Por Silvina Cena en La Palta

Un mail me aguarda en mi casilla personal desde hace 11 días.

A Romi le digo que no he tenido el tiempo aún, que lo quiero leer con tranquilidad, que muchas gracias por la confianza, pero que me espere un poco.

Le estoy mintiendo. Lo cierto es que no he querido leerlo. Ojalá ni siquiera lo hubiese recibido. Saber es hacerse cargo, y no tengo cómo hacerme cargo de su dolor. Tampoco del mío. Mirar de frente al aborto es espantoso.

Pero, en fin, ella ya lo ha hecho: poniendo literalmente el cuerpo, hace tres años, y ahora también poniendo las palabras, una tras otra en un documento de Word que junta cinco páginas.

Son cinco páginas detestables para mí, cinco páginas que odio porque me laceran.

Porque en ellas Romi cuenta que soñaba con ser mamá, y en esa búsqueda casi termina muerta.

Porque en ellas Romi se recuerda gritando en un cuarto putrefacto mal disfrazado de quirófano.

Porque en ellas Romi se declara de a ratos vencida, de a ratos vacía y, aunque ya todo pasó, todavía pide auxilio.

Porque saber es hacerse cargo, y hoy no puedo, perdón amiga, no tengo cómo.

Mirar de frente al dolor es espantoso.

Apenas la doctora puso el aparato en mi abdomen, su exclamación fue ‘aquí está todo mal’. Mi bebé tenia múltiples problemas, de más está detallarlos. Nos derivaron a realizar varios estudios. Atravesamos todos los pasos con la esperanza de que sólo fuera un pesadilla. Ya sabíamos que un varón estaba en mi vientre. La conclusión después de semanas de horror y mucho dolor fue que el embarazo no sería compatible con la vida y que, en un tiempo indeterminado y desconocido, simplemente se detendría; así, sin más, mi bebé iba a morir en mi vientre. Sólo nos dijeron que quedaba esperar a que eso sucediera.
De Romi basta decir que es adulta, que es profesional, que hasta esto ha tenido una existencia mucho más que cómoda, incluso privilegiada. No sólo en cuanto a sus posibilidades económicas: su entorno afectivo es excepcional, contenedor y amoroso. Lo sé no sólo porque ella así lo cuenta en su descargo, sino sobre todo porque formo parte de ese círculo.

Entonces, como conozco a la persona detrás de la catarsis, puedo confrontar con ella. Puedo contar, por ejemplo, que aunque ella se describa en su texto como “una mujer de lo más ordinaria”, no es común tener acceso a ciertos conocimientos, a ciertos alivios, a ciertos cariños, a ciertas complicidades. No es común siquiera la chance de elegir quedar embarazada. Y Romi y su pareja habían decidido ser padres.

Puedo contar, por ejemplo, que ella —como yo, como tantas otras mujeres de clase media o alta tucumana— hemos crecido prácticamente descartando la idea de alguna vez someternos a un aborto, porque antes el preservativo, porque antes los anticonceptivos, porque antes la pastilla del día después. Porque antes, incluso, una maternidad no deseada. “El ‘qué dirán’ siempre está considerado en mi actuar diario”, admite Romi de entrada, ya en su primer párrafo, con una franqueza que me asquea no sólo porque revela los cimientos frágiles de nuestras estructuras mentales, sino también porque tristemente me identifica, identifica a varias generaciones de nosotras.

Pero el caso de Romi era otro: su maternidad sí era deseada. Lo impensado, lo cruel, lo injusto para ella era justamente lo contrario: estar embarazada y no ser madre, gestar a un feto que de todos modos no sobreviviría.

Una mujer más o menos ordinaria frente al abismo de una situación extraordinaria.

La desesperación se apoderó de nosotros y, después de mucho análisis y luchas internas, decidimos que no queríamos pasar por la experiencia traumática de que la panza creciera, el embarazo avanzara y el resultado fuera salir de un sanatorio con un cajoncito blanco, directo al cementerio.
El obstetra que nos acompañaba nos soltó la mano, seguramente porque el caso no tenía vuelta atrás, o por cuestiones éticas, morales o religiosas, nunca sabremos. Lo que sí sabemos es que jamas mencionó que nuestro caso podía ser considerado y podríamos acceder a una interrupción legal del embarazo.
Así que solos, con los pocos recursos que teníamos, comenzamos la investigación al respecto. Sin saber que podía hacerse por medios seguros, nuestra búsqueda fue por lo clandestino. Nos dieron el nombre de dos médicos, uno de ellos con mejor reputación y “experiencia” que el otro. Tomamos coraje, respiramos profundo y llamamos.
Nos citó a la siesta en una dirección. No se trataba de un consultorio, mucho menos que eso; era una casa oscura, sucia, sombría, tenebrosa. Entramos. Yo lloraba. Desde su saludo pude darme cuenta que el doctor no sería nada amable. Me preguntó: “¿Estás segura de que querés parir un bebé con problemas, o peor aún, muerto? Esto será rápido y en dos días te habrás olvidado”.
Hicimos entrega del dinero: $10.000.
Romi sigue las indicaciones como una autómata: se acuesta en la camilla que le señalan, cuenta las tres pastillas de misoprostol que le colocan por vía vaginal. La única advertencia que da el médico antes de despacharla es que si hasta la tarde el aborto no se produce solo, toca volver. Y Romi vuelve.

Van a intervenirla quirúrgicamente. Antes, a su marido lo envían a comprar el material para la operación: anestesia y antibióticos. En la dirección garabateada en el papel funciona un taller mecánico.

Me hicieron pasar a lo que sería el quirófano. Una habitación donde sólo había una camilla y una mesa con instrumental quirúrgico; como tuve la oportunidad de trabajar en quirófano, enseguida supe que era antiguo, que no estaba esterilizado.
Estaban dos médicos (el que nos había atendido y otro más), y una chica que los ayudaba. Cuando desperté pregunté si estaba todo bien, y escuché que entre ellos hablaban: “fue mucha sangre”, “tirá todo eso donde nadie pueda verlo”. El médico que nos atendió salió con el instrumental ensangrentado y lo lavó sólo con agua en un caño que había en la sala de espera.
El médico que había venido a ayudar me explicó que tenía que ir a su consultorio en otra dirección para que me pusieran unas gotitas cicatrizantes. Un lugar igual o peor que el primero. Y no permitían el paso de hombres, así que tuve que pasar sola. Mi papá y mi marido quedaron afuera.
El doctor 2 me acostó en la camilla y con unas pinzas empezó a sacarme no sé qué, pero dolía mucho. Yo gritaba y la ayudante me tapaba la boca con las manos, mientras el médico me sostenía los pies. Llenaron de gasas el útero. Me dijo que volviera al otro día para que me las sacara. Y se fue del lugar.
Quedé a cargo de la cuidadora. Intenté pararme, pero me desvanecí; al rato intenté de nuevo y perdí el conocimiento. Entonces permitieron que mi marido pasara y llamaron de nuevo al médico. Dijo que tenía sólo la presión baja, que me dieran Gatorade y mejoraría.
Mi estado era cada vez peor, perdía sangre a pesar de las gasas. Yo sólo lloraba y decía que estaba sangrando. El médico me hablaba de sus vacaciones en Brasil.
Pienso, por ejemplo, en mi mamá. En algunos de los amigos que compartimos con Romi, en los adultos que nos vieron crecer.

Pienso en lo insólitamente lejana que es para ellos la idea de que una de nosotras haya descendido a esos infiernos urbanos, haya rifado su vida en la clandestinidad más mísera.

Pienso qué dirían ante esta imagen: Romi desangrándose en una camilla enclenque, su padre y su marido desesperados ante la situación, el médico oponiéndose a que la trasladaran a un sanatorio. Hasta que finalmente logran sacarla, la envuelven en una sábana, la acomodan en la parte trasera de un auto y la llevan casi muerta a una clínica en la que la esperan unos profesionales conocidos de la familia.

Repaso nuestro entorno —a veces tan dramáticamente aséptico— y honestamente siento envidia de aquellos que no se enteran, de los que no les pasa, de los que creen que no les pasa. Pienso que si hasta ahora no han sabido de mujeres cercanas que decidieron abortar —por las razones que fuera—, no es necesariamente porque no las haya.

A otros, a muchos otros, esa burbuja de irrealidad nos ha sido vedada hace rato.

Escucho decir que las mujeres con dinero pueden abortar en clínicas seguras y sin inconvenientes. Bueno, déjenme decirles que no es así, al menos no siempre.
El aborto existe, en todas las clases sociales y niveles educativos, y el riesgo es enorme, infinito, porque no depende únicamente de la clínica y el médico, sino del cuerpo y su reacción.
Yo soñaba con ser mamá, pero la vida me mandó un embarazo con problemas. Tanto las mujeres en mi situación como aquellas cuyas situaciones desfavorables son externas, sea por falta de dinero o educación, por violación o abuso, entre la infinidad de razones que hay para que una mujer elija someterse a esta carnicería, merecemos que alguien nos contenga, nos ayude, nos proporcione un lugar seguro, porque ya ven…. de una u otra forma seguirá existiendo.
El tema es elegir si al menos salvamos una vida o si perdemos dos.
El testimonio de Romi está editado en cuestiones mínimas: algunas repeticiones, unos cambios en la puntuación. Porque prefiere el anonimato, he recortado los datos que aluden directamente a su vida privada o a la de su familia.

Pero los extractos publicados están casi como ella los redactó, en un documento que no estaba pensado para ser leído por muchos y que cuenta una historia más larga. Romi soportó varias internaciones después de la interrupción de su embarazo, unas 10 transfusiones de sangre y, aún peor que esto, un maltrato sistemático y deliberado de muchos de los médicos que la atendieron.

Vomitó en este texto su llanto, su bronca y también su esperanza de cambio luego de que su psicóloga le sugiriera la posibilidad de “hacer del dolor una acción positiva para alguien”.

Saber que las mujeres abortamos, que la que vive a tu lado, la que trabaja o va al gimnasio con vos, ya lo ha hecho o probablemente lo haga, es incómodo, es amargo, es desgarrador.

Y, por sobre todo eso, es necesario: sostenerle la mirada al dolor es de valientes.