Un adelanto del libro que cuenta la historia de la desaparición de Miguel Bru, estudiante de periodismo de la Universidad de La Plata, el 17 de agosto de 1993.

tapa las personas no se evaporan (1)

I.

El comienzo de todo

“¡Mami, te estoy diciendo que Miguel no está!”

Guillermo se había ausentado la noche anterior sin avisar a su madre. La catarata de reproches acumulados de Rosa, sólo se detuvo ante el grito desesperado de su hijo.

Hacía tres días que su primogénito no daba señales de nin- gún tipo y Rosa estaba furiosa porque era la primera vez que no pedía un teléfono prestado para llevarle calma con un clásico: “Mami estoy bien”.

El 17 de agosto de 1993, la Policía Bonaerense secuestró, tor- turó y desapareció a Miguel Bru de 23 años, estudiante de Perio- dismo, el mayor de cinco hermanos, el hijo de Rosa y Néstor. 23 años después, su familia y amigos lo siguen buscando.

 

* * *

 

Rosa Schonfeld tenía 14 años cuando conoció a Néstor Bru, un año mayor que ella, en Pigüé, un pueblo ubicado al sudoeste de la Provincia de Buenos Aires. Un lugar en el que las únicas oportunidades de trabajo las brindaban el molino harinero o el arsenal.

Una mañana nublada se iluminaba con el brillo de los ojos de Rosa y la sonrisa no entraba en su pequeño y agrietado rostro mientras revivía, con puntillosos detalles, esa época: “Yo estudiaba peluquería en la nocturna con una amiga. Siempre lo veía alto, buen mozo. Al lado mío siempre fue más alto. Siempre salíamos a bailar. Una amiga mía me decía que no le lleve el apunte porque era muy mujeriego. Si ella decía que no, era que no. Hasta que el 11 de noviembre del 66, después de un baile – antes se usaba eso, bailábamos toda la noche y después me acompañaba – le pregunté la edad y me dijo que tenía 18. Le digo ah! Pero sos un borrego. A lo que él me respondió: pero tengo pelos en el pecho. Desde ese día empezamos a salir. Tuvimos idas y vueltas, como cualquier pareja”.

Era la primera vez que ambos presentaban en sus casas una pareja oficial. Luego de cuatro años de noviazgo, Rosa se enteró de la llegada de Miguel y como toda mujer en ese momento, sintió miedo. Sin embargo, Néstor al instante y sin titubeos, le dijo “¡nos casamos!”.

“Yo pensaba en la fiesta, en el viaje y todas esas cosas. Siempre se hablaba del casamiento como algo que se iba a celebrar. Cuando nos comprometimos un 31 de diciembre, era la época de cosecha y a mi hermano lo llevaban a cosechar. Recuerdo que ese día les contó que se casaba su hermanita, la Rosita, y pudo hacer que el camión los pasase a buscar antes, para que él pudiera llegar. Era todo un acontecimiento”. Siempre se hablaba de un casamiento en el que se tiraría la casa por la ventana.

Pasó un mes y días dedicados a preparativos, hubo poco tiempo, pero las familias jugaron un gran papel, colaborando con todo lo necesario para llevar a cabo el festejo. Con un bebé en camino, se casaron con el calor de febrero como principal protagonista.

“Teníamos ganas de casarnos, pero eran un plan a futuro. Estaba embarazada y teníamos que casarnos lo antes posible. Yo trabajaba en una casa de familia, él en un taller mecánico. No estaban dadas las posibilidades de un casamiento como los de las películas. Pero cuando llegó el momento nos arreglamos igual. Compramos muebles usados, la familia regalaba lo que hacía falta. Me acuerdo que mi madre me regaló el fuentón con la tabla de lavar. Así armamos la casa. En ese momento había mucho crédito. Se ganaba poco, pero era más accesible un crédito. Así, al poquito tiempo ya teníamos la heladera y después el lavarropa”.

Néstor fue el único de los cuatro hermanos varones que después de casarse no fue a vivir a la casa de sus padres. Alquilaron un caserón viejo y con muebles usados armaron su rancho, teniendo como baño un escusado que estaba a metros de la vivienda.

Después del casamiento, en lugar de irse directo al destino elegido para la luna de miel -como cualquier pareja- volvieron al caserón. Recién al otro día se fueron en tren a Bahía Blanca y pasaron un día en Monte Hermoso.

Hasta que el tamaño de la panza lo permitió, Rosa continuó trabajando de empleada doméstica, mientras que Néstor lo hacía en las obras de cloacas y agua corriente que en ese entonces ocupaban las calles de Pigüé.

Un frío 16 de julio de 1970 comenzó con la llegada de su primer hijo. En un Chevrolet 47 Oscar, el cuñado de Rosa, la llevó hasta el hospital.

El trabajo de parto fue normal, hasta que el doctor Cisneros, un jovencito recién recibido, luego de media hora salió al pasillo y le dijo a Néstor que iban tener que hacer cesárea porque el bebé había quedado atascado con el cordón umbilical en la frente.

—Doctor no tengo un mango para pagar la operación —le dijo con la voz entrecortada.

—Quedate tranquilo, que acá no se cobra nada. Andá hasta mi casa y pedile a mi señora la historia clínica de Rosa que está arriba del escritorio, mientras yo la voy preparando.

Néstor no sabía cómo hacer esas tres eternas cuadras lo más rápido posible. Pasaron veinte minutos desde que le dio los pa- peles, hasta que salió y le dijo: “¡Es un varón!”.

Cuando Néstor entró al cuarto para ver a su mujer y a su hijo, se percató de la marca en la frente del cordón umbilical. A ese bebé lo llamaron Néstor Miguel, por sus abuelos. “Fue una experiencia increíble, más en esa época que no había ni la mitad de tecnología que hay ahora” dice Néstor, y sonríe detrás de sus lentes al rememorar tan emotivo momento. Bastó que Miguel cumpliera un mes de vida para que Néstor dejara de fumar. Un 17 de agosto compraba el último atado de Jockey Club que fumaría en presencia de su primogénito.

Los primeros pasos de Néstor y Rosa como padres no fue- ron sencillos. Miguel lloraba mucho y Rosa creía que la solución era alzarlo al instante, por lo que con el tiempo, según ella, se convirtió en un bebé muy mañero.

Una madrugada el llanto fue más insistente de lo habitual. Néstor, ya cansado de los caprichos de Miguel y convencido de que era otra de sus mañas, no dejó que Rosa lo alzara. El bebé quedó en el cochecito llorando sin parar hasta que el sueño logró vencerlo, pero al otro día fueron a la guardia porque su malestar permanecía. Finalmente el médico diagnosticó dolor de oídos y eso explicó el llanto persistente de Miguel.

La primera palabra que logró esbozar Miguel fue papá y aprendió a caminar antes del año. Asimilaba todo muy rápido y cree Rosa que fue gracias al estímulo que recibía de sus primos que eran todos más grandes.

Fue el bebé más mimado.

* * *

Apenas pasaron los dos años del nacimiento de Miguel, Néstor se quedó sin trabajo. Una vez que la obra de cloacas terminó, echaron a todos los peones.

Si Néstor no trabajaba, la familia no comía. La búsqueda desesperada los llevó hasta el intendente de Pigüé, que era del mismo pueblo que Rosa y la conocía desde bebé.

Sin resultados intentaron apelar a ese vínculo para conseguir una fuente de trabajo que les permitiera tan sólo comer. “Cuando entramos al despacho le dijo ‘Rosita, yo te tuve en brazos’. Fue muy amable, pero no me dio trabajo, me dijo que tenía una orden del gobierno de la provincia de echar a 40 personas, así que no podía tomar gente. Después mi viejo tenía un amigo al que lo habían trasladado a Punta Alta, a la parte de caballeriza. Me dijo ‘si vas mañana, en 24 horas te hago entrar’. También había salido acá en La Plata algo, porque mi hermano el mayor se vino y había entrado a trabajar en “Kaiser aluminios”.

De tener todas las puertas cerradas, Néstor y Rosa pasaron a tirar una moneda para elegir con cuál oferta se quedaban. Un lado decía La Plata y el otro Bahía. Salió La Plata.

El primero en llegar fue Néstor porque aprovechó el viaje en camión que hacía su amigo Hugo Sosa, que trabajaba transportando vacas a Liniers. No recuerda cómo, pero Hugo lo dejó en Buenos Aires. Apenas pisó La Plata, buscó a su herma- no que tenía casa en Berisso. A la semana ya estaba trabajando en la fábrica con él.

En el pueblo habían quedado su mujer y Miguel con tan solo dos años, esperando que encontrara algún lugar para vivir. Lo que pudo conseguir fue una pieza con cocina, detrás de la casa de una gringa, cerca de lo de su hermano.

“Le dije a Rosa que se viniera con Miguel, las cosas y el perro – un perro hermoso, labrador que tuvo que largar después en Berisso porque la dueña de la casa no lo aceptó, dicen que era una gringa mala-. Aproveché que venían unos amigos que iban de Pigüé al mercado central de frutas y verduras, para abastecer el puesto que tenían. Venían vacíos y se iban carga- dos de mercadería. Entonces ellos me trajeron los pocos muebles que teníamos. Rosa se vino en tren con Miguel. Nosotros acá no conocíamos nada, ni las calles. Iba a laburar en un micro que ponía la empresa. Viajaba de Berisso a la fábrica y de la fábrica a Berisso”.

Corría el año 1972 y mientras la joven familia se amoldaba a la nueva ciudad, en las calles el gas lacrimógeno era el principal protagonista. En la pequeña pieza, Miguel disfrutaba de las canciones de Palito Ortega. Intentaba emular al cantante del momento, sus pequeños pies daban errados pasos de baile y su voz de bebé invadía todo el lugar, todos los días.

Pasaron dos años hasta que Rosa volvió a quedar embaraza- da, otro varón estaba en camino, otra boca para alimentar. Se mudaron a una casilla en 61, lejos de la Gringa mala. Las cosas no eran fáciles, no todo era color de rosa en el nuevo hogar. Cuando nació Guillermo, Néstor continuaba su labor en Kaiser. “En ese momento vuelve Perón y yo no tengo mejor idea que meterme de delegado en la Kaiser, entonces cuando muere Perón, se pudre todo y a muchos nos dijeron: ‘te pagamos como si te echáramos. Si te vas, una indemnización’. Lo charlé con Rosa y me fui. Así que en ese tiempo yo venía a casa a dormir tres horas o cuatro. No tenía el espacio para dedicarme a los chicos: salía de casa a las cuatro y cuarto de la mañana y volvía a la no- che. Había que hacerlo porque un sueldo era para el alquiler y el otro para comer, entonces no había otra opción. Los domingos o cuando tenía franco sí los disfrutaba porque los llevaba a la plaza o íbamos al bosque; durante la semana prácticamente no los veía”.

Con la llegada de Diana, la tercera, Rosa estuvo mucho tiempo internada por una trombosis. Con Guillermo, Miguel no había sentido celos, más bien todo lo contrario, estaba feliz por- que iba a tener un hermanito para cuidar. En cambio, con la nueva bebé sí sufrió los celos, que según Rosa son comunes en los mayores.

En menos de un año, volvieron a recibir la noticia de un nuevo embarazo. Fue en el momento del parto en el que se entera- ron que eran mellizas. El estado de salud de Rosa era delicado, las secuelas de la trombosis todavía eran evidentes y los cuida- dos debían ser extremos. Su madre vino para ayudarla, pero como era una señora mayor no pudo quedarse mucho tiempo y tuvo que volver a su pueblo.

“En casa tenía tres chicos esperando, no podía seguir internada. En ese momento las vecinas jugaron un rol importante. Una era partera y me ayudaba para que yo no me moviera tan- to. Miguel en ese momento era el que se ocupaba del hermano, de ordenar la casa, de hacer los mandados. Maduró un montón en esa etapa. Él tenía siete años. Me hacían los análisis y en la florería Falmini, en Berisso, nos prestaban el teléfono para hablar con el médico y leérselos. Y Miguel iba, hablaba y anotaba todo. Cuando iba a hacer los mandados, el verdulero me decía que Miguel le controlaba los números, la cuenta, y el carnicero también me decía ‘me mira la balanza’. Era muy despierto”.

* * *

Rosa y Néstor tuvieron cinco hijos: Miguel, Guillermo, Diana, Silvina y Paola. Rosa los crió sola. Néstor trabajaba 16 horas y sin ese dinero, la familia no comía.

Hace 23 años hay una pregunta que se cuela en sus sueños, en sus horas despiertas, que está presente todo el tiempo, en todas las horas: ¿Dónde está su primogénito, su hermano Miga, el mayor? ¿Dónde está Miguel? Los responsables de dar esa res- puesta no hablan, algunos se han llevado el silencio a la tumba. Nosotras intentaremos responder quién era ese joven al que, una noche helada de agosto, el nefasto accionar del aparato represivo del Estado le arrancó la posibilidad de vivir.