich como Ministro de Educación de la Nación el 14 de agosto, se acrecienta la persecución ideológica y Klappembach renuncia el 3 de octubre. El interventor Luis Maestre, identificado con la derecha peronista, inicia una purga acorde a la consigna de “limpiar de zurdos” los claustros.

La comunidad universitaria queda a merced de la Alianza Anticomunista Argentina (Triple A), el Comando de Moralidad Juan XXIII y la Brigada Antiguerrillera, que amenazan a docentes y estudiantes, impiden con patotas armadas el dictado de clases y atentan con explosivos contra referentes de la vida universitaria. Peco Duarte es uno de sus objetivos. Una tarjeta con la leyenda “cuídese, no se involucre” ilustrada con una granada aparece en el bolsillo de su guardapolvo.

El estado de sitio impuesto en el país el 6 de septiembre del 74 desata la represión paraestatal. Ese mes la Triple A asesina a varios referentes de la izquierda peronista y Montoneros pasa a la clandestinidad, pero Duarte sigue asistiendo a su trabajo.

La clandestinidad de los pobres. Susana y Peco inician su vida en familia en una casita de Villa Dalkar, donde él se empeña en sostener la tarea barrial. Antes de cumplir 16 años, Susana queda embarazada. Se casan por civil el 19 de julio del 74, vuelven a la casa de los Miranda y el 15 de enero de 1975 nace Clarisa. Su nombre rinde tributo a una de las 16 víctimas de Trelew: Clarisa Lea Place.

En julio, una amenaza directa lo obliga a dejar su trabajo. Peco está en la casa de sus padres cuando un vecino ve llegar a policías y le ofrece esconderlo. Están pisándole los talones y van a buscarlo a lo de sus suegros, donde encuentran a Susana y Clarisa. “¿Ésta es su hija?”, pregunta un policía antes de retirarse.

Ya no hay lugar seguro en Río Cuarto y deciden irse con los abuelos maternos de Susana a Huanchilla. En el campo pasan quince días tranquilos, pero el comisario pregunta demasiado y uno de los tíos se queja. Mientras tanto, vuelven a allanar la casa de Peco. “No se preocupe, sabemos dónde está”, le dicen a su madre.

Peco le encarga a su hermano Miguel que pida ayuda a Julio Manzinelli. “Me entró un chucho cuando me dijo que era policía”, recuerda Julio. Pero confía en él y salen en su Dodge 1500 hacia el campo de Huanchilla. De noche y con las luces apagadas, recogen al prófugo, su esposa y la niña y parten hacia Villa María. En la terminal toman un colectivo hacia Córdoba y unas paradas después sube Miguel.

“Recién habían salido y ya estaban dormidos. Cuando vamos llegando, les susurro que se bajen en Ferreyra y qué colectivos tomar. Sigo hasta la terminal y cuando llego había cuatro carrier rodeándola y pidiendo documentos”, relata Miguel.

Él vive en Córdoba y al llegar a su casa se lleva una sorpresa: a Peco le falló un contacto y quedó “descolgado” de su organización. Miguel les ofrece ayudarlos a salir del país. Peco se niega y opta por pedir ayuda al padrino de Clarisa.

Peco y la promesa de Vergez. José Alfredo Duarte permanece desaparecido. Su madre, Irma Martínez, se presentó en diciembre de 1984 ante el Foro de Derechos Humanos de Río Cuarto: “Denuncio la desaparición de mi hijo (…) Él estaba prófugo, perseguido políticamente y me allanaron la casa (…) No hemos tenido más noticias de él”.

En el pedido de elevación a juicio de la causa “Barreiro” –una de las 16 que integran la megacausa La Perla – La Ribera–, la fiscalía relata que “efectivos pertenecientes a fuerzas de seguridad que a la fecha no han podido ser identificados aprehendieron a José Alfredo Duarte (…) frente a la casa de Ramón Martínez, pariente de la víctima, para luego trasladarlo a las instalaciones que el Ejército Argentino poseía en el predio denominado ‘La Ribera’”.

Luego de atribuir la responsabilidad penal desde Luciano Benjamín Menéndez hasta los militares y civiles del Destacamento de Inteligencia 141 y policías del Departamento de Informaciones (D2), la instrucción describe que “el personal antes mencionado lo interrogó en relación a su militancia política, valiéndose a tal fin de distintas prácticas tormentosas”. Finalmente, “procedió a darle muerte, y a ocultar sus restos con el propósito de que nunca fueran encontrados”.

La ex cárcel militar de La Ribera funcionó como centro clandestino de detención de prisioneros políticos entre el 10 de diciembre de 1975 y el 23 de marzo de 1976. “Ese es su período más oscuro porque casi no hay sobrevivientes. Después del golpe, pasó a ser un centro derivador de prisioneros, hacia la cárcel o hacia La Perla”, señala Mario Paredes, director del actual Espacio para la Memoria de La Ribera. Eso fundamenta la deducción –compartida por la fiscalía y el equipo de investigación del Espacio de La Ribera– de que Duarte pasó por ese campo.

Uno de los principales acusados de la megacausa es el ex capitán Héctor Pedro Vergez, creador del paraestatal Comando Libertadores de América y jefe operativo de los campos de La Ribera y La Perla. Al cerrar esta nota, alegan en el juicio los asesores letrados oficiales, entre ellos Carlos Casas Nóblega, su defensor.

En septiembre de 2015, el represor redactó un “informe consustanciado” dirigido a Casas Nóblega, que también entregó a un preso con el que compartía el pabellón. En ese texto reconoce: “Fui el ideólogo de formar los L.R.D. (Lugares de Reunión de Detenidos). El primero fue el de Campo de La Ribera”. Además, revela que por allí pasaron “150 guerrilleros y guerrilleras” y todos “fueron fusilados”. Y promete: “Sé dónde están los restos y cuando termine el juicio voy a hacer una conferencia de prensa y voy a dar detalles sin involucrar a nadie”.

Por haber sido el jefe de La Ribera y por su publicitada participación y supervisión directa de las acciones “contrainsurgentes”, la confesión de Vergez adquiere cierto crédito. ¿Lo tendrá también su promesa?

Un lugar seguro. Luego del secuestro, Susana regresa con Clarisa a Río Cuarto y se refugian en la casa de su madre. Intenta averiguar el paradero de Peco, hasta que su cuñado Miguel la convence de que es tan inútil como peligroso.

Al consumarse el golpe de Estado del 24 de marzo, presiente que vendrán por ella. Se recluye en su casa, de día no sale ni al patio y recién al caer la noche se anima a lavar la ropa de su hija. Cuando oye un sonido extraño o alguien visita a su familia, se esconde en un ropero y se queda horas espiando por la cerradura. Los vecinos, parientes y amigos creen que ha sido secuestrada con su esposo. Ellos ven que la abuela Elia cría a la niña, la lleva de compras y a la escuela.

Clarisa transita sus primeros años sin notar que su vida es distinta. Al ingresar al Jardín de Infantes Modelo, un informe consigna que sus padres son “prófugos”; y los chicos del barrio no juegan con ella, porque es hija de “subversivos”.

La niña es cada día más consciente de que su madre no está bien. Los frecuentes ataques de pánico alternan con episodios de delirio místico, en los que cree hablar con espíritus. A veces, dice cosas ininteligibles. Clarisa tiene prohibido contar que su madre vive. Y tampoco puede asumir que su padre ha muerto.

“Ella siempre me dijo que mi papá volvía. No lo dio por muerto. Hacíamos una promesa de rodillas todas las noches para que Dios o alguien lo trajera. Y yo la acompañaba”, relató Clarisa ante los jueces del Tribunal Oral Federal Nº 1.

Vecina de los Miranda y amiga de Susana y Peco, Stella Graffeuille, militante del Partido Revolucionario de los Trabajadores, había sido detenida en agosto del 75. Nada supo del destino de sus amigos hasta 1979. En una visita al penal de Villa Devoto, su madre le contó que Clarisa iba al jardín donde ella trabajaba.

—¿Y qué dice ella?

—Que su papá y su mamá no están.

Al salir de la cárcel en julio del 80, Stella visita a la familia Miranda: “Yo pensaba que Peco y Susana estaban desaparecidos. Empecé a ir una vez por semana, sobre todo porque sentía que tenía que estar con la niña. La tercera semana me dicen: ‘Te tenemos que contar algo’. Nunca me imaginé lo que iba a ver. Aparece Susana, blanca como un papel. Era un fantasma. El pelo largo –se señala abajo de la cintura–. Yo no lo podía creer. Ahí los besos, los llantos, esa mezcla de cosas…”.

Un mes después, Stella les propone buscar ayuda. No se atreven a internarla, porque aún corre riesgo de ser secuestrada, hasta que una noche Susana entra en crisis y se escapa desnuda por las vías del tren.

Así se inicia un largo periplo por instituciones psiquiátricas, que comienza en el Hospital San Antonio de Padua de Río Cuarto. En una visita, Stella la encuentra dopada, encorvada y con la mirada perdida. “Sacame de acá”, le pide su amiga. Y también: “No me vengás a ver más, porque te van a detener”.

La familia Miranda hace un esfuerzo económico para internarla en el Sanatorio Alberdi de Córdoba, donde la recluyen en una especie de celda. Allí pasa unos meses y la trasladan al Neuropsiquiátrico Provincial. A veces su amiga lleva a Clarisa al hospital, a pesar de que “era un depósito de seres humanos, un horror”.

“Yo tenía seis años y entrar ahí me quedó grabado. No sé cómo es ahora, pero antes tenía muchas puertas con rejas y eso me asustaba. Entonces, la veía venir a mi mamá agachada. Estaba en tratamiento, pero yo la veía mal y no me venía bien de allá”, rememora Clarisa. Al testificar en el juicio, dirá: “Mi mamá me quería agarrar o darme un beso, y yo sentía esa dualidad: ‘Quiero estar con mi mamá, pero la veo mal y no puedo’”.

Sin embargo, allí Susana mejora, se estabiliza y su tratamiento se vuelve ambulatorio. Con la vuelta a la democracia, ya puede atenderse en Río Cuarto. Pero la mejor terapia fue volver a enamorarse.

De regreso a la vida. A fines de los 80, Héctor Torres tiene unos treinta años y se gana la vida como verdulero ambulante. Desde la ventana de la casa de una amiga en el barrio riocuartense de Alberdi, Susana lo ve pasar con su carrito.

—Zulma, qué lindo chico ese.

—¿Te gusta? Esta tarde lo invito a tomar mate.

El noviazgo dura dos días y desde entonces viven juntos. “Me gustó que me decía la verdad, era sincera y no me mintió nunca –dice Héctor–. Pasamos de todo y anduvimos en la calle vendiendo verduras, lavandina y detergente, de todo un poco. En un tiempo trabajé de albañil y ella me ayudaba”.

En 2009, el psiquiatra Martín Cagnani coordina un grupo de asistencia psicológica a víctimas de la represión, promovido por la Dirección de Secuelas de Terrorismo de Estado de la Provincia. Susana y Héctor participan en algunas reuniones en el viejo Hospital San Roque.

“Ella contó su historia en un encuentro entre pares –recuerda Cagnani–. El terrorismo de Estado desapareció gente y con ellos quiso desaparecer una idea social y política. Esa estrategia intentó que quien pasó por la experiencia de la represión, en cuanto quiera compartirla se aterrorice y enloquezca. Se fractura la identidad y deviene en trastornos psicóticos, como el delirio o la alucinación”.

El fiscal federal Facundo Trotta considera que el de la familia Duarte-Miranda “es un caso paradigmático para comprender el concepto de la extensión del daño: como en todos los casos, la sensación del familiar que no sabe dónde está la persona desaparecida. Además, el grave daño en la salud que la persecución y la desaparición de Duarte le ocasionan a la esposa. A su vez, la niña se quedó sin su padre desaparecido y también sin su madre, por estar enferma”.

Para Cagnani, Susana “es una de tantas víctimas, pero lo emocionante y trágico de su historia es que lo que salvó su vida quizás por otro lado la enloqueció. La forma en que ella y su familia resuelven su seguridad y la de su nena, es encerrándose en un ropero por varios años y convirtiéndose en una mujer topo. Para protegerse, eligió desaparecer. Bueno, eso es el terrorismo de Estado”.

Una terapia posible consiste en “resignificar colectivamente la experiencia, para que el sujeto entienda que lo que le pasó fue producto de la historia y de un enemigo que cometió crímenes de lesa humanidad para imponer un sistema político”. Ese es el objetivo del grupo y lo que motiva a Susana para marchar el 24 de Marzo de 2010 en Río Cuarto, donde muchos la reconocen –algunos recién se enteran de que vive–, la abrazan y la hacen sentir orgullosa de su historia.

En paralelo, su hija desarrolla un proceso similar de toma de conciencia y reconciliación con la historia de su padre y rescate de sus valores políticos. En la última década, comienza a participar de las actividades de H.I.J.O.S., concurre al acto del 24 de Marzo de 2007 en el ex campo de concentración de La Perla, recorre el Espacio para la Memoria del Campo de La Ribera y declara en el juicio.

Ese día el fiscal Trotta y el querellante Claudio Orosz piden copia de su testimonio, de la historia clínica de su madre y de aquel documento escolar donde figuraba que sus padres eran “prófugos”, con la finalidad de probar la extensión del daño y gestionar los beneficios que prevén las leyes reparatorias. Sin embargo, el trámite no prospera y hoy Susana Miranda sólo percibe la pensión como esposa de un desaparecido. Ni ella ni su hija son consideradas víctimas del terrorismo de Estado. En contraste, el aula magna de la UNRC lleva el nombre de José Alfredo “Peco” Duarte y también una agrupación de militantes del gremio universitario.

En los últimos años, Susana tiene recaídas, intentos de suicidio y ataques de pánico ante la posibilidad de que la Policía, el Ejército o la Triple A le hagan mal a su hija o sus nietos. Pero otras energías la ayudan a enfrentar la angustia y el miedo: el anhelo de justicia, la solidaridad de sus amigos y el amor de su familia.

Susana, al aire libre. Un año después de marchar el 24 de Marzo, Susana no está en condiciones de repetir la experiencia, pero acepta una entrevista y propone charlar en el parque frente a su casa. El sol le hace entrecerrar sus ojos claros. Pide fuego para un cigarrillo y cuenta.

Cuando bautizamos a Clarisa, Peco me dijo en la iglesia: “¿Querés casarte?”. “Cuando tenga un vestido blanco y lindo, nos vamos a casar”. “Bueno, ese día va a llegar”, dijo. Y me casé con Héctor por la iglesia dice, antes de sonreír y dar una pitada. Sus dedos están amarillos de nicotina. Ella suspira y disfruta el tabaco.

¿Te acordás cómo fue el nacimiento de Clarisa?

¡Ay, hermoso! cierra los ojos y sonríe. Mirá, no he sufrido el parto como sufro a veces de la cabeza. Cuando me la entregaron, yo la miré, hice así se lleva los brazos al pecho y… “Peco”, dije. Igual. Es el Peco en pinta.

Sí, tiene los ojos muy parecidos a Peco.

Peco me dijo que toda la vida íbamos a estar juntos, pero yo jamás imaginé… Y me encerré, pensando que él volvía, pero no volvió. Para mí, Peco vive en mi corazón, y vive al ver a mi hija, mi nietito, mi yerno…

Detiene su relato para mirar unas loras que llegan en bandada y se amuchan en los árboles del parque, mientras el sol comienza a caer. “Sentí como chillan”, dice.

Yo lo quise muy mucho sus ojos se llenan de lágrimas y hubiera pasado cinco años más adentro de mi casa si me hubieran dicho: “Tomá, acá tenés a Peco”. Yo no puedo concebir que esté muerto, no me entra en la cabeza.

Susana se refriega las manos y pide que volvamos adentro. La tarde ya está fría.