A la memoria wichí de Laureano Segovia, cronista de su gente

El historiador reconocido por rescatar la cultura de su pueblo murió este jueves a los 74 años. Hace unos días, la escritora y docente Pamela Rivera estuvo en su casa de Misión La Paz, en el noroeste de Salta, acompañada por el sobrino de Laureano. Escribió esta crónica de sus días en las distintas comunidades indígenas de la región, sin saber que serían los últimos del escritor.

A la memoria wichí de Laureano Segovia, cronista de su gente

05/02/2021

Por Pamela Rivera

“¿Vamos al Norte?”, le escribo a mi amigo Hernán. “Vamos pa’l Norte”, me responde.

Muchas pirpintos se mueven apuradas entre la vegetación del monte. Las lluvias del verano les van dejando charcos y humedades entre las hojas y ellas son papelitos alegres bajo el sol. La línea Río Pilcomayo recorre las comunidades de las costas, desde La Puntana a Misión La Paz. El calor húmedo de la ciudad de Tartagal se va tornando seco a medida que nos acercamos a Santa Victoria Este, municipio principal del Departamento Rivadavia. Desde allí, bajaremos por la ruta que une las distintas comunidades indígenas, en su mayoría wichí. El destino es la casa del amigo Gerbasio Barbier en la Comunidad Emanuel.

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Quebracho, mistol y algarrobo son algunas de las tantas especies de árboles que se dejan envolver por plantas trepadoras habitadas por aves pequeñas y grandes. Luis, el colectivero, conoce a Gerbasio y nos baja en la entrada junto al cartel que recuerda el anuncio bíblico “Dios en la tierra” o Lhawuk I´namejen, en wichí. Una bandada de loros saludan desde un gran nido. Ahí justo donde el dueño de casa me indicó que hay un auto blanco parado para orientarme y llegar al lugar donde “serás bienvenida”. Atardece y entonces sale a recibirnos junto a Agustín, su hijo de 5 años.

Gerbasio comparte con nosotros un panorama detallado de la situación en las comunidades: el agua, los hospitales, la personería jurídica, la ocupación de sus tierras. “Me doy cuenta que lo que hacés vos, Pamela, es importante”, me dice. Se refiere a la escritura que transmite sus realidades más allá del mapa local, la que genera las adhesiones de otras personas que luego apoyan, les tienden una mano. Pensamos en voz alta, vamos recuperando experiencias y proyectando posibles acciones mientras matamos mosquitos desesperados por la carne extranjera.

Gerbasio Barbier es conocido entre la gente del Pilcomayo por su calidad como persona, su generosidad para brindar consejos, casa, comida y asilo de todo tipo. En él, la lucha por el respeto y una vida digna para las comunidades indígenas es también el reclamo por una deuda histórica, una tarea profundamente orientada hacia el amor, a Dios y a su gente.

Tiene 55 años, nació en la comunidad de Kilómetro 1, un poco más al sur. Siente que desde hace un año es una persona distinta, con menos fuerzas. No obstante, hace unos meses formó con Abel Mendoza la Asociación Autónoma de Comunidades del Pilcomayo (UACOP) de la cual es el vicepresidente. Junto a otros paisanos, condujo a cerca de 200 personas de distintas etnias y comunidades caminando hacia la ciudad de Salta para pedir una mesa de diálogo con el gobernador y su gabinete. Más o menos dos meses después, recontamos los resultados parciales. “Si no pasa nada ahora, va a haber marcha de nuevo. Esta vez, a Buenos Aires”, dice Gerbasio pausadamente.

El viento fresco y suave acompaña las voces de las mujeres de la familia reunidas en torno a una mesita enana en medio del patio. La luna llena alumbra algunas zonas del espacio compuesto por varias casitas iluminadas a su vez con la energía de paneles solares. Ellas conversan en su lengua, ceban mates dulces atentas a los animalitos y a lxs niñxs que juegan alrededor. Sus llamados interrumpen pacientemente travesuras y consuelan llantos y caídas del crecimiento. Comprendo que no es necesario que la cortesía hacia lxs visitantes, extrañxs por el momento, rompa ese círculo íntimo de amor y cuidados.

Solo una de las mujeres de esta familia, Raquel, la compañera de Gerbasio, lleva la típica pollera larga de vivos colores que caracteriza a las mujeres wichí. Tiene 43 años y suele acompañar las charlas entre su marido y nosotrxs en silencio, mientras teje yicas de lana o material reciclado con distintos y complejos diseños. En esta parte del monte es más difícil encontrar la planta del chaguar con la que fabrican el hilo para hacer las bolsas artesanales que conocemos. En wichí, la palabra es hilu. En la casa, no es necesario hablar en castellano.

Abrazadxs por el monte y sus abundancias, la familia prefiere cocinar a leña. “¿Cuáles son los planes para mañana?”, me pregunta Gerbasio mientras se termina de hacer el arroz del guiso. A él le gusta decir y después hacer lo que dijo: “Vamos a comer asado mañana, tengo un animalito ahí atado. Me voy a ir a buscarlo bien temprano”. Efectivamente, mientras desayunábamos, llegó trayendo en una bolsa un cabrito “joven y tiernito” al que se dedicó a quitarle el cuero y los intestinos mientras charlábamos. Después del almuerzo, iríamos en moto a Santa Victoria a visitar la radio Lapakas o “Nuestras voces”, la única que funciona actualmente alcanzando, relativamente, desde la Puntana, la comunidad más al norte sobre el Río, y Misión La Paz, en el otro extremo salteño.

Por las mañanas, charlamos un rato con Hernán antes de ir a desayunar. Él escucha y me ayuda en esta búsqueda, este intento ansioso por observar el mundo desde una ventana cuadradita de madera rústica, típica de las casas de esta zona. En el patio andan las gallinas entre los objetos que se fueron trayendo para construir con esfuerzo un espacio cómodo para habitar con la familia y recibir a lxs amigxs. Cantan los gallos, gritan los loros y ríen lxs niñxs desde muy temprano.

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A la una y media, la plaza de Santa Victoria arde. Pero hay viento y ese no es el calor más fuerte del que son capaces estas “tierras duras”, usando la expresión de la antropóloga Morita Carrasco.

Estamos frente a la Municipalidad, el edificio que fue noticia a mediados del año pasado tras la toma y el pedido de destitución del intendente wichí Rogelio Nerón. Una historia que hunde sus raíces en la constante tensión con los criollos descendientes de aquellos colonizadores, que a fines del siglo XIX, empezaron a ocupar y a declarar estos lugares como propios. La Corte Interamericana de Derechos Humanos falló a favor de la Asociación Lhaka Honat el año pasado: el gobierno de la Provincia deberá reubicar a las familias criollas fuera de las tierras comunitarias donde circulan sus dueños legítimos en busca de alimentos y recursos, desde tiempos que no tienen registro en la historia del mundo blanco. Pero ese triunfo no encandila a Gerbasio que, en la radio, aprovecha el encuentro y comparte sus observaciones sobre la distribución futura de las tierras con el representante de ASOCIANA, la asociación evangélica que acompaña la demanda que lleva ya cerca de 30 años.

Cuando baja el calor, emprendemos la vuelta a casa. Antes, la señora de la despensa nos recibe con respetuoso cariño. Al otro día, más o menos a la misma hora, vamos en moto a Misión La Paz, una comunidad cercana a Formosa, a seis kilómetros de la casa de Gerbasio. El campeonato de vóley reúne a las familias de las comunidades vecinas: La Gracia, La Estrella, Kilómetro 1 y Kilómetro 2. Pero nosotrxs fuimos allí buscando al conocido escritor wichí Laureano Segovia, tío de Gerbasio. Constantemente, tengo la sensación de que muchas cosas desbordan como el Río en esta región. Una de ellas es la generosidad con la que Laureano comparte su cultura, su historia y su tiempo con las personas que, como nosotrxs, llegan a conocerlo desde distintos lugares del país y del mundo. Ahora tiene 74 años y está remodelando su humilde casita para recibir visitas. En una oficina pequeña está el famoso “Taller de la memoria”, donde Laureano escribe y guarda sus notas y libros desde hace más de veinte años. Allí también atesora los casettes en los que fue grabando entrevistas a distintas personas de las costas del Río, cuando podía visitarlxs, en bicicleta primero y después en moto.

Laureano me aclara que no escucha bien, que tengo que hablarle fuerte y cerca. Cuenta que sigue escribiendo y que le dieron una jubilación como escritor tras haber publicado cuatro libros trabajando con los testimonios y las voces de las personas que le fueron confiando sus recuerdos y conocimientos. Es el cronista de su gente, un historiador y un escritor que toma notas constantemente y me regala un cuadernito que no usa para que yo también pueda hacer lo mismo. Me muestra sus fotos y libros. Le gusta saber que leí dos de ellos. Hay un diploma del INAI y otro de una fundación en Estados Unidos que orgullosamente ubicó en la pared, bien arriba. Le comento que quiero aprender su lengua y me dice que está bien, que tengo que aprender. Ese pequeño cuarto resume el camino de la oralidad a la escritura de una cultura que late. Casettes con historias de personas que han muerto, cuadernos de notas a mano, una máquina de escribir eléctrica, una PC y Laureano. “Me dicen que estoy vendiendo caro”, me comenta cuando le digo que quiero comprarle Olhamel ta ohapehen wichi. Nosotros los wichí. Le respondo brevemente que su trabajo es muy valioso, que él es muy importante para su gente. Es una edición bilingüe en un costoso papel grueso y satinado que incluye fotografías de Guadalupe Miles. Le entregué el libro a Gerbasio antes de salir para Salta. Allí está el relato de su madre, Amanda Solares de Kilómetro 1.

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Dice así, primero en wichí y luego traducido al español: “Asus p’alha p’ante wet Ifwala p’alha p’ante/ Leyendas del murciélago y el sol. Dice la leyenda que el murciélago tenía esposa, y cuando su mujer vio que él tenía alas unidas a sus caderas le dio vergüenza y se separó del él. Cuando ella lo dejó, el murciélago se enojó y se fue a buscarla. Ella estaba durmiendo con otras mujeres y él le mordió la nariz y ella después se murió. La familia de la mujer se enojó con el murciélago porque él había matado a su mujer. Ella se había casado con él pues era un hombre muy guapo para el trabajo, le gustaba sembrar. A la gente de antes le gustaba mucho contar esta leyenda…” “Gracias, voy a leer”, me dijo Gerbasio.

Laureano es un anciano sabio. Su trabajo lo expone al extractivismo cultural de los blancos que no solo comercian con la madera del monte sino también con la cultura indígena. Al día siguiente, Roberto, el nieto de Laureano, saca el tema en la charla de la tarde, reclama el respeto debido entre blancos e indígenas. Pienso en el reconocimiento real y merecido a un escritor de la importancia de Laureano. Pienso en la política lingüística y el sistema literario local, siempre mezquinos.

Atardece y Laureano me habla bien cerquita, se pone otra vez unos anteojos negros cuando salimos a sentarnos en el patio, a la luz del día. Entre los sonidos de un partido de voley, me dice: “Pobre mi sobrino, ha sufrido mucho por su hijita. ¿Él te contó eso?”

El gato de la hija ausente de Gerbasio no tiene nombre. Se deja acariciar y ronronea muy bajito. Se sienta en la ventana de la pieza, un rato antes de irnos a dormir. Atrás, está la casa donde vivían Belén y su compañero. La herida existe desde hace poco más de un año, cuando una noche el chofer borracho de una ambulancia del Hospital de Santa Victoria atropelló de frente a la pareja de jóvenes. Dicen en la familia que el monte que rodea la casa despidió a Belén con una luz vibrante que, por más que intentaron, no pudieron capturar en fotos. Y desde entonces su recuerdo duele junto al desatendido pedido de justicia.

Gerbasio nos muestra una selfie de Belén con tonalidades verdes que lo asombran y consuelan. La última noche, Romina, su hermana, me cuenta que estaba cursando el primer año en el Terciario de Lengua y Literatura. Le gustaba mucho su carrera, como a mí. El gato se duerme en una esquina de mi cama. Lo despertamos a las dos y media cuando salimos apuradxs para subir al colectivo de vuelta a casa, a esta casa.

Una mochila puede cargar mucha miel del monte junto al afecto de su gente que también es dulce y suave, como sus voces. Nos han regalado mucho, ellxs que saben campear y recibir con respeto y cuidado lo que la naturaleza va poniendo en su camino. “Yo le digo a mis hijos: Aquí no nos vamos a morir de hambre nunca”. Antes de subir, Gerbasio y Romina nos saludan. Él nos abraza y nos agradece la visita. “Cuando vengas más días, la próxima vez, te enseño a tejer los cintos”, me dijo Romina. También es seguro que vamos a volver a reunirnos en Salta, cuando la UACOP llegue de nuevo para recordarnos que la gente respira y sueña dignamente, con fuerza, en las orillas del Río Pilcomayo.

Pamela Rosa Amelia Rivera Giardinaro es Profesora y Licenciada en Letras egresada de la Universidad Nacional de Salta. Docente de Lengua y Literatura e integrante del proyecto de investigación n°2539 “Poéticas migrantes y políticas de la memoria en la literatura y la cultura latinoamericanas (2005-2018)”, radicado en el Consejo de Investigación de la Universidad Nacional de Salta, Salta, Argentina. Obtuvo el primer premio en los concursos literarios provinciales en la categoría Ensayo con El indio urbano en la poética de Jesús Ramón Vera: desplazamientos (2014). Así también el primer premio en la categoría Historieta junto al escritor wichí Osvaldo Villagra por la obra Hätäy (2020) donde se aborda de manera crítica y literaria la compleja realidad económica y social de las comunidades indígenas en el Chaco salteño.