Cerca de 200 mil conllevan complicaciones y 500 acaban en muerte. Pero el debate sobre la legalización parece estancado.

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Manoela Miklos y Lena Lavinas /DemocraciaAbierta

Aquellos que frecuentan encuestas y surfean por las estadísticas saben que los cuestionarios pueden ser hojas de doble filo, ya que las preguntas pueden inducir respuestas escoradas hacia un lado u otro. Un ejemplo de ello es lo que ocurrió en Brasil en 2005, cuando el referéndum sobre la prohibición del comercio de armas.

Los numerosos sondeos de opinión anteriores a la consulta indicaban que la sociedad defendía mayoritariamente la prohibición para intentar reducir así las elevadísimas tasas de homicidios que sitúan a Brasil entre los países líderes en barbarie (en 2016 se contabilizaron 61.000 asesinatos).

A la hora de la verdad, sin embargo, el tiro salió por la culata, como suele suceder cuando se manipulan armas de fuego. El resultado reveló que la “bancada de la bala” había logrado inclinar el país hacia su locura: el 63,9% de los brasileños se mostró favorable al comercio de armas en aras a la legítima defensa, socavando así uno de los hitos de la larga fase de redemocratización del país, la creación en 2003 del Estatuto del Desarme.

Aunque es fácil organizar campañas para alimentar el miedo y explotar la inseguridad de los ciudadanos, más aún en una sociedad como la brasileña en la que los índices de violencia se incrementan año tras año, es más que probable que la forma en que se planteó la pregunta influyera de manera decisiva en el resultado final.

Las encuestas sobre el grado de adhesión de la población a la idea de despenalizar completamente y legalizar el aborto son de alto riesgo exactamente por las mismas razones. Y no es casual que se presten a interpretaciones contradictorias.

Los resultados de la reciente encuesta realizada en diciembre de 2017 por el Instituto Patricia Galvão en asociación con el Instituto Locomotiva merecen especial atención. Una primera constatación alarmante es que sólo uno de cada cuatro brasileños adultos es favorable al aborto legal y seguro, como expresión del derecho a la libre elección de la mujer.

Otro dato vergonzoso: el 50% de los entrevistados opina que una mujer que recurre al aborto debe ser castigada con pena de cárcel. Parece, pues, muy extendida la idea de que el aborto es un crimen, actitud que refleja lo que dice el código penal, que tipifica la interrupción voluntaria del embarazo como acto ilegal y punible, tanto para quien lo practica como para quien lo facilita.

En una sociedad en la que la criminalización y la judicialización de casi todo es regla y se hacinan los centros penitenciarios – cuya tasa de ocupación es del 198% (según cifras de 2016) y un 40% de los detenidos está en situación de prisión provisional, pendiente de juicio –, hay que interpretar tales respuestas como parte de un contexto difuso, producto de la inercia de una realidad estancada, y no propiamente como respuestas a la pregunta concreta.

Existen diversos estudios académicos que confirman que las acciones y percepciones de los individuos tienden a estar influenciadas por las políticas públicas y las normas sociales vigentes y no por aquello que no es práctica o valor refrendado. Por lo tanto, considerando que se realizan aproximadamente 500.000 abortos clandestinos al año en Brasil, de los que cerca de 200.000 conllevan complicaciones posteriores que acaban incidiendo en el sistema público de salud, sin mencionar las 500 muertes al año de promedio, es plausible suponer que tolerar un cuadro aterrador y siniestro como este es menos fruto de elección racional, opción consciente o simple preferencia que síntoma de letargo y postración intelectual.

Esto es precisamente lo que se pone de manifiesto cuando la pregunta se formula alterando las referencias. Para 8 de cada 10 brasileños y brasileñas, el aborto debe ser tratado como un tema de salud – lo cual relativiza la inquietante percepción anterior registrada por la misma investigación. Como señala el gráfico inferior, sólo uno de cada 10 ciudadanos brasileños ve el aborto como un caso de orden público.

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La investigación también recoge que la opinión de los brasileños denota familiaridad con el problema:

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¿Qué nos dicen estas cifras? Además de que demuestran que más de 70 millones de personas están familiarizadas con la práctica del aborto ilegal, indican que la población podría aceptar la interrupción del embarazo dependiendo de la situación.

A pesar de que la mayoría de las brasileñas y brasileños se declaran contraria a la interrupción del embarazo, 8 de cada 10 juzgan legítimo realizarlo en los siguientes casos:

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Y hay una cifra aún más interesante: el 75% de los que se dicen contrarios al aborto por cuestión de principios cuando se les pregunta sin ningún matiz, se muestran igualmente favorables a la interrupción del embarazo en casos concretos.

Es decir, ante la frase “yo jamás interrumpía un embarazo”, la mitad de las mujeres entrevistadas está de acuerdo con tal afirmación. Pero el 33% dice que no está ni de acuerdo ni en contra. Y sólo el 16% expresa desacuerdo.

Lo curioso e intrigante es cotejar tales resultados con los de otra encuesta, realizada también en 2017, para la organización feminista Católicas por el Derecho a Decidir. Dicha encuesta de ámbito nacional, titulada Percepciones sobre Aborto y Educación Sexual y realizada por IBOPE Inteligência – una de las mayores empresas de estudio de mercado de América Latina – ofrece información muy valiosa: el 64% de los brasileños entiende que la decisión de abortar corresponde exclusivamente a la mujer, lo cual significa un aumento de 3 puntos en relación a la misma encuesta realizada en 2010 y cuestiona por completo el pensamiento activista conservador anti-aborto que intenta hacer creer que la sociedad brasileña es intolerante,insensata y miope frente a una realidad impactante.

Pero más sorprendente aún es el conjunto de respuestas que busca entender el punto de vista de aquellos que declaran tener alguna fe religiosa. Indagados sobre “quién debe decidir si la mujer puede o no interrumpir un embarazo no deseado”, 2/3 de los católicos y el 58% de los evangélicos responden que la decisión le corresponde a la mujer – unos porcentajes también en alza comparados con los de 2010.

Del mismo modo, la proporción de los entrevistados que discrepa totalmente o en parte con la pena de prisión para la mujer que recurre al aborto es del 65% entre los católicos y del 59% entre los evangélicos.

En contraste, tenemos las cifras recientes publicadas por Datafolha en diciembre de 2017 que indican que la mayoría de los brasileños – el 57% – cree que la mujer debe ser castigada e ir a la cárcel por tener un aborto. Pero el porcentaje de brasileños favorables a la despenalización de la práctica aumentó en el último año, pasando del 23% al 36%, y un 7% de los entrevistados no supo posicionarse.

¿Cómo analizar, entonces, encuestas cuyos resultados parecen oscilar en función de la formade plantear la cuestión ante la opinión pública?

En primer lugar, podemos apuntar a que posiblemente no hay plena comprensión de lo que significa vivir la experiencia de un aborto voluntario. Hay, sí, disposición a respetar a las mujeres que han pasado por esa experiencia, y a reconocerles el derecho de elección. Se trata de un avance considerable hacia una nueva normalidad.

Los resultados nos ofrecen además a nosotras, feministas que luchamos por los derechos sexuales y reproductivos, algunos consejos de suma relevancia para enfrentar el conservadurismo y las descalificaciones constantes de que somos objeto. Concretamente: es posible conseguir posturas más progresistas cuando las afirmaciones frías se cotejan con el
repertorio de experiencias de las mujeres que han tenido un aborto. Cuando se enriquece con lo conocido, la praxis, el día a día, la discusión ganan en corporalidad – un rostro, una trayectoria, una historia -, se llenan de afecto, y los lemas dejan de ser dísticos – significantes vacíos y repetitivos – para convertirse en vivencia cotidiana.

El dístico hace que Brasil acceda a lo que no es experiencia de vida y, de esa forma, responda con recelo y miedo a lo nuevo. Un miedo que el patriarcado y el sexismo alimentan y cultivan. Sin embargo, ante la vivencia de la proximidad, las reacciones extremas y la defensa del castigo tienden a diluirse y a verse substituidas por comprensión – quizás también acogida. Hay aquí, pues, una serie de lecciones para las feministas que se resumen en ésta: los tabúes no resisten el análisis fino de la perspectiva de la sociedad brasileña. La narrativa moviliza lo conocido y lo real para enriquecer un debate capaz de enfrentar dichos tabúes.

Los logros del feminismo en la construcción de una narrativa acerca de los derechos sexuales y reproductivos, basada en las evidencias señaladas más arriba, capaz de transformar concepciones laicas o conservadoras y tener impacto en la legislación, suscita una reacción agresiva que apela a la falsa moral y la criminalización para deslegitimarla. Ningún logro en este sentido sale gratis. El patriarcado se articula para revertir cualquier avance. Y nosotras, aquí estamos, para contrarrestarlo. Con determinación.

En este enfrentamiento, la maquinaria de la descalificación de la lucha feminista se pone en marcha: es el famoso backlash. Es éste un término que todavía carece de traducción precisa, pero que remite a una experiencia bien conocida por las mujeres de todas las latitudes, incluso en Brasil.

Se refiere a los argumentos que utiliza el patriarcado para desfigurar la lucha feminista y presentarla como algo sin sentido ni fundamento, algo desprovisto de razón y ajeno a la realidad. No importan las evidencias: las mujeres que reivindican el control exclusivo de su cuerpo y de su sexualidad merecen, según los conservadores y espíritus reaccionarios, arder en la hoguera del desprecio, la humillación y la intolerancia, como las que fueron acusadas de brujería en tiempos medievales.

 

Leer a Faludi, ahora más que nunca

En 1991, la feminista estadounidense Susan Faludi ganó el premio Pulitzer con la obra Backlash: la guerra no declarada contra la mujer americana. En ella, Faludi identificaba un gran movimiento de retroceso cuyo objetivo era atrasar el reloj a los años 50. Este movimiento lo orientaban, según Faludi, dos premisas centrales:

  1. a) La idea de que el feminismo había logrado conquistas reales y que las mujeres y los hombres eran ya, en los Estados Unidos de los años 90, suficientemente iguales en cuanto a roles de género.
  2. b) La noción de que el feminismo es, por lo tanto, una exageración, algo innecesario cuyas consecuencias para las relaciones íntimas son crueles y disruptivas, además de un factor innecesario y contraproducente que complica las cosas para la movilización y diseño de los proyectos políticos.

Tales premisas las articuló, en principio, la nueva derecha que surgió bajo la presidencia de Ronald Reagan en los años 1970 y se convirtió en mainstream en las décadas siguientes. Sin embargo, Faludi recuerda que tales mensajes fueron repetidos también por los que ella llama “emisarios de la izquierda”. La vieja hostilidad de la izquierda hacia el feminismo acababa así siendo parte de un fenómeno de gran rearticulación del patriarcado frente a las conquistas de las mujeres en aras a la igualdad.

En los tiempos de Rebecas y Rosas, de manifiestos y reacciones agresivas, en tiempos de retrocesos, el backlash se disfraza de infinitas maneras: está presente en la desvergüenza de aquel encorbatado que, en Brasilia, nos retira derechos, así como en aquel hombre de izquierda, con traje de pana, que señala los excesos de los supuestos movimientos identitarios a los que acusa de ignorar la lucha de clases (cuando sabemos que la cúspide de la pirámide social la ocupan desde hace siglos hombres blancos).

Atención al coro: necesitamos estar atentas y fuertes. No debemos esquivar los intentos de mantener el status quo – desde los que lucen el descaro de las comisiones mayoritariamente masculinas de Brasilia hasta los que se disfrazan de debate ilustrado, los que echan mano de Kant y de los cánones del pensamiento político brasileño para que todo permanezca igual, se garanticen los privilegios y se eche la lucha feminista en la fosa común de la exageración. ¿Cuántas veces no nos han llamado exageradas, beligerantes, descontroladas?

No tenemos tiempo para temer a la propia muerte. Ni para desgastar nuestro latín con aliados que piden mimos. El mundo se transforma bajo nuestra acción colectiva. En las calles, en los corredores de los tres poderes, en las redes. Los perros deberán ladrar más fuerte, porque nuestras caravanas no paran de crecer en número y en potencial de resistencia y enfrentamiento. Cantando y bailando, pasan nuestras caravanas de colores – en todo el mundo.

Seguiremos refinando nuestras narraciones para trascender el otoño que nos quieren imponer.

Publicamos este artículo gracias a la alianza entre Cosecha Roja y DemocraciaAbierta. Lea el contenido original aquí