Cosecha Roja.-

Todas las historias empiezan con la candidez de la coincidencia. Eduardo Noriega estaba por cumplir 50 años cuando conoció a Sandra Elizabeth Farías. Los dos eran separados, con hijos de matrimonios anteriores y trabajaban en el hospital de La Banda. Él era electricista. Ella todavía no había cumplido los 40. Dicen que el flechazo fue instantáneo. Y que al poco tiempo se mudaron a una casa del barrio Arenales en Beltrán, departamento de Robles, a 50 kilómetros de la capital de Santiago del Estero. En la casita de la calle Independencia, entre Juan XXIII y ruta 34 vieja, atendían un quiosco. Ahí, creyeron tal vez, encontrarían refugio para un amor que imaginaban cinematográfico. Y vaya si lo fue.

“Se habían mudado al barrio hace pocos años, gente de trabajo. Pero estas últimas dos semanas discutieron mucho”, deslizó un vecino, que agregó: “Creo que ella era demasiado celosa; quizás fue una de las causas”. Las cosas, al parecer, no eran tan rosas como habían imaginado cuando se conocieron. Para evitar peleas incómodas para la familia, Sandra decidió pasar el fin de año con sus hijos en La Banda. Y él recibió el 2013 con los suyos en la casa que compartían en Beltrán.

La tormenta de año nuevo lo encontró en su casa. Eduardo nunca pensó que esa sería la última vez que vería llover. Sandra volvió a su casa el primero a eso de las 13. El día estaba medio nublado y para el servicio meteorológico había probabilidades de chaparrones y tormentas. En Beltrán hacía un calor insoportable. Un primo hermano de Eduardo cree que él estaba tomando cerveza y escuchando música en el patio cuando la vio llegar. Pasaron la tarde tomando en el fondo de la casa mientras se turnaban para atender el quiosco. “Charlaron un rato. Después comenzaron a discutir, como venían haciéndolo en estas semanas”, ahondó un vecino.

Eran las 6 de la tarde cuando Eduardo fue a atender el quiosco. Una chica, vecina del barrio, 16 años, quería un helado. Mientras le cobraba, entró Sandra. Le dijo:

-Mira como te babeas por esa pendeja. ¿Por qué a mí no me miras así?

Eduardo no le respondió. Habrá pensado, ¿para qué? Tal vez entró a su casa en silencio para atenuar el reproche. Quién sabe. Sandra lo siguió detrás. Le repetía: “¿Te babeas por esa, por esa pendeja te babeas?”. Eduardo siguió su camino en silencio. Sandra, en un ataque, agarró un cuchillo de la cocina y le clavó los 30 centímetros de la hoja en el corazón. “Negra, ¿qué me hiciste?”, alcanzó a decirle él, que llegó a ver apenas un hilito de sangre brotarle del pecho antes de caer en la cama que compartían.

Sandra, desesperada, salió a la calle al grito de “llamen a la policía; busquen una ambulancia”. Cuando llegaron los oficiales y los enfermeros, el electricista estaba derrumbado en su habitación sobre un charco de sangre. “¡Dios mío, Dios mío!”, gritaba Sandra, temblando, acurrucada en un rincón: “Yo lo hinqué. Fui yo. Es que soy muy celosa; muy celosa”, repetía como en una entelequia. Eduardo Noriega falleció camino al hospital. La única testigo, paradójicamente, es la única sospechosa. Sandra fue detenida por la policía local y derivada a la Comisaría del Menor y la Mujer. Ninguno de los dos imaginó jamás que esa historia vendría a terminar como empezó, apenas con una coincidencia.