Texto: Gabriela Cruz / Fotos: Elena Nicolay – La Palta

Por primera vez a sus 57 años. Por primera vez después de 12 juicios. Por primera vez después de 41 años. Por primera vez después de haber sido una de las víctimas más nombradas. Por primera vez la mujer se sentó frente al tribunal, en una sala de audiencias, y contó su historia en primera persona. Una historia que empezó entre octubre y noviembre de 1975, cuando tenía apenas 15 años. Hacía poco tiempo se había mudado a Santa Lucía porque se había casado. Había nacido en Monteros. Había crecido en Las Mesadas, ahí cerquita del Parque Nacional Campos de los Alisos, a unos pocos kilómetros de Alpachiri, la localidad cuyo nombre en lengua quechua significa tierra fría. Estaba embarazada y parecía que todo estaba por empezar.

“Estábamos durmiendo, llegaron de golpe atropellando todo. Abrieron la puerta de mi dormitorio y me sacaron violentamente de la cama. Yo lloraba porque no sabía qué pasaba y mi esposo le dice: ‘tenga cuidado, ella está embarazada, la van a golpear’. Ahí uno de ellos lo golpeó feo a mi esposo”. El relato de la mujer, cuya identidad se preserva por pedido de los psicólogos del equipo de acompañamiento, no escatimó en detalles. La cadencia de su narración fue constante durante los casi 60 minutos que duró su declaración. Su padre y sus hermanos también fueron secuestrados antes del golpe de Estado. Su hermana permanece desaparecida.

Para el tribunal el nombre de esta mujer no era desconocido. Escuchó hablar de ella en decenas de testimonios. Sabía que había parido en el penal de Villa de Urquiza. Otras mujeres que pasaron por ese penal la habían recordado en sus testimonios. Nadie había podido dar con su paradero hasta este momento. Nadie sabía el recorrido que había hecho hasta terminar en el centro clandestino de detención que funcionaba en la cárcel de varones de la capital tucumana.

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“Eran personas vestidas de verde; creo que en ese momento me llevan a la base de Santa Lucía, yo calculo por lo cerca que recorrimos. Al otro día me llevaron a otro lugar y después me sacaron de ahí y me llevaron a otro lugar. Ahí (en el último lugar) estuve como dos meses tirada en el piso. Me dijeron que era Jefatura”. Cada vez que se refería al segundo centro clandestino en el que estuvo secuestrada lo hacía como ‘el lugar de la muerte’. “Ahí no estuve mucho. De lo que estaba en el piso y hacía calor se me endurecía mucho el vientre. Ahí me torturaron. Me sacaban de noche y me ponían la picana en la panza, me querían hacer hablar cosas que yo no sabía. Me ponían la picana en el vientre, me la bajaban para la vagina. Yo gritaba. Y claro, por la misma corriente parece que después me desmayaba. Entonces me sacaban de ahí”.

No pudo saber el nombre de ninguna de las personas que la tuvieron en cautiverio y que la torturaron. Un día que la llevaron al baño uno de sus secuestradores se dejó ver la cara. Ella tenía la certeza de que lo había hecho porque su final estaba decidido. Muchas veces sintió que ‘esta vez’ la mataban a ella. Había escuchado cómo decidieron terminar con la vida de un hombre que desvariaba. Había escuchado muy cerca los disparos que pusieron fin a los llantos y las incoherencias de ese hombre. Esa fue una de las veces en que sintió que su propia muerte estaba cerca. “Yo temblaba de miedo, me di vuelta y temblaba y lloraba. Yo lo conocí que era de Santa Lucía, de las Mesadas. ‘Gatica’, era”.

“Agradecé que te sacamos porque no te vas a morir”, le dijeron una vez. No le dieron tranquilidad esas palabras. No sabe ahora, y mucho menos supo entonces, de qué dependía que decidieran quiénes y cuándo debían vivir. Era de noche. “Me llevaron sola ya. Yo les decía por qué me llevan a mí. A dónde me llevan. Y me dicen: ‘agradecé que te sacamos de acá porque van a morir todos ellos. Todos los que se quedan acá van a morir’”.

Al penal de Villa Urquiza llegó en febrero. “Mi bebé nace en la cárcel. Yo empecé con dolores a la tarde. Hacía frío. Mis compañeras hablaban a cada rato para que me atiendan”. Ese relato es conocido por las declaraciones de otras sobrevivientes en este juicio como en otros anteriores. “Trajeron una enfermera o una partera, no sé, y me puso una inyección. No sentía dolor, pero yo hacía fuerza. Estaba como dopada. Entonces empezó a nacer mi bebé. De ahí me llevaron a la maternidad”.

Un par de meses estuvo en el penal de Villa Urquiza. Durante ese tiempo le dejaron tener consigo a su bebé. Ella lo cuidó, lo abrazó y le dio el calor que pudo en el lugar donde había sido blanqueada y puesta a disposición del Poder Ejecutivo Nacional. Pero el traslado a Villa Devoto cambió todo. “Fue muy triste, porque esto destruyó mi familia. Porque cuando yo estaba en Villa Devoto él (su esposo y padre de su hijo) se vino a Buenos Aires con el bebé y después formó una familia. Y cuando yo salí él ya tenía una familia, y mi bebé, mi hijo, se crió con él.

Fue liberada en 1979. Regresó a vivir a la provincia de Tucumán, donde estaban su padre y sus hermanos. De su hermana no supieron nunca más nada. Al niño lo volvió a ver cuando ya era un hombre. Con poco más de 18 años se encontró rearmando una vida que le había sido arrebatada a los 15, cuando recién se había casado, cuando había empezado a formar su propia familia. No sabe por qué la sacaron de ‘el lugar de la muerte’, por qué la dejaron con vida. Supone que fue porque estaba embarazada, pero tampoco está segura.

Santa Lucía, el pueblo donde ella y su esposo estaban empezando su vida de casados, cambió de la noche a la mañana. “Al poco tiempo que ellos (los militares) se instalaron ahí empezó el terror, porque ya empezaron los secuestros. Ellos esperaban la noche para los secuestros. No había casa que uno no se enteraba al otro día que habían entrado y a algunos los golpeaban y a muchos los llevaban y no aparecían más”.

Y no aparecieron más. Porque todavía hay miles de personas cuyos restos no fueron identificados. Porque todavía hay cientos de niños nacidos en cautiverio que no conocen su identidad. Todavía quedan imputados por juzgar y delitos por investigar con la remota esperanza de que alguno diga dónde están. Todavía quedan sobrevivientes por ser encontrados y ser escuchados. Esta mujer era una de ellos. Una de las que, aun habiendo sobrevivido, había desaparecido. Una de las que, más de 40 años después, todavía busca algo que se parezca a la justicia.