Por Galia García Palafox – Revista Gatopardo.-

Marisol Valles temblaba cuando llegó a la garita fronteriza. “Soy Marisol Valles y me van a matar —le dijo al agente de migración—. Venimos a pedir asilo”. Llevaba a su hijo en brazos. Atrás de ella: su marido, sus padres y sus dos hermanas. Los seis habían salido de casa con sus actas de nacimiento y lo que traían puesto. Ni un papel más, ni un cambio de ropa para el bebé.

Esa tarde, cuando su padre y su marido regresaron de trabajar, la madre de Marisol les dijo la decisión: iban a irse. Todos se subieron a la camioneta roja y manejaron sin parar hasta la garita fronteriza.

Los agentes la reconocieron: sólo cinco meses antes, su foto con la leyenda “La mujer más valiente de México” había dado la vuelta al mundo. Llevaba los mismos lentes de pasta sobre la nariz recta, el pelo lacio al hombro (y, ahora, mirada de angustia). A los veinte años, Marisol Valles había sido nombrada directora de Seguridad Pública de Práxedis G. Guerrero, un pueblo en el Valle de Juárez, Chihuahua, donde habían sido asesinados, según la versión, cuatro o cinco comandantes. Otros simplemente habían huido ante las amenazas de los cárteles del narcotráfico. Marisol tomó el puesto que nadie quería, con la promesa de que la nueva policía, formada casi por puras mujeres, no haría trabajo de combate a la delincuencia, mucho menos al narcotráfico, sino de prevención del delito.

Pero las amenazas, a veces disfrazadas de invitaciones a colaborar, tardaron cuatro meses en llegar. Y la única solución para la jefa de policía fue el exilio.

El día que decidió pedir asilo, Marisol dejó de asistir a una cita que tenía en Ciudad Juárez. La llamada del hombre plantado llegaría en cualquier momento. O no. Quizá no habría más llamadas, sólo amenazas cumplidas.

Marisol Valles nunca ha tocado un arma. Nunca quiso ser policía. Tampoco tuvo intenciones de cambiar la negra historia reciente de su pueblo —la de ejecutados y cabezas exhibidas en la plaza—. “Yo metí mi solicitud para trabajar como secretaria, no como directora [de Seguridad Pública]”, me dijo.

Me reuní con ella en una vieja casona de El Paso, Texas, donde están las oficinas de su abogado, Carlos Spector. Esa mañana, la esposa de Spector, Sandra, había ido a recogerla a algún lugar donde la dejó un pariente. Sandra me asegura que ni ella sabe dónde vive Marisol. Desde que llegó a Estados Unidos sólo ha dado un par de entrevistas en vivo, y ésta es la primera vez que lo hace sin acompañantes.

—No confío —me dijo, y repitió la frase varias veces.

Más que la joven valiente cuya foto habían publicado los periódicos un año antes, parecía una adolescente perdida que no sabe cómo volver a casa ni cómo llego a donde está.

Marisol Valles nació en Ciudad Juárez y vivió siempre en Práxedis. Nunca viajó más allá de Juárez, ni hacia el sur, ni hacia el norte. Su padre, un mecánico diesel que trabajaba en un rancho, se encargó de que todas sus hijas fueran a la escuela. Marisol, la segunda, era una niña dulce, ordenada, siempre cuidada por su madre. En 2007, cuando terminó la preparatoria, pensó en estudiar psicología, hasta que alguien le habló de la carrera de criminología. “Me interesaba mucho entender por qué la gente se comporta de diferentes maneras, qué quiere decir cuando una persona hace una cosa”, dijo.

El único lugar donde encontraron esa carrera fue en una escuela privada en Ciudad Juárez. Para ayudar a sus padres con los gastos, Marisol se consiguió un trabajo como secretaria en la comandancia de policía del pueblo. Por la mañana trabajaba llenando reportes policiacos, y por la tarde viajaba a Ciudad Juárez para ir a clases. Ahí empezó a ver a su pueblo desde una ventana distinta de la de su casa.

—Entré porque la secretaria renunció, porque habían matado al comandante.
—Habían matado al comandante de la policía de Práxedis —le digo casi incrédula.
—Pues ya habían matado a varios, para serte sincera. A éste se lo llevaron, luego reportaron una riña muy grande, y salieron los policías. Cuando regresaron estaba en una hielerita la cabeza del comandante y había una cartulina que les explicaba todo.

El Valle de Juárez es una región en la frontera de Estados Unidos, al este de Ciudad Juárez, donde en otra época se sembraba algodón. Hoy, a lo largo de la carretera, sólo se ven unos cuantos campos algodoneros. El resto del territorio está compuesto por solares polvosos; sus plantas son pedazos de coches viejos. Los puestos improvisados de venta de ropa usada son el tipo de comercio más popular.

En el camino de Juárez a Práxedis, nuestro guía nos va haciendo recuento de los muertos. “Aquí una vez mataron a dos. Aquí encontraron los cuerpos desenterrados de los hermanos Reyes Salazar. Aquí, dos. Aquí, tres. Aquí, un ejecutado”. “Aquí —en un campo conocido como Los Arenales—, se llenaba de carros de Juárez, era un estacionamiento. La gente hacía sus carnes asadas y pisteaba. La poli no te decía nada. Todo eso se perdió”.

Práxedis siempre fue un sitio para el paso de la droga a Estados Unidos. Los paquetes se cruzaban por el río. “Pasaban y corrían. Desde aquí se veía [el otro lado]. Hasta que pusieron esa malla ridícula. O barda, lo que sea”, me dice el sacerdote de Práxedis, Martín Magallanes, en la oficina de la parroquia de San Ignacio de Loyola, casi a la entrada del pueblo.

Magallanes, un sacerdote joven con barba de candado que habla ronco con un fuerte acento juarense —dice morros y batos y llama La Morena a la Virgen de Guadalupe— llegó hace unos meses al pueblo. Antes había estado a cargo de la Pastoral Penitenciaria, como guía espiritual de todos los presos de Ciudad Juárez. “Puede ser que algo tenga que ver con que el señor obispo me haya enviado aquí”, dice.

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