La ceremonia del adiós
En una larga sala del búnker (como se llama al edificio de la Fiscalía General de Colombia en Medellín) se escucha una pieza de Richard Clayderman. Familias de desaparecidos esperan inquietas, retorciéndose en las sillas, el comienzo de la ceremonia luctuosa.
La vista es dolorosa. Tienen enfrente 29 urnas de madera que llevan encima un listón que ubica el nombre de cada finado, una fotografía de cómo lucía en vida y unas flores blancas. El interior alberga sus restos. Detrás, policías hacen guardia. En los costados de la sala se ubican periodistas y fotógrafos expectantes, psicólogos listos para apagar ataques de nervios e investigadores forenses que observan –entre tristes y relajados– la culminación de su trabajo de ubicar, desenterrar, reconocer restos humanos y regresarlos a sus hogares.
“No entendemos esta guerra pero desafortunadamente el conflicto nos toca de manera directa. Hoy tenemos sentimientos encontrados: por un lado, alegría de recibir a nuestros hermanos, hijos, esposos, padres en el regazo de la familia de donde nunca debieron haber sido arrebatados. Por otro lado nos preocupa el destino que tuvieron”, dice al micrófono el hermano de un sacerdote encontrado tras siete años de búsqueda.
Un amigo del sacerdote lee el evangelio de San Lucas en el extracto donde Jesús dice: “Nada hay cubierto que no vaya a ser descubierto… no temas a los que matan al cuerpo…”, y después de decir unas palabras bendice las urnas.
La maestra de ceremonias va nombrando a cada difunto y el nombre del familiar que lo recoge. De las sillas se levantan principalmente madres que nunca dejaron de buscar a sus hijos. Reciben su foto, su certificado de defunción y unas flores. Como zombi se abre paso un campesino mulato que recoge a su hijo. Unos hermanos adolescentes trajeados, solemnes, recogen a su papá y se lo entregan a su madre que desfallece de dolor. Un niño de 10 años pasa serio, sin expresión, por el suyo.
En la sección de familiares comienzan los gritos, los desmayos, los sollozos. Las familias se abrazan entre sí y a la foto del perdido ya recuperado.
Ya la fiscal se quebró en llanto al entregar los primeros restos. La maestra de ceremonias tuvo que ser relevada por no poder seguir nombrando a las familias. La directora del equipo de forenses desistió. Los fotógrafos lloran detrás de los lentes de sus cámaras. Los psicólogos corren a auxiliar a los desmayados.
Entre los presentes se encuentra la odontóloga forense Claudia Pilar Mejía, del Cuerpo Técnico de Investigación de la Fiscalía colombiana, quien dice entristecida: “Es un acto triste y a la vez reconfortante. Es un descanso tanto para la familia que sabe que ahí está su hijo y que ya lo recuperó, como para los que somos partícipes en estos procesos de ubicación de estas personas desaparecidas, que logramos la acreditación plena de la identidad. Son logros que se van dando a través de la investigación y el trabajo en equipo”.
En la sala se encuentran miembros del equipo de exhumadores que desentierran los cadáveres, fotografían las evidencias encontradas en las fosas, registran cada pertenencia encontrada al lado del difunto. También expertos técnicos que aplican pruebas a los huesos recuperados para identificarlos –según lo permita el estado de descomposición– a través del raspado de hueso, las huellas dactilares, los dientes, la recomposición del cráneo o los perfiles genéticos. Además se encuentran investigadores que tienen como misión ubicar a los responsables de estos asesinatos.
Terminada la ceremonia, las familias se arremolinan en torno al féretro de su ser querido y ya no lo sueltan. Joaquín Padilla, el hombre que caminaba como zombi al momento de recoger a su hijo, acaricia la caja y se aferra a la fotografía como si estuviera hablando con su Joaquín, el hijo albañil raptado tres años atrás por el ejército, asesinado en otra provincia lejana y presentado como guerrillero muerto en combate (“falso positivo”, como se les conoce en Colombia) para cobrar los incentivos económicos.
“Lo encontraron con una bala de revólver en la cabeza”, dice con el sabor agridulce de la recuperación del hijo muerto.
Teresita Gaviria, la fundadora de las Madres de la Candelaria –grupo de mujeres que buscan a sus hijos– abraza a una de las madres que recuperó a su hijo y cariñosa le dice: “Llore todo lo que quiera, mi amor, pero usted ya no va a estar con la incertidumbre, éste es un descanso”.
Lucina Ocampo, integrante de la organización, revive la angustia de no haber recuperado los restos de su hijo: “Siempre lo hemos buscado y hace dos años recibí la llamada de un señor que me dijo que lo habían asesinado y que le pidió como última voluntad que me dijera que lo dejaron en el pueblito de San Fernando, en Pensilvania, que lo entregaron a un sepulturero en una bolsa negra. Le dije a la fiscalía pero no han hecho nada y sin su permiso no puedo ir”.
Otra compañera suya dice: “Cuando me entreguen a mi hijo no sé si voy a sacar fuerzas para venir”.
La entrega pública de los restos de las personas consideradas desaparecidas es una política que pretende hacer visible el daño sufrido por las familias, restituir socialmente su dignidad, otorgarles la posibilidad de reconstruir sus vidas y dar a conocer a toda la sociedad lo ocurrido para evitar que ese crimen se repita.

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