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En 15 días, tres masacres con 20 muertos ya despiertan el temor en el país. Qué pasa.

El 2013 comenzó con un preocupante récord. En los primeros 15 días de este año se han registrados tres masacres, una cada semana, algo que no sólo no se veía hace años en el país. Qué pasa.

En primero de enero los colombianos se despertaron con la noticia del asesinato de cinco hombres y cuatro mujeres en una finca cerca de Envigado, Antioquia. El múltiple crimen fue atribuido a una lucha de poder entre pequeños ‘narcos’ que aspiran a quedarse con el control de la temida oficina de Envigado. Una semana más tarde en el barrio Villa Nidia, en los cerros orientales del norte de Bogotá, cinco personas fueron asesinadas en lo que hasta ahora, según las autoridades, se trató de una vendetta entre integrantes del mismo clan familiar de delincuentes conocidos como ‘Los Pascuales’, quienes terminaron a balazos una discusión por la repartición de las zonas para el control del micro tráfico y la extorsión.

Ocho días después de esa masacre que sacudió la capital, se registró la muerte de 10 hombres cerca del puerto de Buenaventura, en un nuevo episodio de guerra entre facciones de ‘narcos’ y bandas criminales.

Estos tres macabros acontecimientos tienen inquietas a las autoridades y desconcertada a la opinión pública que no entiende qué es lo que está ocurriendo pues se trata de actos de extrema violencia que incluso han golpeado a la propia capital de la República. Hace pocos días SEMANA publicó un informe que explica en gran medida lo que ocurre y que sin duda marca un panorama preocupante. Este es el análisis de lo que está pasando.

Una trágica paradoja tiene lugar en Colombia. Los grandes éxitos en la lucha contra los jefes del narcotráfico y de las llamadas ‘bandas criminales’, sucesoras de los paramilitares, han producido un efecto inesperado: la muerte, captura o entrega a Estados Unidos de todos los capos importantes ha resquebrado sus organizaciones y abierto espacio para que todo tipo de grupos y facciones se disputen el control a nivel local. El resultado son oleadas de violencia que se apoderan súbitamente de varias regiones del país, aterrorizando a su población. De Cúcuta al Vichada, de Buenaventura a La Guajira y hasta en Medellín y Bogotá, la gente asiste consternada a masacres, explosiones de granadas y balaceras urbanas con armas largas.

En los últimos meses, brutales estallidos de violencia han sacudido varias zonas de Colombia, no sólo por su cruento resultado sino por las modalidades con que se cometen. La masacre en que murieron diez campesinos en Santa Rosa de Osos, en octubre, conmovió al país, que se preguntó si estaban de vuelta los tiempos del conflicto en que estos horrores eran cosa cotidiana. Pero no sabía que en Cúcuta hubo otras dos masacres, otras tantas en Vichada y seis más en el noreste de Antioquia. Buenaventura sufrió en octubre 40 asesinatos, la mitad de los que ha habido en el violento puerto en todo el año, y casi 1.300 familias fueron desplazadas. El país se sorprendió con la granada lanzada contra un supermercado en Santa Marta, en octubre, que mató a dos adultos y una niña, pero pocos sabían que Riohacha, Maicao y Dibulla han sufrido 20 explosiones de esos artefactos en estos meses.

Medellín está atenazada por la extorsión y los asesinatos sonados que han sacudido algunas comunas. Y en Bogotá, la Policía está preocupada por un enfrentamiento sin precedente con armas largas en el Bronx, hace unas semanas. Aunque no parezca, estos y otros hechos tienen un trasfondo común. “La transformación del crimen”, lo llaman las autoridades. O, coloquialmente, “el efecto Rastrojo”.

En los últimos años las autoridades no han dejado, literalmente, títere con cabeza en el mundo del narcotráfico. Entre la caída de don Diego, en septiembre del 2007, que marcó el fin del último de los grandes carteles, el del norte del Valle, y la de Daniel el ‘Loco’ Barrera, el último de los máximos capos, hace dos meses, 42 jefes paramilitares y de grandes bandas que los sucedieron y capos ‘narcos’ prominentes murieron en operativos de las autoridades, fueron capturados o se sometieron a la Justicia. Las autoridades sostienen que, entre 2006 y 2012, su ofensiva redujo las llamadas bandas criminales o Bacrim de 33 a seis. Hubo 2.000 operaciones que llevaron a casi 14.000 capturas y a la incautación de 8.000 armas de fuego y más de 100 toneladas de cocaína. Con excepción de Dario Úsuga, alias Otoniel, el último líder en circulación de los Urabeños, hoy no queda un capo libre. Esto ha mermado la violencia en varios departamentos. Pero, paradójicamente, la ha disparado en algunas regiones.

El efecto inicial de esta ofensiva fue reducir el número de bandas, pero las que quedaron se fortalecieron. Un puñado de grandes organizaciones, con los Rastrojos y los Urabeños a la cabeza, se extendieron nacionalmente, absorbieron o desplazaron a sus rivales e impusieron un dominio indiscutido en las regiones que controlaban. Las dos llegaron a pactar, a fines de 2011, un reparto territorial. Otras, como la Oficina de Envigado en Medellín, o el Ejército Revolucionario Popular Anticomunista (Erpac) en los Llanos, subordinaban, a punta de alianzas, plata y miedo, a grupos y bandas de sus regiones

Pero la caída de los jefes de estas grandes organizaciones criminales las resquebrajó y debilitó el control que ejercían sobre sus ‘franquicias’ locales. Un caso emblemático es el de los Rastrojos. Sus tres jefes eran los dos hermanos Comba, Luis y Javier Calle Serna, y Diego Pérez Henao o Diego Rastrojo. Los dos primeros se entregaron este año a la Justicia gringa y Diego Rastrojo fue capturado. La organización se dividió: los Comba han instruido a sus seguidores entregarse a las autoridades, como ocurrió hace poco en el Cañón de Garrapatas, en el Valle; los de Diego Rastrojo dirigidos por él desde prisión, siguen en el negocio. Muchos Rastrojos, al recibir la orden de los Comba de entregarse, se rebelaron. Unos se unieron a Diego; otros intentaron independizarse. Lo que era un grupo monolítico y en expansión, se dividió en bandas locales que actúan por su cuenta o mantienen una laxa subordinación con un jefe preso, lo que ha dado lugar a choques en las regiones, entre ellos mismos, y con grupos rivales, que aprovechan su debilidad.

Esto es lo que las autoridades llaman el “efecto Rastrojo”. El resquebrajamiento de las grandes organizaciones criminales ha abierto espacio para que jefes de segunda y tercera fila e incluso pequeñas bandas intenten apoderarse de los negocios ilícitos a nivel local. La consecuencia ha sido un sinnúmero de brutales enfrentamientos entre estos grupos, que sumen en la violencia a las regiones donde tienen lugar y afectan también a civiles inocentes. “Estas nuevas organizaciones de sicarios que antes pertenecían a ‘narcos’, ahora creen que ejerciendo la violencia se pueden abrir campo. Muchos Rastrojos en las regiones están sin plata, listos a lo que salga”, dijo un oficial de Policía, experto en estos grupos.

Los demás grupos no han sido ajenos a esta transformación. Un año después de la muerte del jefe del Erpac, ‘Cuchillo’, en una operación policial, su sucesor, José Eberto López, ‘Caracho’, se desmovilizó con casi 300 hombres. Ahora, ese grupo que controlaba buena parte de Meta, Guaviare y Vichada, está dividido en dos bandos enfrentados, el bloque Seguridad del Vichada, liderado por un antiguo paramilitar de tercera fila, Martín Farfán, ‘Pijarbey’, y el bloque Meta, con alias Barrios al frente. Su pelea ha trastornado no sólo el mundo del tráfico de drogas (cada grupo intenta cobrar a los ‘narcos’ por su cuenta o montar sus propios laboratorios) sino la vida de la gente con masacres y asesinatos.

En la Oficina de Envigado el proceso ha sido aún más dramático. Después de las capturas de Maximiliano Bonilla, ‘Valenciano’, y Erikson Vargas, ‘Sebastián’, sus dos jefes rivales, la guerra que venían protagonizando ha derivado en un enfrentamiento entre el centenar de combos de Medellín que ahora nadie controla y hacen de las suyas intentando controlar desde el tráfico a pequeña escala hasta la extorsión a tenderos. El violento paro que protagonizó el comercio en el centro de Medellín, en septiembre, tiene este trasfondo. Hasta la caída del ‘Loco Barrera’, que entregaba dinero a varios de estos grupos (en Meta, como él mismo lo dijo, pagaba a ‘Cuchillo’ 2.000 millones de pesos mensuales para que la extorsión no le ‘calentara’ la zona), dejó un espacio que ahora llena el caos.

Esta anarquía es lo que está detrás de las explosiones de violencia que han sacudido este año a varias regiones del país. Un alto oficial que pidió no ser identificado dice: “Se viene una oleada de violencia que, al comienzo, va a ser muy difícil de controlar y va a afectar mucho a la ciudadanía porque hace mucho ruido. Las autoridades tienen que cambiar de chip: de perseguir capos destacados y grandes grupos organizados, hay que pasar a hacer inteligencia a cientos de pequeños grupos repartidos por todo el país. Un desafío gigantesco”.

Lo más preocupante, quizá, para el Estado y la sociedad, es la perspectiva. Estos no son bandidos de pistola y cuchillo. Todos estos grupos, incluso una banda menor como la que protagonizó la masacre de Santa Rosa o la de Buenaventura, disponen de armas largas, granadas y a menudo armamento pesado como ametralladoras. El conflicto armado ha dejado en el mercado una inmensa cantidad de armamento, barato y fácil de conseguir. Uno de los datos más preocupantes en las estadísticas oficiales es el aumento en las incautaciones de grandes cantidades de fusiles. Entre la Policía y el Ejército, este año se han incautado más de 2.000. Y muchos de esos decomisos, hechos por todo el país, son de parques de más de 100 armas largas.

Esto tiende un nubarrón sobre el futuro. Aun si se pacta la paz con las guerrillas, el posconflicto colombiano puede ser tremendamente violento. La violencia delincuencial de hoy es un augurio siniestro de la que puede marcar la fase en la que ya no haya conflicto armado. Muchos de los integrantes de estos grupos vienen de la guerra. Conocen sus métodos y su degradación. Disponen de sus armas. Y no tienen escrúpulos en usar todo ese arsenal técnico y de terror al servicio de las actividades criminales. La actual desbandada de las bandas es quizás el principal desafío que enfrentan a futuro el Estado y la sociedad colombianos.