Por José Manuel Prieto – NAR.-

Tardé por los menos seis meses en acostumbrare a no echarle los seguros a los taxis en Manhattan, algo que aprendí en los atascos de la ciudad de México cuando vigilaba nerviosamente a los vendedores ambulantes o al taxi de al lado que podía estar lleno de atacantes. La paranoia era mayor, claro, cuando regresaba del aeropuerto y rodábamos por esa ancha zanja asfaltada que es el Viaducto. A la altura del Eje Central volvía a comprobar si había echado el seguro (sí, lo había hecho con sólo subirme al taxi) y siempre, fuera un taxi de sitio o uno de la calle en mi época feliz e indocumentada cuando todavía los tomaba en cualquier avenida del DF, le pedía al chofer que lo echara aunque, lógicamente, había oído mil veces de la complicidad de los choferes con los atacantes.

En una ocasión en Europa había yo tomado un avión desde Barcelona y aterricé en Florencia a las cuatro de la mañana. Hice todo el viaje en taxi pensando cómo haría para despertar a mi anfitriona a esa altas horas pero cuando vi las luces del taxi alejarse y accioné la palanca del portón del jardín la sentí ceder bajo mi mano. Caminé hasta la torre donde me había hospedado, una construcción medieval al fondo del jardín, y la encontré completamente abierta. Como no hacía ni quince días que había arribado a Europa desde México busqué cerrar la puerta de mi cuarto y la atranqué con una silla bajo el picaporte. Me fui a dormir consciente de que algo andaba mal en mí, pero también más tranquilo, es la verdad, incapaz de superar el miedo que traía del DF.

Vivir fuera de México requiere de un largo período de descomprensión, de irse acostumbrando a la normalidad de pasear en la más oscura madrugada sin temor a que te asalten. Todavía hoy, cuando visito a mi traductora en la casa que tiene en plena campiña del valle de Hudson, no dejo de decirme asombrado: esto sería imposible en México, y me acerco a la ventana resguardada tan solo por el vidrio, escruto la alarmante oscuridad del bosquecillo cercano. En el extranjero salta a la vista la ausencia de bardas, de los muros que deben protegernos del exterior. Hace unos meses pasé por frente a mi antigua casa en la Colonia del Valle y hallé que los nuevos inquilinos habían añadido una cerca metálica en lo alto del muro de ladrillo. Cuando vivía allí siempre me había parecido un poco corto, es verdad, pero había descartado aquella solución por poco estética.

Lleva tiempo olvidar todo lo que debimos aprender, las mil estrategias de seguridad que en México son cosa de diario. Algo que hacía en México y que tardé en abandonar aquí fue la costumbre de no salir con las tarjetas por la noche. Conservé el hábito por unos meses hasta que lo dejé por saberlo innecesario en la ciudad donde ahora vivo. Pero durante un reciente viaje a México descubrí que había salido con la miríada de tarjetas que tan torpemente acepté al mudarme a los Estados Unidos en la época en que te bombardeaban con crédito barato. Y no hallé innecesario caminar de vuelta a casa para dejarlas todas menos una, de modo que en caso de ser asaltado no pudieran retenerme por horas para ordeñarlas antes y después de las doce de la noche.

Sacar dinero con compañía me sigue causando una aprensión tan solo comparable a la que siento por usar los atestados mingitorios de los cines. Son dos operaciones que prefiero hacer a solas. Si dentro del cajero ya hay alguien espero a que salga luego de cerciorarme de que no permanece sospechosamente afuera. Es una fobia adquirida en México que no puedo eliminar, sigue teniendo una existencia autónoma. Insertarme a la vida del DF fue aprender todo un modus operandi del que dependía no ser asaltado, robado, violentado de cualquiera forma. Sólo cuando estas afuera descubres hasta qué punto lo habías integrado, de qué modo profundo asimilado ese comportamiento.

Pero hay algo que también he conservado: la sangre fría. Siempre que me hablan de un lugar peligroso aquí, me digo: no será peor que en el DF. Y lo pienso con el orgullo de quien aprendió a lidiar diariamente con ello y llevar una vida perfectamente normal. Cuando en una fiesta trato de explicar a un grupo de amigos en qué consiste esa violencia cotidiana les digo: si esta reunión fuera en México, todos y cada uno de ustedes tendría una historia de un asalto, de un robo a mano armada, de un coche robado con violencia, de un secuestro; si no a ustedes, a un conocido, a un familiar. Se espantan, me bombardean con preguntas. Como si fuera la gran cosa. Y si hay un mexicano presente nos sonreímos mordazmente como dos veteranos que saben lo que es no perder la compostura bajo las balas. Tampoco es para tanto, venga. Se puede vivir perfectamente. Y es verdad. También es verdad. Aunque es terrible.