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Adrián J. Mesch*

Cada tanto y café de por medio en la reunión cultural obligada con unos amigos de los lunes -en la que homenajeamos humildemente a la “Mesa de los Galanes” del Negro Fontanarrosa- se plantea la cuestión, generalmente en la pausa en la que se habla de fóbal y política. Mis amigos, integrantes de la mesa, no son abogados ni están relacionados con el Derecho, pero gozan de ese impecable sentido de justicia intuitivo que suele tener la gente, justamente, con sentido común. Por mera casualidad, ninguno es de los denominados “mano dura”, en el sentido de creer que encerrar a un tipo va a mejorarlo a él o a la calidad de vida de los que lo mirarán desde afuera. Y conceptos como presunción de inocencia, proceso o condena firme hoy día son entendidos perfectamente por cualquier hijo de vecino, muy metido más que nada en la concepción cinéfila de la justicia americana.

Así y todo en las miles de horas de discusión jamás logramos encontrarle la vuelta a aquello de la “prisión preventiva”. Y no como violación a una garantía constitucional, sino como paradoja de la discusión de barrio, de quien en definitiva es el destinatario de todas y cada una de las leyes que uno se rasca la cabeza estudiando. La siguiente es una (muy) pequeña recopilación de dichas conclusiones. Nada académico, nada referido a ninguna legislación, código o sentencia en particular, todo esquina.

a) Preso es preso, acá y en la China. Arranca el tema mientras el mozo retira el vasito con soda y nosotros miramos los resultados de la quiniela nocturna (paradojalmente, sin apostar nunca): si de por sí una condena contribuye poco o nada para que alguien se replantee las decisiones que tomó en su vida, ¿en qué cabeza cae que se va a replantear algo estando preso por las dudas? Esto, claro está, viviendo en el mejor de los casos en las “cárceles sanas y limpias” de nuestro sistema penal como animales de un zoológico de bajo presupuesto.

He aquí mi primera intervención a la discusión: para mí la prisión preventiva es pena y punto. La privación de la libertad ambulatoria durante un cierto tiempo prolongado es propia de las penas de prisión o reclusión, y para eso está el artículo 5 del Código. Para decirnos que encerrar por mandato de ley a un tipo es prisión, y prisión es una pena. Ontológicamente (y ahí suele volar un bollito de servilleta al parietal por usar lo de “ontológico” en una charla en la que hacía minutos estábamos hablando de las semis de Copa de 2003) la medida es la misma: sobre el cuero del preso recae la misma capitis deminutio (otro bollo al parietal restante) de estilo. Es decir, la privación de su derecho a ir donde se le dé la gana, sometimiento infantil a una autoridad que le dicta hasta cuándo o cómo realizar sus necesidades más básicas en condiciones medievales, de humillante incapacidad sin curatela, sujetas a la ley del más fuerte. Además, las penas se le imponen, en teoría, como respuesta a haber realizado algo y ese algo es un delito; no porque se sospeche que hizo algo, antes de que un juez le dijera que efectivamente lo es. Incluso alguien (juez de la Corte en sus ratos libres) llamó acertadamente “autistas jurídicos” a quienes siguen negando la diferencia entre pena y prisión preventiva.

Tampoco hay gran distancia entre quien ya tuvo sentencia condenatoria, como quien no, cuando las rejas están enfrente. El padecimiento y la incertidumbre de un procesado o de un condenado son idénticos: el ejercicio profesional nos ha enseñado que no existe cosa tal como la resignación a recuperar la libertad por parte de un condenado o la resignación a ser declarado inocente por parte de un procesado. El argentino, el latinoamericano, puede resignarse a ser pobre y a morir tal vez, más nunca a ser libre. Y aún si recupera su libertad, el daño es irreversible: a decir de ese mismo juez conocido poco importa que al fin la persona resulte sobreseída o absuelta, porque socialmente siempre será un preso(salvo algún aislado reconocimiento a los presos políticos, de los que ya por supuesto no hay). La opinión pública –criminología mediática, en su terminología- cuenta siempre la detención pero no la liberación, cuando no la critica: por algo habrá sido, zafó de casualidad, tuvo buen abogado, suerte, arregló con los jueces, etc.

b) El preso es mercadería. Ahí va uno como defensor y charla con el preso. Como dijimos, tal vez las normas jurídicas estén destinadas a ser interpretadas por abogados, aunque muchas leyes y sentencias son verdaderas entelequias que ni nosotros entendemos, todas redactadas en esperanto jurídico, el “idioma” oficial de la nación forense: mitad latín, mitad español colonial. Oscuro y en apariencia elegante, dirigido sólo a que el imputado no entienda un comino de lo que se le está imputando, y de soslayo no deberle explicaciones en caso de que con la ley o la sentencia se esté cometiendo una barbaridad. Sin embargo, esas normas y resoluciones en ese esperanto están hechas imperativamente también para todos los que no lo hablan. Intenté en vano explicar a mis buenos amigos lo disímil entre ambos institutos (pena y prisión preventiva), y por qué carajo si yo puedo decir y fundamentar que alguien debe ser considerado inocente hasta que una sentencia declare lo contrario deba admitir, sin embargo, que puede y será tratado como culpable hasta que la obtenga. Así y todo, el lenguaje forense usado por estos oráculos se las arregla en decir lo contrario.

Además, ¿cómo le explico al preso que la medida dispuesta por el Sr. Juez (en el Chaco el Sr. Fiscal dicta la prisión preventiva y el Juez de Garantías interviene sólo si hay oposición del imputado. No, Sr. lector, no es joda: el artículo 334 de la Ley 4538 –CPP-) es “asegurativa”, para cumplir con los fines de su proceso? Ahí mi cliente, un comerciante local, que alguna vez tuvo una ejecución de un pagaré en contra, me dice –literalmente, y esto es verídico- “ah, como que el fiscal me embarga y me secuestra hasta que se cobre lo que suyo”. Así es, señores: el imputado preso se ve a sí mismo como la mercadería embargada en un juicio comercial o de daños y perjuicios, como una forma adelantada para satisfacer los intereses privados del justiciable. Traducido al proceso penal, se le embarga y secuestra el único bien que generalmente posee un preso: la libertad. A veces un poncho, una bicicleta, gorra y zapatillas, pero no más que eso.

El preso pone de garantía su propia cabeza, cual deudor en la antigua Roma que devenía en esclavo de su acreedor, y se juega su libertad personal hasta que el fiscal (o el juez) se cobre la vindicta pública. Hasta el mejor de los fiscales le pega en su “corazonada” sólo en ocho de cada diez ocasiones, según las tristes pero ciertas estadísticas.

c) El Juez y el Fiscal son astrólogos. Consecuencia inmediata del aporte exclusivo de la mesa de los lunes, surge lo que sigue: tanto el Fiscal como del Juez de Garantías, mirando a la Ley cual tablita zodiacal consultan a los astros y se adelantan mágicamente al momento de la sentencia, haciendo una especie de horóscopo dominical sobre la condena que habrá de imponerse al imputado. No les interesa que el imputado no vaya a irse a ningún lado porque posea domicilio conocido, negocios, familia, etc. Ni que existen miles de avatares que pudieran sobrevenir (descubrimiento de nuevas pruebas a favor del imputado, el cambio de calificación legal del hecho, el dictado de una nueva Ley más beneficiosa, etc.) y cambiar esa corazonada de azar sobre lo que sucederá en un futuro casi siempre muy distante (meses, años). El tiempo y espacio son relativos, según Einstein. Un día preso es un mes libre, y esto siendo optimista en cuanto a esa relatividad. Ese futuro se habrá transformado en otro muy distinto en el que, por supuesto, el imputado ya estuvo preso. Y sólo si sigue sano mentalmente (o vivo), o sin un posgrado en actos, códigos y vejaciones carcelarios, llegará a juicio.

d) El que paga los platos rotos. Otra cuestión fundamental, mientras el mozo alza las sillas arriba de las mesas contiguas. Si algo le pasa (y es seguro, algo le pasará) a un tipo encerrado que luego en juicio resulta inocente, ¿quién paga la cuenta? El que paga los platos rotos, es el Estado, que teóricamente tenía que haber sido superior éticamente con sus ciudadanos respecto a las sanciones que les aplicó. El Estado moderno tiende a ser muy paternalista e imponer mucha moralidad (léase, consumo de estupefacientes), pero se convierte en un muy mal ejemplo de padre cuando a un preso por las dudas luego se lo absuelve en juicio. Sobre esto último -el Estado siendo un peligro para sus propios ciudadanos- alguna vez hicimos una interpretación tipo paroxística de la imputación objetiva ¿acaso encerrar a un tipo “por las dudas” (ni hablar de las meras detenciones en las comisarías) no agrava el riesgo no permitido de que literalmente te enfermen, te maten o te suiciden preso (sin que luego sea casi imposible para la familia que recibe un cajón como vuelto probar lo contrario)? Y el Estado, señores lectores, somos nosotros.

e) Recapitulando. Mientras el mozo termina de limpiar las migas del tostado de jamón y queso y pagamos la cuenta según el sagrado orden rotativo semanal, volvemos a la realidad. Y nos vamos contentos con haber peleado un rato, así más no sea para escribir después lo que recuerde de la noche del lunes en estas líneas. Nos quedamos un poco con aquello de que, de la misma manera que aquel viejo dicho garantista reza “más vale cien culpables libres que un inocente preso”, podría aquí decirse, con la más autorizada de las opiniones (la de mis amigos) que más vale cien condenados (o fugados) luego a los que les correspondía prisión preventiva, que un solo imputado que sufrió y luego fue declarado inocente. Si es que vivió para contarla.  

 

*Abogado litigante de Villa Angela, Chaco y miembro de APP.

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