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Sonríe. Abre los brazos de espaldas al mar. Tatúa a su hermano mayor. Mira a la cámara con los ojos fijos, la barba desordenada, las rastas sueltas. Desde su desaparición hace un año una decena de fotos de Santiago Maldonado circularon en televisión, diarios y redes sociales. Hay una casi inédita: Santiago sacándole la lengua al mundo. La cara fuera de foco, las rastas colgando sobre el pecho y un sombrero de cuerina negro. En esa mueca combina una sonrisa con un gesto de burla. Una imagen que refleja como pocas su actitud ante la vida.

Santiago vivió sus primeros 18 años en 25 de Mayo, una ciudad de 23 mil habitantes de la pampa húmeda bonaerense. A esa edad, sus amigos de la infancia ya tenían hijos y trabajaban doce horas por día en una fábrica de bolsas. Él había decidido vivir a contramano de ese destino.

En La Plata descubrió la vida comunitaria y las ideas libertarias. En Misiones conoció a Chuncho, un viejo guaraní que le enseñó el poder de las plantas en la medicina ancestral. Durante una travesía en canoa cayó vestido al Paraná y casi se ahoga. El río le mostró lo que era la muerte. Desde ese momento su relación con el agua fue de temor y respeto.

En Uruguay aprendió a fabricar licores. Recorrió en bicicleta el sur de Brasil, Córdoba, Mendoza y Chile. Formó una banda y grabó un disco casero de hip hop. En un pequeño cuaderno anotaba los sueños.

Llegó a la isla de Chiloe cargando una mochila llena de ropa. Llevaba otra en un carrito de verduras en la que guardaba una máquina de tatuar, tintas y un horno para esterilizar las agujas. Se había convertido en tatuador como una forma de mantener la autonomía económica. Había decidido vivir con lo mínimo posible: algunas noches dormía en plazas, en una carpa en la playa, en casas okupas o en lo de amigos. Recorría verdulerías pidiendo frutas y verduras de descarte.

En uno de esos viajes Santiago dejó de ser el Lechu, el apodo con el que lo conocían en el pueblo y se transformó en el Brujo: el viajero errante, el de las plantas sanadoras, el anarquista. Entre viaje y viaje Santiago volvía a 25 de Mayo: no le gustaba su pueblo -al que llamaba 25 de Facho- pero extrañaba a su madre.

En su adolescencia se había interesado en la lucha de los pueblos originarios. En uno de los murales que hizo en 25 de Mayo pintó el meli witran mapu, símbolo de los cuatro elementos de la bandera mapuche. En el fondo una fábrica y una iglesia ardiendo.
A través de amigos de Valparaíso conoció la lucha de la Pu Lof de Cushamen y viajó al Bolsón con la idea de conocer ese territorio que un grupo de familias mapuches había recuperado a la multinacional Benetton.

El 1 de agosto de 2017 la comunidad cortó la ruta para reclamar la libertad de su lonko. Cuarenta y cinco gendarmes, un camión y dos camionetas entraron en territorio mapuche para perseguir a ocho hombres. Santiago escapó con ellos y llegó hasta la orilla.

¿Por qué alguien que le teme al agua se mete en un río helado vestido con ropas pesadas? ¿Qué terror tan grande lo persigue a sus espaldas? Santiago murió intentando cruzar hasta la otra orilla. De este lado del río, las fuerzas represivas del Estado. Ese mundo al que le sacaba la lengua se le vino encima, lo aplastó.

Su ausencia revivió fantasmas que creíamos olvidados. A toda una generación nos atravesó de un modo particular. Santiago vivió como muchos soñamos vivir alguna vez. Es el que se animó, el que se fue, el que lo dejó todo. Y es también nuestro Kosteki y Santillán: nos instaló en el cuerpo la certeza de que cualquiera de nosotros puede morir en manos del Estado por vivir como pensamos.

Ese mundo al que le sacaba la lengua lo persiguió incluso tras su muerte: dijeron que un camionero lo levantó en Entre Ríos, que paseaba por Santa Fe, San Luis, Mendoza y Santa Cruz. Que había un pueblo en el que todos se le parecían. Que había hecho un “sacrificio” y estaba escondido en Chile para beneficiar la lucha del lonko al que admiraba. Que había sido herido en un ataque a una estancia de Benetton.

El mismo Poder Judicial que demoró 77 días en encontrar un cuerpo que flotaba a pocos metros de donde desapareció no puede explicar la muerte de un joven durante un operativo ilegal de las fuerzas de seguridad. El único imputado en la causa, el gendarme Emmanuel Echazú, fue ascendido por la ministra de Seguridad al grado de alférez. Todavía nos preguntamos: ¿Qué pasó con Santiago?