El día que nos secuestraron llegó un mensaje a mi correo electrónico. La fuente era de fiar, y me contaba que cuatro reporteros de Reynosa no aparecían. Entre fines de febrero y principios de marzo de 2010 hubo seis secuestros de comunicadores en Reynosa, un hecho inédito en el país. Uno de ellos había muerto en circunstancias extrañas en un hospital.

Pedro Argüello y David Silva del periódico El mañana; Amancio Cantú, de La Prensa de Reynosa, y Miguel Domínguez del periódico La Tarde eran los nombres que aparecían en aquel mensaje. Luego supe que Guillermo Martínez, director del portal Metro Noticias del Golfo, también estaba desaparecido.

José Rábago Valdez, reportero de Radio Rey, murió por un supuesto coma diabético en el hospital Christus Muguerza. Una versión decía que la elevación en sus niveles de azúcar fue causada por los golpes recibidos durante su secuestro.

A José lo encontraron tirado en la calle, con la cara hinchada por la golpiza. Los paramédicos de la Cruz Roja lo recogieron aún con vida, pero no sobrevivió. Logré hablar por teléfono con su viuda. No confirmó ni desmintió esa versión, pero me pidió que platicáramos después. Iba rumbo a Tampico a enterrar a su esposo.

Ya no pude conversar de nuevo con ella. Apunté los nombres de los periodistas raptados en mi libreta y salí a cubrir una balacera que reportaban los usuarios de Twitter.

 

El viaje en autobús de Monterrey a Reynosa duró tres horas. Junto a los letreros que dan la bienvenida a los visitantes, al entrar a la ciudad tamaulipeca había un retén de la policía municipal. Un agente que portaba un AR-15 subió para revisar a los pasajeros. Con la mirada examinó a todos, pero sólo reparó en mi aspecto: cabello a rape, barba de candado y lentes oscuros.

“Su identificación? ¿A qué viene a Reynosa?”, me preguntó.

Le mostré mi credencial de elector y le dije que era reportero. Me pidió mi identificación del medio. La vio y después se fue. No interrogó a nadie más.

Al llegar a la central de autobuses llamé a un amigo que vive en Reynosa. No quería tomar un taxi. Muchos conductores son espías para el Cártel del Golfo o los Zetas. En esos detalles se refleja el grado de penetración del narcotráfico en este lugar.

Mientras esperaba a mi amigo sonó mi celular. Era uno de los directivos de mi empresa.

“Te llamo para pedirte que no te acerques mucho a las oficinas que tenemos en Reynosa. Nos acaban de informar que uno de los camarógrafos que trabajan ahí es informante de grupos de la delincuencia”, me dijo.

“¿Y por qué no lo han despedido?”, pregunté.

“Los de recursos humanos tienen miedo de echarlo, por las represalias que pueda tomar?”

 

El entonces alcalde de rey-nosa, óscar Luebbert, que por seguridad vive en McAllen, Texas, nos recibió en su oficina el primer viernes que estuvimos en Tamaulipas. ¿Qué estaba pasando en la ciudad que los grupos de la delincuencia habían enloquecido?, le pregunté de entrada.

Luebbert, del Partido Revolucionario Institucional (PRI), me dijo que la presencia de la Marina y la detención y muerte de varios operadores de las bandas delictivas explicaba la situación. Pero ese argumento era sólo la punta del iceberg de lo que realmente pasaba.

Era cierto que el 8 de febrero de 2010 hubo una balacera entre marineros y delincuentes en el fraccionamiento Puerta del Sol, en el que incluso fueron lanzadas algunas granadas. No hubo una cifra oficial de muertos, pero los vecinos hablaban de más de treinta cadáveres.

El enfrentamiento en Puerta del Sol fue uno de muchos. El alcalde no nos pudo explicar los bloqueos viales en el Periférico, ni el intento de rescate en el Penal de Reynosa ocurrido el 25 de febrero de ese año, unos días antes de que nosotros llegáramos a la frontera.

Fuimos al Centro de Readaptación Social en la camioneta todo terreno que habíamos alquilado. Al vernos, los custodios empuñaron sus armas. Bajamos del vehículo y nos identificamos como periodistas, lo que los tranquilizó un poco. En la frontera, este tipo de camionetas son sinónimo de crimen organizado; de ahí la alarma. Y no era para menos. A algunos de esos guardias les había tocado enfrentar a varios pistoleros que trataron de rescatar a presos de esta cárcel.

La pared y las torres principales del reclusorio estaban llenas de agujeros. No había un espacio donde no se apreciara el impacto de una bala. Los atacantes no pudieron rescatar a nadie, pero los muros son los testigos principales de la batalla que se libró en ese sitio.

Nos fuimos a dormir. Pedimos viáticos para escoger el hotel que prefiriéramos. Había acordado con Juan Carlos que, como estrategia de seguridad, cambiaríamos de alojamiento cada noche. Y así lo hicimos. A veces la precaución, la paranoia o el miedo provocaban actitudes que parecerían absurdas. Una noche pedí que me cambiaran a una habitación que tuviera ventana a la calle, por si era necesario salir huyendo, aunque nunca supe realmente a dónde iba a correr para estar seguro. Reynosa entera le pertenece a los narcos.

También cambiamos la todo terreno por un sedán rojo con placas de Coahuila. No había autos con matrículas de otro estado en la arrendadora de Reynosa.

 

La guerra no sólo era entre los Golfos y los Zetas, sino que también se extendió a las corporaciones policíacas que recibían sobornos de uno u otro cártel.

Al caer la noche, la calle que pasa frente a la Secretaría de Seguridad Pública Municipal era cerrada por completo. Varias patrullas con elementos armados impedían el paso a cualquier vehículo hasta la siguiente mañana. Las precauciones no eran exageradas. Días antes de nuestra llegada, dos granadas fueron lanzadas contra esas instalaciones desde una camioneta en movimiento. El ataque, del que fueron responsabilizados los Zetas, provocó daños materiales y dejó en el aire el temor de que se repitiera.

El miedo era aún más grande entre los policías que vigilaban las calles. Para mi reportaje quería captar a esos policías. Acordé con Juan Carlos que iríamos al retén que se encontraba a la entrada de Reynosa. Llegamos montados en la todo terreno. Nos colocamos a unos 500 metros de donde estaban las patrullas, con una vista panorámica perfecta de la escena. Juan Carlos colocó el tripié y la cámara, y comenzó a grabar. Un instante después llegó una camioneta con varios policías que nos apuntaban con sus armas.
“Bájense con las manos en alto”, nos dijo un agente regordete que traía una pistola nueve milímetros.
Yo salí del vehículo con la calma de saber que nosotros éramos los buenos y me identifiqué como periodista. Los policías respiraron aliviados.

“¿De Milenio, verdad? Desde hace varios días ya sabíamos que andaban por acá. Perdone, jefe”, me dijo el que estaba a cargo del retén, “es que las cosas aquí en Reynosa han estado muy calientes en los últimos días”. Y bajando la voz agregó: “Es que esos pinches Zetas se están chingando la plaza, por eso estamos aquí, para evitar que se metan y para sacar a los que ya están aquí”. No hubo más comentarios.

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