La última vez que me enfrenté a un hombre en el transporte público era un mediodía como todos en una estación del metrobús, un híbrido entre tren y autobús público que atraviesa la avenida más larga del Distrito Federal.
Durante un mes mantuve la misma actitud frente a cualquier hombre que se entraba al vagón exclusivo para mujeres: solicitaba amablemente que abandonaran el lugar que no era para ellos. Entre bolsas, suéteres y cabellos teñidos de todos los colores, las reacciones eran variadas.
A veces, carteles con leyendas como “Viajemos seguras” o “Exclusivo mujeres” estaban frente a ellos y no podían argumentar la ignorancia a su favor. Otras, ante las cuerdas que separaban como al ganado a los hombres de las mujeres en las estaciones de metro, sólo me miraban con indiferencia o lascivia y se perdían entre la masa.
Pasó también que los policías se sentían mi superhéroe personal y corrían a enfrentar al hombre que me había “faltado al respeto”, o todo lo contrario: me advertían “pues yo voy, pero es bajo su propio riesgo señorita, luego la pueden perseguir”. Si no, los conductores del metrobús comunicaban mi mensaje al policía en la próxima estación, pero éste tardaba tanto en llegar que la gente protestaba por la pérdida de tiempo. Claro que la mayoría de las veces fingían no escucharme o de plano reían de mi ingenua lucha por hacer valer derechos que obviamente no estaban ahí para respetarse.
Pero ese mediodía común, con la masa de pasajeros a punto de desbordarse en la salvaje lucha por el espacio justo para los pies, mi experimento tuvo un giro inesperado.
A mi lado, un señor de unos 40 años –traje formal, corbata, maletín en mano– movía de un lado a otro su gordo cuerpo entre una inerte multitud femenina. El coraje subió a mi garganta.
–¿Sabía usted que este es el vagón para mujeres?
–¿Ah, sí? ¿y quién lo dice?
–Ahí está el letrero, léalo. Si usted no es un anciano, ni un niño ni una persona con discapacidad no puede estar aquí.
–Mire señorita, a mí nadie me dice lo que tengo que hacer. Yo no vengo molestando a nadie y puedo subirme donde me dé la gana. No me voy a salir. ¿Usted quién es para decirme que me salga? Una mujer no me va a dar órdenes
El tono de voz se hizo cada vez más intenso hasta que ya eran gritos que todas las pasajeras podían escuchar.
–Voy a llamarle al policía en la próxima estación –mantuve la calma por miedo a un ataque más que verbal.

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El 12 de mayo de 2011, @ladelcabaret –la identidad de Minerva Valenzuela en Twitter– escribió en su columna en el diario virtual Animal Político sobre una marcha realizada en Canadá por un grupo de mujeres que se indignaron cuando un jefe de policía recomendó no vestirse como putas para evitar violaciones.
“Si la apertura de mi falda sube hasta mi muslo: no, significa no”, reprodujo Minerva. Era un texto de @diosadelaweb, otra retadora. “Si el escote de su vestido es épico e invitador: no, significa no”.
Al final de su texto, la actriz lanzó un simple pero nada inocente deseo: “Me gustaría decir que también vamos a la Marcha de las Putas en el DF, Guadalajara, Morelia y Monterrey; pero no hay ninguna organizada. ¿Quién se apunta?”.
Resultó que se anotaron más de 7 mil según la página abierta para el evento en Facebook. En ese momento, Minerva había acuñado el título para el resto de las marchas en América Latina, una traducción libre de su original en inglés “The Slut Walk”.
Un mes después, con las redes sociales como arma y sin una sola reunión frente a frente, Minerva la cabaretera contactó a Gabriela la activista encubierta de Atrévete DF. Luego llegó la diseñadora Areli Rojas, la defensora contra feminicidios Edith López y la estudiante Antonia Cereño. Se vieron las caras por primera vez el día de la Marcha de las Putas.

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Helvia Martínez Verdayes no era modelo, pero decidió que en sus tiempos libres como secretaria de Petróleos Mexicanos posaría desnuda para el escultor Juan Olaguíbel. Era 1942 y su cuerpo de 16 años de edad quedó inmortalizado en forma de Diana Cazadora en el Paseo de la Reforma, la avenida emblemática de la Ciudad de México.
El plan de embellecer el paseo con un gran monumento fracasó. Los sectores más conservadores de la sociedad criticaron que la escultura en bronce se exhibiera sin pudor alguno. Un año después, la Liga de la Decencia protestó colocándole ropa interior hasta que obligaron a soldarle un calzón, también de bronce.
La Diana permaneció vestida durante 25 años, hasta que su escultor pudo convencer al gobierno de que México no podía mostrar tal mojigatez al mundo que visitaría la ciudad para las Olimpiadas de 1968.
A unos pasos de esa Diana, sobre el mismo Paseo de la Reforma, el 12 de junio de 2011 otro grupo de mujeres protestó, esta vez a la inversa. La Marcha de las Putas quería mostrarle a la ciudad lo que Helvia mostró, quizá involuntariamente, al posar para la escultura.
Esa mañana de verano alrededor de dos mil mujeres salieron de las casas sin respetar el código de vestimenta que la ciudad obliga: no short, no falda, no escote. Al menos en una sola calle las mujeres caminaron libres. Solas o con familia, ropa ajustada y corta o jeans y camiseta. Porque en México, incluso en pants y tenis, sin maquillaje ni cabello arreglado, una mujer puede ser una puta.
Es domingo y si no fuera la Marcha de las Putas, sería cualquier otra marcha. A las señoras que venden agua, tacos, sombreros, papas, helados, les da lo mismo que la marcha sea por la seguridad, contra el maltrato de animales, a favor de los electricistas desempleados o por los derechos de su género. Las mujeres que ese día les compran son diferentes a ellas: la mayoría son universitarias o profesionistas, visten bien y tienen Twitter.
No es una marcha de domingo más. Esta vez el atractivo son las piernas y los escotes, a juzgar por el amable público que acompaña: hombres con los ojos desorbitados, jadeantes y con la boca abierta; lo mismo les da que la motivación de la marcha sean ellos mismos.
Cuando les pregunto a ellos qué opinan sobre este reclamo, todos piensan que está muy bien que las mujeres luchen por sus derechos. Cuando pregunto si acostumbran gritarle a una mujer en la calle, claro que no, nadie, nunca. Las estadísticas dicen lo contrario: más de la mitad de las mujeres que utilizan el metro en el DF han recibido un piropo obsceno u ofensivo, según el Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación en México.

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