Florencia Alcaraz y Laureano Barrera – Cosecha Roja.-
Luciano dijo que no. Que no iba a robar para la policía. Que prefería juntar cartones y venderlos por kilo. Dijo que no y la policía lo persiguió hasta torturarlo y desaparecerlo. El próximo 31 de enero se cumplen 4 años de la última madrugada en la que Luciano Arruga fue visto con vida en un destacamento de Lomas del Mirador. En todos los barrios pobres del conurbano bonaerense hay historias de pibes que son tentados para trabajar para la policía. Una práctica naturalizada que tiene tantos matices como policías que la utilizan.
—Luciano se negó. Otros pibes no se niegan y entran en ese círculo perverso. Una vez que les plantean robar para ellos se les abren dos caminos: la condena a muerte o la prisión. La policía tiene mecanismos para terminar con ellos —dice Pablo Pimentel, presidente de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos de La Matanza.
El Chupa vive en el barrio Almafuerte, más conocido como Villa Palito, una de las 160 villas y asentamientos de La Matanza. Villa Palito está a 30 cuadras de General Paz y a orillas del Camino de Cintura. El Chupa tiene 17 años y hace poco se escapó de un instituto en Lomas de Zamora. Está esperando en la Rotonda de Crovara que lo pasen a buscar para un hecho. Espera a dos pibes de la villa San Petersburgo. Van a ir a robar autos. Sale con ellos porque tienen arreglo con la Comisaría 20 de San Alberto. Así empezaron. Con el ofrecimiento de un policía. “Ustedes hacen lo que tienen que hacer y nosotros hacemos como si nada”, les había dicho el jefe de calle. Al principio se ilusionaron, pensaron que se habían salvado, pero después se dieron cuenta de que a veces se pueden quedar apenas con los 4 neumáticos del auto. El resto lo desarma y vende la policía.
—El fondo de la villa San Petersburgo es un cementerio de autos. Ahí está todo lo que queda después de que los desarman—dice Mariela, una vecina del barrio que estudió trabajo social.
La policía les da el free pass al barrio pero también los provee de armas. Algunos tienen hasta chaleco antibalas. Los pibes salen de caño. “Hace un par de fines de semana atrás se agarraron a tiros los del atrás con los del adelante de San Pete. Tenían ametralladoras, FAL, de todo”, cuenta Mariela.
Cuando el Chupa y sus amigos salen, no roban dentro del distrito. Van a Morón o cruzan la General Paz. Lo complicado, a veces, es cuando tienen que volver de la ciudad a provincia. La semana pasada se les complicó. Volvían de Mataderos por Provincias Unidas. Los seguía un patrullero de la 8va: la comisaría de la cual dependía el destacamento en el que se vio por última vez con vida a Luciano Arruga. El Chupa y sus dos compañeros terminaron adentro. Los policías llamaron a la familia de los chicos. Los tres eran menores. Les pidieron 20.000 pesos a cambio de su libertad y la garantía de no dar aviso a la fiscalía. La familia del Chupa, un histórico clan de transas, juntó 10.000. Fueron hasta Lomas del Mirador y lo sacaron. Los otros dos chicos no tuvieron la misma suerte.
—La connivencia policial existe de una manera u otra—dice Mariela—. La idea de reclutamiento no es tan de manual como parece. Los pibes de los barrios de Matanza si salen a robar tienen que arreglar con la cana y si son detenidos, la cana les pide coima para no judicializarlos y ellos le pagan.
La 8va tiene prontuario y fama. En las villas más grandes de la zona de Lomas del Mirador, Las antenas y Santos Vega, quienes trabajan con jóvenes señalan al Jefe de calle de esa comisaría como un agente que hostiga y persigue a los pibes del barrio. Tres fuentes consultadas para esta nota coincidieron que el hombre, conocido como “Chucky”, tiene una banda de chicos que roban para él en Lomas del Mirador y Ramos Mejía. “Nadie quiere ser gato de la policía. Los chicos no te van a contar quienes, pero todos saben que algunos roban para Chucky”, dice Celeste, una operadora social que trabaja en calle en Lomas del Mirador. Y agrega: “Los jefes de calle tienen marcados a los pibes. Saben a los que pueden tentar para robar y funcionan así. Les marcan la casa y les garantizan la zona liberada. Después les piden parte de lo que consiguen y siempre salen ganando los polis. Los pibes se arriesgan por dos mangos”.
Las historias se repiten en otras localidades de La Matanza. Pablo tiene 17 años y vive en un asentamiento de Gregorio de Laferrere. De regreso a su casilla, después de una noche de gira, en el invierno pasado, encontró en la esquina de entrada al barrio un auto quemado. Quería ir a comprar cocaíana a Puerta de hierro. En el bolsillo tenía nada más que un blíster de Rophy. Intentó sacar los cables del auto abandonado para rescatar el cobre y venderlo. En eso estaba cuando pasó un patrullero de la Comisaría 4ta de Laferrere. Pablo conocía al policía que manejaba. Le había alquilado una 9 milímetros a un amigo. Le habían dicho que si quería conseguir fierros tenía que hablar con él. Desde arriba del auto el policía lo increpó:
— ¿Qué hacés, pibe?
—Nada, saco el cable por el cobre.
—Bueno, yo no vi nada. Pero saca el tubo de gas y guárdamelo que más tarde lo paso a buscar.
El patrullero se fue. Pablo separó el tubo y se fue a dormir. Horas más tarde el policía fue hasta su casa. Lo atendió la tía del chico. Le decía que el pibe se había quedado con algo de ellos. Que él había cumplido con su parte pero que el chico no. La mujer no entendía nada, pero sabía que su sobrino alguna se había mandado.
Cuando el pibe se levantó se dio cuenta que tenía que irse del barrio, guardarse. Se fue a lo de su papá que había formado una nueva familia y vivía por Atalaya. El policía fue una, dos veces más a la casa de Pablo. La madre y la tía del chico tuvieron que hablar con unos vecinos y conseguir un tubo de gas para que se tranquilizara. Pablo no se acordaba de nada. La tía y la mamá dejaron el tubo en la vereda. Al otro día no estaba más.
El Peta, que no se apoda así pero lo hará en está crónica, llegó a los tribunales de La Plata con el pelo mojado y las marcas de la tortura en la piel. Juraba que la policía se había ensañado con él. Había sufrido pase de electricidad, asfixia con una bolsa de nylon, una hora entera de sumergirle la cabeza en agua podrida.
El Peta había hecho algunos trabajos para el comisario del barrio, depuesto algunos días atrás. Algo más comprometido que la clásica mordida para poder robar. La policía de su jurisdicción –un barrio de la periferia platense- le marcaba casas y comercios vacíos. Sabían, con las primeras entradas a la comisaría, que El Peta se movía rápido, siempre con un cómplice, y que era grande y dúctil.
– Nunca trabajan sólo para la policía. No son empleados. La relación es más lumpen- dice en su despacho, un defensor juvenil de La Plata. Y agrega: – Si vos acercaras mucho la lupa y te pusieras a ver muy de cerca el delito de los pibes, todos de una u otra manera tienen un vínculo con la policía. O pagan una parte, o tienen cobertura, o trabajan para ellos.
Y el Peta no sólo robaba para la gorra. Tenía sus propios tejes y vendía drogas al menudeo. Se había comprado dos coches nuevos. Y consumía. Alguno de sus hechos llegaron a los diarios locales, y promovieron protestas furiosas del vecindario en la comisaría. Esos episodios y otros manejos oscuros llevaron a la eyección del comisario.
El nuevo mandamás quiso deshacerse pronto de los pibes ingobernables que arreglaban con la seccional y le pudrían la calle en el distrito: el Peta era uno de ellos. Lo sacaron –sin orden judicial- de la casa de una vecina, lo llevaron a la seccional y lo torturaron entre varios efectivos. Siete policías fueron separados de la fuerza y detenidos por ese episodio. Pero el hostigamiento siguió. Después de un asalto de dos menores a una verdulería, en enero de 2011, los polis del barrio allanaron violentamente su casa y lo detuvieron. En una rueda de reconocimiento, un testigo confesó que los azules le exhibieron fotos de Peta –tomadas ilegalmente- y que por eso lo vinculó. A los 20 días tuvieron que soltarlo. Ahora el Peta está preso por otro robo. Y no la pasa nada bien.
A fines de octubre de 2009, un juez de La Plata, Luis Arias, denunció públicamente que la Bonaerense reclutaba menores para robar. “A veces, el reclutamiento es indirecto, a través de delincuentes que gozan de protección policial; otras veces, es directo”. Un año antes, Arias había dictado una medida –que revocó la Cámara Penal Platense, pero sigue vigente hasta que se expida la Suprema Corte provincial- para que en La Plata la policía no pudiera detener jóvenes por Averiguación de Antecedentes (Doble A): uno de los momentos más oportunos para presionarlos a robar para ellos. El tema implosionó en la tapa de los diarios: el juez se basaba en indicios de varias causas y relatos confidenciales de familiares que no denunciaban por miedo. Al día siguiente, el gobernador Scioli le pidió que probara sus dichos, y el entonces ministro de Seguridad de la provincia, Carlos Stornelli, lo denunció por omisión de denuncia.
Dos meses después, entre los últimos días de noviembre y los primeros de diciembre, asesinaron a tres mujeres en la vereda de sus casas, con la presunta intención de robarles un auto que en ningún caso se llevaron. En los tres casos estaban involucrados menores. Hubo puebladas. Acorralado por esos tres crímenes, antes de renunciar, fue el propio Stornelli quien denunció –y aportó pruebas, y puso a disposición los recursos del Ministerio para profundizarlas- que un sector de la policía empleaba los menores como mano de obra con el fin –arguyó- de desestabilizar el gobierno de Scioli.
Lo cierto es que la Bonaerense sacaba a relucir, en respuesta a ciertos cambios del Ministro en la División Automotores, ni más ni menos que un recurso -antiguo y despreciable- dentro de un arsenal al que echa mano para regular, no combatir, el delito, las relaciones políticas y la conflictividad territorial. La causa judicial recayó en el fiscal platense Marcelo Romero. No hubo indagados. La última medida que tomó es del 23 de abril de 2010, cuando desglosó un CD aportado por Stornelli y un sobre con información, y ordenó su pase a Asuntos Internos. El mensaje final fue por demás claro: la policía investigándose a sí misma. Algo similar a lo que hicieron durante los primeros años de la causa en la que se investiga la desaparición de Luciano Arruga.
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