La Universidad de Columbia otorgó el premio de periodismo María Moors Cabot 2011 al semanario Ríodoce y a El Diario de Juárez por la cobertura “especialmente en áreas devastadas por la guerra contra las drogas”.

La crónica de Alejandro Almazán para Gatopardo publicada en agosto de 2010 cuenta el día a día en la redacción de Ríodoce (www.riodoce.com.mx) donde los límites de narrar la violencia se mezclan con los de la vida cotidiana misma.

Periodismo en la cueva del lobo

Por Alejandro Almazán. Revista Gatopardo.

El conductor —el lector, el cronista— puede dejar atrás el aeropuerto de Bachigualato, pasar al lado de un voceador de periódicos que insiste en que Culiacán está muy caliente y, recién ahí, cruzar por el puente donde hace un par de meses colgaron a un tipo que no respetó una máxima: la traición y el contrabando son cosas incompartidas. Acelerar, entonces. Estará anocheciendo y, en la radio, un hombre que parece traer grava atorada a mitad de la garganta hablará de los ejecutados del día y que mañana serán olvidados cuando muera el siguiente. Si el conductor no mira fijamente al frente, como debe, verá, a la izquierda, todas esas concesionarias de autos donde los capos, sicarios, buchones, achichincles y haraganes sin causa compran las Hummers, las Cheyenes o las Lobo doble cabina en riguroso efectivo. A la derecha, estará Los Álamos, un fraccionamiento que los ricos amurallaron desde su construcción para salvarse de las balas; no han entendido que en esta ciudad el peligro más cabrón es estar vivo. Después, la carretera hará que el auto baje un puente como si quisiera meterse al Cinépolis, ahí donde en 2004 rafaguearon al Rodolfillo Carrillo Fuentes, el hermano de Amado, el Tony Soprano de Navolato. Y más adelante estará la Moreh, una de las funerarias donde se velan narcos pesados; Arturo Beltrán Leyva, por ejemplo. El conductor seguirá hasta toparse con un tal Emiliano Zapata, ese general que si no se ha movido de aquí es porque lo hicieron de piedra; si no, ya hubiera agarrado monte, rumbo a Badiraguato, para ir a enfrentar a los narcos. Es probable que, en el semáforo del boulevard Madero, el conductor escuche las historias que su acompañante se ha atrevido a contarle; algunas serán malas, otras buenas y otro tanto parecerán verdaderamente estrambóticas, pero así se han forjado las leyendas de Ismael El Mayo Zambada, de Joaquín El Chapo Guzmán y de los pistoleros que los siguen como la cola de un cometa.

Otra vez acelerar.

Es extraño que en una ciudad tan violenta como ésta, donde la muerte es incansable, sobreviva un discreto monumento al triunfo del periodismo: el semanario Ríodoce. Y ésa es la historia que he venido a contarles.

HIPÓTESIS. Si por la noche te sacan a patadas del sueño para decirte que han arrojado una granada a tu oficina, las posibilidades de que te quieras cambiar de trabajo son altísimas. Pero desde hace tiempo conozco a Ismael Bojórquez, Alejandro Sicairos y a Javier Valdez y, aunque no son unos temerarios, sé que tampoco son cobardes.

El lunes 6 de septiembre de 2009 pensaron las cosas y fueron a levantar la denuncia correspondiente. ¿A quién o quiénes se les ocurrió ir en la madrugada a la Francisco Villa Poniente, buscar el 767 y dejar ese manojo de plomo que finalmente no explotó? Pasó el tiempo. Pusieron doble cerrojo a la oficina, aunque a Javier le dé risa que las secretarias dejan entrar a cualquiera. Transcurrió más tiempo. Nadie en la policía sabía nada, o sabían todo. Para entonces, la triada reporteril ya había descartado que fuera el narco. “No tenemos certeza, pero sí grandes sospechas de que o fue el gobierno del estado o el gobierno federal”, me dirá Ismael con un cigarro colgándole en los labios. Antes, Javier me había enseñado el lugar donde fue encontrada la granada. Dijo ese nato culichi garabatero: “Aquí estaban los de la imprenta, se fueron al lado de una iglesia a ver si Dios los protege, pero Dios aquí ya renunció, bato”.

ESFUERZO. Conocí a Javier hace años, cuando sus brazos estaban proporcionados a su panza y a sus manos poderosas. Hoy no pasa de los ochenta kilos. Por fortuna, eso no le ha quitado la picardía. Javier habla como si trajera un diccionario en la mano y, desde hace rato que nos trepamos a su auto compacto, viene filosofando: “Ríodoce es un charco, un ojo de agua que suena, a veces es rojo, a veces diáfano, pero sueña y es muy digno”. Luego, porque siempre logra encontrar la frase exacta para concluir, dice: “Es un esfuerzo de unos pinchis orates”.

Javier, Ismael y Alejandro se fijan el objetivo en septiembre de 2002, cuando renuncian al diarioNoroeste antes de que los corran por un supuesto recorte económico, pero ellos saben que en el periódico algunos directivos nunca han simpatizado con la unidad de investigación; cosa rara porque si algo particular tiene Noroeste es su férrea postura a gobiernos priistas y de ahí su importancia en Sinaloa. En fin. Se fijan el objetivo. Para alcanzarlo tienen un buen currículum: Javier ha demostrado ser un ducho corresponsal de La Jornada; Ismael ha enseñado que reportea bien, tanto que se ha vuelto el dolor de muelas para el entonces gobernador Juan S. Millán; y Alejandro ha probado que puede rastrear la corrupción gubernamental, por eso los funcionarios le tienen miedo. En ese tiempo, los medios son chantajeados por Millán, para eso paga, para que no le peguen; un semanario independiente en Sinaloa, por ende, no tiene ninguna posibilidad de triunfar. Javier, Ismael y Alejandro se arriesgan. El 28 de noviembre de 2002 van con un notario a dar de alta Reporteros en SA de CV y de ahí se dirigen a una cantina para pensar el nombre de la revista. Imaginan un cabezal que diga: Puente Negro. Otro dice El Faro. Uno más es un trabalenguas: Topolobampo. Se marchan a casa borrachos y sin un titular fijo.

Entonces: “Alguien nos sugirió que fuésemos el río doce de Sinaloa. Río: vida y movimiento. Nos fuimos otra vez a pistear”, dice Javier. Sinaloa ya no tendría once ríos. Habría uno más de papel.

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